Paul Auster en Bilbao, 2017. Foto: Vincent West / Cordon.
Antón Reixa (Vigo, 1957), rockero, director de cine y escritor, mantiene una relación muy particular con Paul Auster (Newark, 1947). Cuando lo leyó por primera vez, hace casi treinta años, experimentó una atracción instantánea, mientras él agitaba Galicia con la legendaria banda de Os Resentidos. Después, a raíz del mágico encontronazo con El cuaderno rojo, un libro de relatos en los que el autor americano explora las asombrosas coincidencias que a veces conectan a las personas, su interés se volvió pasional, casi obsesivo. Reixa se hizo un señor austeriano. Pero la literatura se reserva finales imprevistos, y un día, a semejanza de una historia del mismo Auster, el novelista estadounidense y él acabaron bebiendo whisky Macallan y fumando cigarrillos Camel a las puertas de los restaurantes, como dos compinches.
Con este pasado a cuestas, el 20 de octubre Reixa visitó el Festival de Cine de Ourense. Quedamos a cenar. Vi cómo llegaba en taxi, se bajaba y caminaba al fin por su propio pie. Meses atrás, en un anterior encuentro en A Coruña, él iba en silla de ruedas y yo empujaba. Ahora avanzaba despacio, con bastón, recordando al caballo de ajedrez. El 27 de octubre del 2016 también había viajado a Ourense para participar en el festival, pero en esa ocasión nunca llegó. De camino sufrió un grave accidente de tráfico en Villalpando (Zamora). Viajaba solo, en un Audi A4, y se quedó dormido. Se fracturó la tibia, el peroné, el calcáreo, la vértebra L2, y se rompió trece costillas. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, y de que estaba vivo, distinguió la voz de Albert Rivera, líder de Ciudadanos, hablando de la unidad de España. Fue como una continuación del accidente, pero sacó fuerzas de donde no había y consiguió apagar la radio del coche y acallarlo. Mientras esperaba a la ambulancia solo pensaba si le amputarían la pierna. Ya en el hospital, ante el riesgo de colapso respiratorio, le indujeron un coma que duró dieciocho días, durante los que creyó estar en Michigan, en un escenario posindustrial. «Había Chévrolets, Starbucks, un monumento al fontanero desconocido, incluso puestos de pulpeiras y un centro comercial en el que Donald Trump repartía propaganda electoral».
En el restaurante volvimos a hablar del accidente y de la lenta reconstrucción de un hombre, roto en todos los sentidos, pero pronto cambiamos de tema para comentar 4 3 2 1, la última novela de Auster, que ambos habíamos leído al poco de salir. De ese libro saltamos a otros, y al enésimo salto, en el momento exacto que nos servían raviolis de lacón con grelos, Reixa soltó: «¿Te conté alguna vez que casi produzco una adaptación de El país de las últimas cosas?». Levanté y bajé los hombros. Nunca me había contado nada parecido. Por mi parte, ni siquiera había leído esa novela. Aunque ahora ya sí. En un escenario apocalíptico, en una ciudad sin nombre, el libro describe una sociedad en la que no se recuerda ni se siente, y el robo no es un delito, y se muere de hambre, y la mitad de la gente no tiene hogar, y hay cadáveres abandonados allá a donde se mire, y se escuchan explosiones a diario y en la desesperación florecen las clínicas de eutanasia y los clubes de asesinatos. La película iba a dirigirla el realizador argentino Alejandro Chomski (Buenos Aires, 1968), que también se encargaba del guion, mano a mano con el propio Auster.
Reixa, que acababa de dirigir y producir su primer largometraje, El lápiz del carpintero, basado en la novela de Manuel Rivas, accedió al guion de El país de las últimas cosas en 2005. Pero su origen se remontaba a 2001, cuando en Argentina estalló la crisis económica y se declaró el corralito, y en ese momento Auster aterriza en Buenos Aires. Alejandro Chomski entró en contacto con él a través de un amigo común, el realizador Jim Jarmusch. «Se encontraron en el Alvear Palace Hotel», me contó Reixa durante nuestra cena. «Estos raviolis están cojonudos», añadió.
«Me acuerdo de que Paul miraba por la ventana del hotel a los cartoneros con mucha atención», evocaba Chomski en 2003, en una entrevista para la agencia Télam, mientras él le decía que la ciudad sin nombre en la que se ambientaba El país de las últimas cosas era aquel Buenos Aires zarandeado por la crisis. Curiosamente, Chomski había leído la novela hacía diez años y entonces «no me parecía adaptable», pues toda la devastación narrada era difícil de aplicar a alguna ciudad sin que se transformase «en un film de ciencia ficción», en lo que él no estaba interesado. Pero entonces la leyó de nuevo y «fue una revelación». De pronto el libro «hablaba de situaciones que eran perfectamente nuestras». Cuando le propuso a Auster la adaptación, al novelista le pareció una excelente idea situarla en la realidad argentina, y enseguida Chomski comenzó a trabajar en un texto que se fue enriqueciendo con las sugerencias de Auster.
El día que Reixa conoce a Chomski y la existencia de un primer guion había ya coproducido dos películas en Argentina (Señora Beba, de Jorge Gaggero, y No sos vos, soy yo, de Juan Taratuto), y preparaba su segundo largometraje, Hotel Tívoli. Mito de la música, con el tiempo sus inquietudes se habían ampliado a la poesía, la televisión y el cine. Pero seguía siendo un señor austeriano. No había dejado de perseguir al escritor neoyorquino por cada uno de sus nuevos libros. «Aquel día, con Chomski, me digo que hay que hacer todo lo posible por sacar adelante la adaptación». Se ofreció a ser el productor español y comenzó las gestiones para financiar la película. Estaba a punto de conocer personalmente a Paul Auster y completar un círculo.
En abril de 2005 se encontraba en Groenlandia haciendo localizaciones para rodar Hotel Tívoli. Su idea original era trasladarse después a Buenos Aires, ciudad en la que también transcurría la historia, para continuar con las localizaciones. Entremedias, sin embargo, se produjo un inesperado cambio de planes y viajó a Argentina haciendo escala en Nueva York. «Allí me están esperando Chomski y ¡Auster!», me contó, con restos todavía del entusiasmo de entonces. Quedaron en verse a la salida del MoMa, que en esos días proyectaba un ciclo de cine argentino. El propio Reixa reservó restaurante para cenar. Eligió uno en Tribeca. «Entonces me pasa algo casi propio de una novela de Auster: nos subimos en un taxi a la salida del museo, y el escritor se pone a discutir con el taxista por el trayecto que debe de seguir, y al final es Auster el que va ordenando qué calles hay que tomar para llegar al restaurante». Durante la cena, Reixa y Auster confraternizan porque «los dos bebemos Macallan y porque cada poco salíamos a fumar, nos sentábamos en un banco que había en la acera y hablábamos de Beckett y Kafka».
Tres meses después, ya en pleno rodaje de Hotel Tívoli, Reixa estaba otra vez en Groenlandia, cuando vivió su primer «sol de medianoche». Fue desquiciante, y como todos los recién llegados, el artista gallego sufrió problemas para conciliar el sueño, con veinticuatro horas de sol. «Esa madrugada, desesperado, acabé en un bar rodeado de groenlandeses en coma etílico». De pronto, avistó una botella de Macallan en una estantería y se reconcilió con aquella isla. «El descubrimiento me insufló tanto optimismo que me dije que tenía que llamar inmediatamente a Auster y contarle que en aquel lugar perdido, el último sitio del mundo al que había llegado en su día la Coca Cola, ¡había whisky Macallan!». Pero fue imposible contactar con él.
Pasaron los meses. En julio de 2006, en una entrevista en El País, el escritor estadounidense se refirió a la adaptación de sus novelas al cine con cierto escepticismo. «Lo que ocurre en mis libros tiene tanto que ver con el interior de los personajes que no acaba de plasmarse bien en pantalla», admitía, aunque mostraba esperanzas con El país de las últimas cosas. «Alejandro Chomski es un chico con mucho talento. Lo he ayudado con el guion y ahora está intentando juntar el dinero para rodarla en Buenos Aires en inglés y español. Vamos a ver. Los proyectos en cine tienen propensión a evaporarse, pero es algo que me gustaría que saliera adelante», admitía.
En 2007, todavía en plenas gestiones para financiar la adaptación en Europa, Auster y Reixa vuelven a encontrarse, esta vez durante el Festival de Cine de San Sebastián. En esa edición Auster presidía el jurado, y fuera de concurso presentaba La vida interior de Martin Frost, su segunda película como director en solitario, que la crítica mundial masacró unánimemente. Pero él y Reixa siguieron a lo suya, hablando de sacar adelante El país de las últimas cosas. En esa ocasión «lo llevé a comer a Casa Nicolasa, donde se empeñó en pedir un plato de pescado con puré de patata». Tal vez aquel no era su día, porque al leer la carta «comentó que con aquellos precios se hacía media película», y cuando llegó el pescado «se quejó porque venía sin puré de patata».
Entretanto pasaba el tiempo y la financiación no se concretaba. «La lógica decía que el dinero debía encontrarse en Europa, que es donde Auster tiene rango de estrella». En contra jugaban dos factores: que El país de las últimas cosas no era su novela más conocida y el contenido del libro resultaba sórdido, y que La vida interior de Martin Frost «dejó muy mal rastro en el box office». El proyecto acabó frustrándose. Reixa mantuvo durante algún tiempo contacto con Auster, y cuando empezaron a traducirse algunas de sus novelas al gallego, el creador gallego le contaba que «las había podido leer antes en ese idioma que en español, pero poco a poco perdí el contacto con él».
Chomski siguió creyendo en la película. En marzo de 2012, en una entrevista en Clarín, tras el estreno de Dormir al sol, con la que adaptaba un cuento de Bioy Casares, hablaba de proyectos futuros y volvía a citar El país de las últimas cosas. «Se va a filmar a fines de este año en Bucarest», decía. «Cuando diseñamos el proyecto en 2001 se iba a filmar en Argentina, porque la realidad en ese momento se parecía al planteo de la novela. Pero ahora Europa trágicamente es la que tiene una realidad más cercana», calculaba. Tampoco entonces llegó a rodarse. El escepticismo de Auster, en el lejano día que advirtió que los proyectos en cine tenían propensión a evaporarse, se volvía en el futuro una crueldad más. Pero en octubre de 2016, coincidiendo con el estreno de una nueva película de Chomski, se inmiscuyó otro rayo de luz por los resquicios. «Sigo con el proyecto, quince años después», confesó en una entrevista a una agencia argentina. «Ya no es una historia distópica», aseguraba en vista de cómo había evolucionado a mal el mundo. Después de barajar Buenos Aires y más tarde Bucapest como escenarios para la película, «ahora puede ser Siria», decía. A día de hoy no hay noticias sobre un posible rodaje. Solo forma parte de un sueño siempre lejano.
Al acabar de cenar nos sentamos en una terraza. Reixa, que no paraba de saludar a desconocidos que se acercaban preguntando si era Antón Reixa, pidió un café cortado y al poco otro. Ya no hablamos más de Auster. En plena reconducción de su vida después del accidente, ahora está escribiendo una crónica del siniestro y de los dieciocho días en coma. Me enseñó algunas páginas. Suenan como su música. Es la reconstrucción rock de un hombre deshecho que se rehace. A las doce se subió a un taxi y se fue al hotel.
No comments:
Post a Comment