Nov 18th 2017, 09:07, by Carlos H. Vázquez
Fotografía: Patricia J. Garcinuño
Hay un coche parado en la calle, al ralentí. Por las puertas abiertas sale «Mayores», de Becky G, mientras el conductor se tuesta la cara a hostias con otro tipo en la acera, al calor de la farola de la madrugada. Se debían algo, a lo mejor romperse la boca, pero ahora están ajustando cuentas. Mañana saldrán en alguna página de sucesos locales. O no, porque ya es costumbre. Por la escena no aparecen ni la policía local.
De diez noticias, nueve hieren y la restante es una bala que silba por la oreja. ¿Es la realidad violenta? La violencia en la obra de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) ha estado siempre ahí, de manera intermitente, desde Los cachorros, su primer libro de cuentos.
Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero era purita sangre.
[Extracto de Los cachorros]
En julio de 1976, Jorge Luis Borges declaraba en el periódico mexicano Excelsior por qué en el cuento de La intrusa un hombre mataba a una mujer: Él, como autor, no describía la escena, sino que sugería la violencia que había en ella. Y lo hacía, según contaba, porque así la imaginación adquiría más fuerza pero sin pretender «recrearse en la muerte». Por eso no le gustaban las novelas policíacas americanas y sí las inglesas, porque la violencia no se reflejaba.
En Conversaciones con Borges, del profesor Carlos Cañeque, Fernando Savater explicaba que Borges era «un hombre completamente antiviolento» que «soñaba con la violencia no comprometida —no subordinada a ninguna causa— de los compadritos, con la violencia estética y épica, con las batallas, con el tigre real». Para el filósofo, aquello era vivir con la dignidad del peligro, ya que los enfrentamientos violentos tenían a la vez algo de intenso y sencillo.
Revolución en la sombra
Mario Vargas Llosa, en Conversación en Princeton, explica que «el narrador siempre es un personaje, en todas las novelas». Por lo tanto, si el que escribe es él pero el que narra es un personaje, ¿en Vargas Llosa, como en Borges, todo se transforma y se desdobla? «El punto de vista y la voz narrativa son técnicas literarias que se han usado, desde Homero, para poder contar historias complejas. Cada escritor las usa, a su manera, para propósitos distintos. En una novela como Historia de Mayta, el lector descubre que no hay un solo punto de vista total: ningún personaje, ni siquiera un narrador, tiene acceso a la totalidad de la historia», responde Rubén Gallo, coautor del mencionado libro de conversaciones y catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Princeton, donde se guardan los archivos de Mario Vargas Llosa y se desarrollaron los cursos sobre literatura y política que ambos impartieron en 2015.
En una de las clases, el autor de Historia de Mayta expuso que las versiones literarias de la historia, muchas veces, se superponían a la historia y la reemplazaban, igual que en Guerra y paz de León Tolstói. Por esta misma razón, y dentro de la bibliografía del escritor peruano, habría que comparar Historia de Mayta con Huajaco, de César Núñez Arroyo. Ambos libros tratan el mismo tema —la frustrada revolución de Jauja, en la sierra peruana, el 29 de mayo de 1962—, pero desde enfoques distintos. Una de las diferencias que hay entre la obra de Vargas Llosa y la de Núñez Arroyo es que el primero escribió la historia desde un punto de vista novelado (sitúa los hechos acontecidos en 1958), mientras que el segundo lo hace desde el rigor histórico y más local.
Cuando se trata de novelas históricas, ¿es obligatorio contar la verdad de manera fiel? Gallo opina que la noción de verdad o de fidelidad opera de maneras distintas en la historia y en la literatura: «La literatura debe ser fiel, ante todo, a lo literario: lo importante de una historia es que esté bien contada, que seduzca al lector, que lo sorprenda al mostrar aspectos de la experiencia humana que aparecen en el comportamiento de los personajes, en la manera en que reaccionan a ciertas situaciones». Es por eso que Mario Vargas Llosa habla de la verdad de las mentiras.
Mayta era un miembro del Partido Obrero Revolucionario (trotskista) que protagonizó un intento de insurrección en Jauja junto con el joven oficial Francisco Vallejo, jefe de la cárcel de la ciudad peruana. Pero reconstruir la vida de Mayta es como coser hilos en el aire: Al final hay que tirar de ficción. Mario Vargas Llosa recuerda cómo llegó hasta él, cuando se encontraba terminando la novela: «Supe la historia del personaje en el que está inspirado Mayta a través de terceras personas que lo habían tratado y que conocían su aventura. Ni siquiera sabía que estaba vivo cuando hice toda la investigación para escribir la novela», reconoce. Cuando estaba trabajando en el final del libro, el escritor pudo saber que el protagonista en el que se había basado estaba vivo, pero en el penal de Lurigancho, en Lima. Vargas Llosa consiguió permiso para verlo, pero, cuando fue a visitarlo, el preso ya era libre (cumplía una pena de diez años de prisión por otro hecho distinto).
El personaje que entra en el despacho es un flaquito crespo y blancón, de barba rala, que tiembla de pies a cabeza, embutido en una casaca que le baila. Calza unas zapatillas rotosas y sus ojos asustadizos revolotean en las órbitas. ¿Por qué tiembla así? ¿Está enfermo o asustado? No atino a decir nada. ¿Cómo es posible que sea él? No se parece lo más mínimo al Mayta de las fotografías. Se diría veinte años menor que aquél.
—Yo quería hablar con Alejandro Mayta —balbuceo.
—Me llamo Alejandro Mayta —responde, con vocecita raquítica. Sus manos, su piel, hasta sus pelos parecen aquejados de desasosiego.
—¿El del asunto de Jauja, con el Alférez Vallejos? —vacilo.
—Ah, no, ese no —exclama, cayendo en cuenta—. Ese ya no está aquí.
[Extracto de Historia de Mayta]
Después descubrió que estaba trabajando en una heladería de Miraflores. «Fui a verlo y se llevó la sorpresa de su vida cuando me acerqué y le dije que había estado pensando en él, escribiendo en cierta forma su biografía a lo largo de los dos últimos años». Absorto, este Mayta abrió los ojos como platos y, cuando lo asimiló, respondió: «Vale, te voy a dar una noche, pero no nos vamos a volver a ver más».
Mario Vargas Llosa y él estuvieron hasta el amanecer conversando en casa de Mario. «Descubrí con gran sorpresa que yo sabía mucho más que él del episodio que había protagonizado. Ese hecho que a mí me había tomado dos años, a él se le había borrado de la memoria». Aunque el entrevistador le mostraba recortes de periódicos al entrevistado, este contestaba de manera equivocada. «Tenía un gran desprecio por la política y no le interesaba nada. Me impresionó y me cambió completamente el final de la novela. Transcribí en el último capítulo el diálogo con este Mayta que nunca volví a ver».
Vargas Llosa se había encontrado con un hombre derrotado por la vida que no tenía ningún entusiasmo ni pasión, salvo una: En la cárcel había formado con otro compañero de prisión un pequeño negocio de venta de frutas; lavaban y limpiaban la fruta para que nadie se fuera a intoxicar comiendo lo que vendían. De hecho, el resto de presos tenían tanta confianza en ellos, que los usaban como banco para guardar su dinero.
En privado para todos los demás
Vargas Llosa cita Borges para zafarse de los periodistas del corazón: «En poesía solo se admite la excelencia». Le acaban de preguntar si le escribe poemas a Isabel Preysler, su actual pareja. Cinco micros, grabadoras y teléfonos móviles apuntan hacia él mientras el resto de la nube de cámaras y alcachofas de gomaespuma están con Isabel. Revolotean como mariposas a punto de ser cazadas. Ahí estaba, en el Espacio Telefónica, en la Gran Vía de Madrid, todo un Premio Nobel de Literatura, sentado, con apariencia tranquila, sin que nadie le molestara demasiado, observando la escena. Y eso que el protagonista del evento era él y su libro Conversación en Princeton.
El día anterior, el escritor estuvo en lo alto del trending topic, en Twitter, porque se había pronunciado sobre la independencia de Cataluña (residió en Barcelona entre el verano de 1970 y mediados de 1974). «Creo que el referéndum no va a tener lugar, es un disparate absurdo y un anacronismo», publicaba la agencia Europa Press el 20 de septiembre. El domingo 8 de octubre, el Nobel encabezaba la marcha por la unidad de España en Barcelona que organizaba Societat Civil Catalana: «Se necesita mucho más que una conjura golpista para destruir lo que han construido quinientos años de historia», leía Mario Vargas Llosa sobre los peligros del nacionalismo en la Estació de França a una multitud abanderada.
Juan Soto Ivars, periodista de El Confidencial y autor de Arden las redes. La poscensura y el nuevo mundo virtual, duda que le importe lo más mínimo a Mario Vargas Llosa lo que digan de él en Twitter, aunque, insiste, habría que preguntárselo a él. «Es muy importante en estos casos medir: Vargas Llosa, [Arturo] Pérez Reverte o Javier Marías, tres señores masacrados por la izquierda tuitera y milenial, son al mismo tiempo tres figuras de prestigio, respetados, con auténticas legiones de seguidores en todo el mundo. Dudo que al lector alemán, francés o norteamericano les haya llegado el ruido de Twitter España. Y dudo que a ellos les quite el sueño lo que digan en Twitter los votantes de Podemos», contesta.
Todas putas
En su libro, Juan Soto Ivars habla, entre otras cosas, del caso de Hernán Migoya (editor de La Cúpula, donde se publicaba la revista gráfica El Víbora) y lo que sucedió con su obra Todas putas, editada por Miriam Tey, dueña de la editorial El Cobre y, en ese momento (2003), directora del Instituto de la Mujer.
Al autor le acusaron —fue La Vanguardia— de una supuesta «apología de la violación» por haber escrito una serie de historias que no tenían la menor relación con la realidad. Dicha «apología» está hecha por un personaje ficticio en el monólogo del primer relato («El violador»). ¿Por qué se sigue confundiendo la ficción con la realidad? Para Soto Ivars hay varias formas de responder a esa pregunta: «La más fácil, y quizás la menos exacta, es el infantilismo. El monstruo sigue con nosotros cuando se apaga la luz, después de que termine el cuento».
Derivada de esta, hay otra respuesta relacionada y algo más profunda: «En la sociedad virtual hemos convertido los significantes en significados, es decir, hemos entregado parte de nuestra identidad a esa marca personal con la que nos mostramos en las redes. Dado que nuestra marca personal y la de aquellos con quienes interactuamos es una ficción, la vida en redes sociales nos induce a una lectura muy literal de todas las ficciones, y a una confusión constante entre la expresión y la identidad. Esto nos lleva al auge de la corrección política, que confunde sistemáticamente la forma con el fondo».
Y la tercera respuesta: «Ante la falta de alternativas al capitalismo económico, la izquierda lucha en términos de guerra cultural, donde las identidades colectivas, bien mezcladas con relatos victimistas antagónicos, lleva directamente a lo que llamo poscensura». El caso de Hernán Migoya, previo a las redes sociales, es un anticipo de lo que venía, pero es mucho más sencillo: el PP iba a ganar unas elecciones autonómicas y el PSOE descubrió los cargos de Miriam Tey (directora del Instituto de la Mujer con José María Aznar).
El 8 de junio de 2003, Mario Vargas Llosa publicaba en Piedra de toque, su tribuna en El País, el texto «Todas putas», donde no solo se limitaba a criticar a los linchadores de Migoya, sino que también señalaba la hipocresía de los escritores que habían repetido lo de la «apología» mientras seguían defendiendo el relato. «Detrás de esta concepción ingenua y confusa de la manera como las ficciones de la literatura influyen en la vida hay, en verdad, un miedo pánico a la libertad», escribía Vargas Llosa.
Migoya dejó España y se fue a Lima después de toda la polémica y, sobre todo, porque le preguntaron en una entrevista cuánta violencia contra la mujer había en su siguiente libro Una, grande y zombi, publicado en 2011. Según le comentó Migoya a Juan Soto Ivars en una entrevista, en Perú (tierra natal de Mario Vargas Llosa) «saben reírse despreocupadamente de cosas que aquí (España) se han convertido en tabú, como la guerra de sexos, pese a que allá el machismo y la violencia contra la mujer son todavía más escalofriantes que en España».
Violencia doméstica (I)
Dora Llosa (madre) y Ernesto J. Vargas (padre) se casaron el 4 de junio de 1935, en el bulevar Parra, hogar de los abuelos. «En la foto que sobrevivió (me la mostrarían muchos años después), se ve a Dorita posando con su vestido blanco de larga cola y tules traslúcidos, con una expresión nada radiante, más bien grave, y en sus grandes ojos oscuros una sombra inquisitiva sobre lo que le depararía el porvenir», recuerda Mario en El pez en el agua. El primer plan era dejar Arequipa y viajar a Lima después de la boda.
La familia vivió en la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Allí se dio a conocer «el mal carácter de Ernesto». Ernesto era un marido carcelero que había prohibido a Dora ver a los amigos y parientes, aunque tenía permiso para visitar a César (cuñado) y a Orieli (cuñada), pero porque eran vecinos en Miraflores.
Ernesto trabajaba como radio-operador de la Panagra (Pan-American Grace Airways). Procedía de una familia muy pobre. A los trece años tuvo que dejar el colegio para ponerse a trabajar y ayudar en casa. Fue aprendiz de zapatero y aprendió radiotelegrafía gracias a su padre, Marcelino Vargas, quien también había maltratado a su propia familia y la había abandonado por la política. Iba y venía en medio de una vida que le había llevado a la cárcel y, después, a la fuga.
Como si de un gen se tratara, ese patrón de comportamiento iba a permanecer en Ernesto, que ya se había convertido en segundo operador de la marina mercante argentina, con la que estuvo cinco años viajando. «De algún modo y por alguna complicada razón, la familia de mi madre llegó a representar para él lo que nunca tuvo o lo que la suya perdió: la estabilidad de un hogar burgués, el firme tramado de relaciones con otras familias semejantes, el referente de una tradición y un cierto distintivo social. Como consecuencia, concibió hacia los Llosa una animadversión que emergía con cualquier pretexto y se volcaba en improperios contra ellos en sus ataques de rabia».
Cuando era niño, Mario no llegó a conocer a Ernesto. Le dijeron que estaba muerto y con eso se quedó. Su padre, en realidad, fue a La Paz por trabajo y dejó a Dora sola en casa, embarazada ya de cinco meses. Su familia, representada por la abuela materna Carmen, decidió ir a Lima para estar con ella, pero fue Ernesto el que se adelantó: «Anda tú a tener el bebé a Arequipa, más bien». Tras la despedida, ni una señal más de vida… hasta pasados diez u once años.
De Arequipa a Cochabamba
Por Lima y Arequipa se habían repartido los restos del naufragio, las habladurías, las palizas y la letra escarlata que a Dorita le habían puesto por ser madre soltera. Los Llosa siguieron al abuelo Pedro por sus negocios con el algodón y se establecieron en el número 168 de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, Bolivia.
Mario Vargas Llosa considera que fue un niño feliz en ese periodo cochabambino, una edad dorada en la que vivía protegido por la familia, tan numerosa que él la llama familia bíblica. En los carnavales de Cochabamba, según recordaba con Joaquín Soler Serrano en A fondo, todo el mundo se pasaba una semana empapado, celebrando con música y bailes el Carnaval de la Concordia. «Uno se preparaba para los carnavales con mucha anticipación. Iba llenando canastas con globos y con unos proyectiles temibles que se llamaban cascarones, que eran huevos vacíos que se rellenaban con agua de colores». También se armaban con chisguetes (una especie de pistola de agua).
En la cara oscura estaban las procesiones de Cochabamba, celebraciones que en la memoria del joven Mario eran hechos muy violentos; los hombres del campo bajaban a la ciudad y participaban en las procesiones esgrimiendo machetes y tirando pequeños proyectiles de dinamita. Lo hacían ebrios, como tónica general. Mario Vargas Llosa dice que ha vivido en un mundo muy violento. Estaba la violencia política y también la social; las dictaduras, las enormes desigualdades, los prejuicios, y «esa falta de integración —añadía— de nuestras sociedades», la misma que se iba a encontrar en el Leoncio Prado durante la adolescencia.
En 1945, la familia vuelve a Perú, en concreto a Piura, en el litoral peruano y al noroeste del país. Ni pasando los meses, Mario Vargas Llosa podía dejar de ser un forastero. Hablaba como un «niñito serrano». Después de la edad dorada de Cochabamba, el niño Mario, a punto para la decena, se iba encontrando fuera de los algodones de la sobreprotección. Era distinto para Piura, para el colegio San Miguel de Piura, y hasta para él mismo.
Violencia doméstica (II)
En Piura, durante el verano de 1946, Dorita le cuenta a su hijo, en el malecón Eguiguren, que tiene un padre y que van a ir a verlo al hotel de Turistas. En realidad, Dorita le estaba tendiendo una emboscada a Mario, pues ella había visto a Ernesto en agosto, en casa de Orieli y César, en Lima.
—¿No me estás mintiendo, mamá?
—¿Crees que te voy a mentir en una cosa así?
—¿De veras está vivo?
—Sí.
—¿Lo voy a ver? ¿Lo voy a conocer? ¿Dónde está, pues?
—Aquí, en Piura. Lo vas a conocer ahora mismo.
[Extracto de El pez en el agua]
Mario no debía decir ni una palabra sobre lo que acababa de saber por su madre. Ernesto no había llamado en diez años, ni siquiera se había molestado en enviar una carta, salvo una que escribió su cuñada Orieli por instrucción suya. Pero ahí estaba, en el hotel de Turistas de Piura, saludando a Dorita y a Mario, a quien besó y abrazó. Aprovechando el alboroto y la alegría desconcertada del pequeño, Ernesto ofreció un paseo en coche (un Ford de color azul). Primero fue el centro de Piura, y después el campo, hasta el kilómetro cincuenta, donde pararían para tomar unos refrescos. Luego llegaron hasta Chiclayo para que «Marito» conociera «la ciudad del arroz con pato», pero el pequeño ya sospechaba.
A la mañana siguiente, luego del desayuno, apenas subimos al Ford azul, él dijo lo que yo sabía muy bien que iba a decir:
—Nos estamos yendo a Lima, Mario.
—Y qué van a decir los abuelos —balbuceé—. La Mamaé, el tío Lucho.
—¿Qué van a decir? —respondió él—. ¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti?
Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión.
[Extracto de El pez en el agua]
El engaño se consumó en Lima. Era el comienzo de la tragedia humana que estaba a punto de vivir Mario Vargas Llosa, con un pie en la niñez y otro en la adolescencia. Así lo relata en El pez en el agua: «Tenía miedo de que ese señor viniera de la oficina con la palidez, las ojeras y la venita abultada de la frente que presagiaban tormenta, y comenzara a insultar a mi mamá, tomándole cuentas por lo que había hecho estos diez años, preguntándole qué puterías había cometido mientras estuvo separada de él. […] Yo sentía pánico. Me temblaban las piernas. Quería volverme chiquito, desaparecer. Y, cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía».
Uno de los peores momentos fue un domingo de misa. Se supone que Mario estaba castigado y no debía salir de casa, pero fue a la parroquia ignorando —creía que el castigo no incluía saltarse la misa— las órdenes de Ernesto. A la salida, su figura violenta pero silenciosa permanecía a los pies del Ford de color azul. Sin decirle nada a su hijo, Ernesto le dio una bofetada que lo tiró al suelo, donde le volvió a pegar. En casa, el padre le continuó agrediendo mientras le obligaba a pedirle perdón. «Me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa».
Y con la violencia llegó el odio. «Un padre resucitado, como el suyo, lesiona. En Vargas Llosa lo masculino conquista. Sabotea su mundo de tías y doncellas, todas rendidas ante el niño dientón y adorable. El padre, al entrar ahí, arrasa. Crea belleza y horror, como el miedo cuando habla», expone Karina Sainz Borgo, periodista de Vozpópuli y Zenda.
Al propio Vargas Llosa le aterraba el sentimiento que tenía hacia su padre, pero la guerra civil que se había desatado en su psique no tenía otra salida. «En las noches, cuando, encogido en mi cama, oyéndolo gritar e insultar a mi madre, deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo, me llenaba de espanto, porque odiar a mi propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría. […] Siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes». En los días de misa, en la parroquia, Mario se acercaba al confesionario abrasado por la culpa y la vergüenza.
Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora del almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla.
[Extracto de La ciudad y los perros]
En una entrevista con Juan Cruz, en 2006, Mario Vargas Llosa explicaba la sensación que tuvo cuando su padre le puso la mano encima por primera vez: «Un día me pegó, y a mí nadie me había pegado nunca, jamás. Eso me desbarató la visión del mundo, me hizo descubrir una forma de violencia, de totalitarismo, y me acrecentó el miedo a la soledad». Conocer a su padre fue decisivo y una experiencia traumática que tuvo consecuencias y desembocaron en su primera novela: La ciudad y los perros.
Los genes no engañan
En 1950, Mario ingresaba en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde haría el tercer y cuarto curso de secundaria, hasta 1951. «Creo que la atmósfera que yo viví en el colegio militar, por las características del colegio, se podía llamar muy violenta. Ahí había chicos de muy distintos sectores sociales, que todos llevaban al colegio sus prejuicios, sus rencores y resentimientos. Todo eso se volvía algo muy explosivo dentro del sistema del internado y del sistema militar que teníamos, en el que se respetaban las jerarquías militares de año a año», recuerda.
Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años —decía su madre—, ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes —insistía la madre—, es cuestión de tiempo». «Lo has educado mal —decía él—, tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer». Luego, las voces se perdieron en un murmullo.
[Extracto de La ciudad y los perros]
De la edad dorada al terror. Mario Vargas Llosa no volvería a estar cerca de sus primas Nancy y Gladys y de la niñez. La relación entre Ernesto y su hijo fue difícil y estaba marcada por la violencia y por la autoridad severa, prima hermana de la disciplina militar. De haber un episodio amable, por así decirlo, Juan Cruz lo tiene claro: «Hay un punto de ternura que queda de esa relación, cuando supo que su padre guardaba en su chaqueta un recorte de lo que Time dijo de uno de sus libros». A pesar de haber estudiado en una escuela militar, Mario Vargas Llosa nunca disparó un arma (llegó a confesarle a Julia Otero que tenía muy mala puntería y que no le divertían nada esas maniobras que hacían).
Perú, como describía el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, es un país muy complejo (a su geografía se refiere), con una selva gigantesca que colinda con Brasil, una costa desértica y el mundo andino, a cinco mil metros de altura. Demasiado lejos del suelo para Mario Vargas Llosa: «América Latina, en mi niñez y en mi juventud, era un mundo de gran violencia», comenta, enfocando la conversación hacia la política, ocupación nada ajena a él. Desencantado por el marxismo y por otras corrientes, acabó iniciando a lo largo de los años su propio camino hacia la presidencia de Perú en 1988 junto con el Frente Democrático, siendo derrotado por Alberto Fujimori en las elecciones de 1990. En 1991, su hijo Álvaro Vargas Llosa, portavoz de aquella campaña electoral, publicaba El diablo en campaña, tomando el título de la frase que el senador comunista Genaro Ledesma dijo sobre su padre: «Vargas Llosa es el diablo».
La muerte rondó desde muy temprano en los desplazamientos de mi padre por el país. A finales de enero de 1989, el avión de la compañía Faucett en el que viajaba a Pucallpa, en la selva, estuvo a punto de volar en pedazos, cuando dos individuos colocaron en la pista de aterrizaje una bomba de dos kilos de dinamita, de aluminio en polvo, clavos de acero y fragmentos de hierro.
[Extracto de El diablo en campaña]
De esa violencia política también salen las dictaduras, situación que refleja en La fiesta del chivo, abordando la historia de la República Dominicana durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.
Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira. Gotitas incansables que, a fuerza de caer y caer, fueron horadando su trujillismo.
[Extracto de La fiesta del chivo]
Un continente son varios países, conviviendo en la desconfianza y en la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias que aquí arrasa América Latina. Karina Sainz nació en Caracas (Venezuela), en 1982, y reside en Madrid desde 2006. Conoce, por historia y por ficción literaria, cómo medran los impulsos por América Latina: «En nuestra tierra todo es violento. Desde la geografía hasta la verticalidad social. La mayor violencia que experimenta don Mario es la clase social a la que pertenece. Él creció en un gineceo que funda —y devasta— su obra. Es decir, a él. O así lo interpreto. Eso, créeme, obedece a un paisaje».
La estudiante Alexandra Aparicio expuso en las clases recogidas en Conversación en Princeton que la situación política que aparece en la novela Historia de Mayta es más violenta de lo que era, en la realidad, el Perú durante los años sesenta.
Con esta teoría, habría que preguntarse si Mario Vargas Llosa exageró la situación violenta del Perú de los sesenta en Historia de Mayta para advertir lo que iba a suceder en el Perú de los ochenta con Sendero Luminoso, reflejado en ¿Quién mató a Palomino Molero?. «Creo que Vargas Llosa es muy periodista; todos sus libros grandes, y ese lo es, proviene, aunque sea lejanamente, de su experiencia como periodista. Él investiga hasta que puede, y no se para ni en la dificultad de los viajes o en la búsqueda de los personajes reales; yo he vivido con él la experiencia de algunos viajes delicados: jamás lo vi echarse atrás, se despertaba antes de la madrugada, no se arredraba ante las dificultades militares o terroristas. Creo que, cuando entra en una historia narrativa, se transforma, por lo que no tiene más remedio que tomársela gravemente en serio», analiza Juan Cruz.
—Me van a matar —gimió la mujer, despacito. Pero no lloraba. En sus ojos secos había odio y miedo animal. Lituma no se atrevía a respirar, le parecía que si se movía o hacía ruido ocurriría algo gravísimo. Vio que el Teniente Silva, con mucha parsimonia, abría su cartuchera. Sacó su pistola y la puso sobre la mesa, apartando las sobras del seco de chabelo. Le acarició el lomo mientras hablaba:
—Nadie le va a tocar un pelo, Doña Lupe. Siempre y cuando nos diga la verdad. Aquí está esto para defenderla, si hace falta.
[Extracto de ¿Quién mató a Palomino Molero?]
Sobre cuánto y de qué modo ha influido la violencia en la obra de Mario Vargas Llosa, Karina ofrece su opinión como lectora: «La violencia de Vargas Llosa es casi genética. Una violencia acomplejada. De esas que se maman. Incluso sin que fuese explícita, acompaña su biografía. Piensa una cosa: cuando don Mario escribía La casa verde, Julia Urquidi había intentado matarse con un bote de pastillas. Lo hizo en París. Lo cuenta ella en su libro Lo que Varguitas no dijo. Él intentaba acabar su manuscrito. Eso marca… mejor dicho, tatúa. Las sociedades inflexibles, estreñidas, como en la que él creció, engendran esas furias». El suceso al que se refiere Karina pertenece al final de la relación sentimental entre Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi (tía política), episodio amoroso que dio pie a La tía Julia y el escribidor.
La periodista María Renée Canelas, en una entrevista pública con Vargas Llosa celebrada en Cochabamba en 1998, desvelaba que en la familia de los Llosa había más de diez casamientos entre primos-hermanos. «Yo estoy seguro —afirmaba el escritor riendo— que hay más. Los Llosa han tenido siempre una tentación terrible por la familia». Su segunda mujer, Patricia Llosa Urquidi, además de ser cochabambina, era sobrina de Julia y prima-hermana de Mario, aunque él cree que no se enamoró por un mandato genético.
Sumergida en esa angustia que no me dejaba pensar con claridad busqué entre los medicamentos que tenía y encontré unas pastillas para dormir que me habían recetado tiempo atrás. No sé cuántas tomé, pero al momento desperté y volví a tomar más. Vacié todo lo que quedaba en el vaso y me las llevé a la boca. Llegado el momento de dejar el hospital, Mario me esperaba afuera: no me dirigió ni una sola palabra de aliento que me hubiera ayudado a vencer la vergüenza que sentía. Mi ansiedad fue vana. Solo me tomó el brazo con torpeza guiándome a la administración y me dijo: Entra y pregunta cuánto se debe por tu ridículo chistecito. Pagamos y salimos.
[Extracto de Lo que Varguitas no dijo]
El Mortadelo de Gabo
La relación de amistad entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez comenzó en 1967 y terminó en 1976. A mediados de los sesenta, Vargas Llosa trabajaba en París, en la radio televisión francesa, en un programa de literatura donde comentaba y analizaba las obras que llegaban a Francia y podían tener repercusión en América Latina. Un día recibió un libro con el título Pas de lettre pour le colonel (El coronel no tiene quien le escriba), de Gabriel García Márquez. «Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará», rememoraba Vargas Llosa. Después, ambos escritores mantuvieron contacto a través de generosas cartas que se enviaban.
El 5 de junio del 67 se lanzaba Cien años de soledad y los dos, al poco tiempo, se encontraron en el aeropuerto de Caracas para asistir a la entrega del premio Rómulo Gallegos por La casa verde: «Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura», analizaba Vargas Llosa con el antropólogo Carlos Granés en los cursos de San Lorenzo de El Escorial.
París los unió más si cabe, como a toda una generación de escritores latinoamericanos, y pasaron por las mismas penas (y glorias) en la capital francesa. «Lo primero que hice al llegar a París fue preguntar por los señores Lacroix en el Hotel de Flandre. Me dijeron que no sabían dónde se habían ido. La semana pasada pasó por aquí Mario Vargas que se hospedó en el Hotel Wetter y cuando entré en ese hotel me encontré con que los administradores eran los mismos señores Lacroix. Y lo formidable es que Mario se encontró en una situación idéntica en 1960 y le dijeron lo mismo, que subiera a la buhardilla, y él también se quedó mucho tiempo sin poder pagar. Gracias a eso yo escribí El coronel no tiene quien le escriba y Mario escribió La ciudad y los perros. París no ha cambiado, soy yo quien ha cambiado», confesaba Gabriel García Márquez a los medios franceses en 1968.
En el 71, Mario Vargas Llosa publicaba Historia de un deicidio, la tesis doctoral sobre Gabriel García Márquez con la que obtuvo el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid (su título original fue García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa).
Al igual que París, Barcelona y la gauche divine configuraron una amistad que no iba a tardar en romperse (compartieron agente editorial, la señora Carmen Balcells). «El que quiera saber, que investigue», se escurría Vargas Llosa siempre que le preguntaban por la repentina enemistad con Gabo. Una de las razones pudo haber sido propiciada por el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla por parte del castrismo, provocando la escisión de los intelectuales latinoamericanos respecto a la Revolución cubana (Mario Vargas Llosa tenía una postura diferente a la de García Márquez, por ejemplo).
Pero hubo más en esta rocambolesca historia. Al margen de las diferencias políticas, los supuestos líos de faldas de Vargas Llosa originaron otro enfrentamiento entre los dos escritores y, hasta entonces, amigos. Las versiones son dispares y confusas, pero todas ponen a Patricia Llosa en medio, que sufría las ausencias de su marido y se apoyaba en el matrimonio formado por Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha.
Al final, la discusión se zanjó con más violencia: El 12 de febrero de 1976, Mario Vargas Llosa aterrizó en Ciudad de México para asistir al estreno de la película La odisea de los Andes, largometraje que él había escrito. En el vestíbulo del Teatro Bellas Artes se encontraba Gabriel García Márquez que, al ver a su amigo, fue hacia él para saludarlo con un «¡Hermanito!» que fue correspondido con un puñetazo de Mario que dejó el ojo izquierdo de Gabo a la funerala. «¡Esto por lo que le dijiste a Patricia!», describen los testigos de la pelea, aunque otros afirman que la frase fue: «¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!». Un sindiós de teorías con otros nombres, viajes, azafatas y habitaciones de hotel. Cuentos con regusto a calcio.
Otra versión de la historia es la que contó el cómico Ignatius Farray en La vida moderna: «Era una amistad histórica la de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez… hasta que sucedió algo en un día concreto en el que perdieron la amistad y nunca se ha sabido por qué. Siempre ha sido un misterio de la literatura». La comedia, sin lugar a dudas, es el nuevo rock and roll.
Alguien dijo que una piedra lanzada por un enemigo no dolía tanto como la pedrada de un amigo. El pintor peruano Fernando de Szyszlo y su esposa, Lila Yábar, tropezaron con la muerte en las escaleras de su propia casa, justo el 9 de octubre de 2017. Él tenía noventa y dos años y ella noventa y seis. A Mario Vargas Llosa le pilló la noticia en Moscú, donde recogía el premio Yásnaia Poliana. Él y Szyszlo (Godi para los amigos) se conocieron en el verano de 1958 y juntos habían cultivado la amistad desde entonces, incluso en los momentos más complicados. «La amistad es tan misteriosa e intensa como el amor», escribía sobre su amigo fallecido.
Talkshockear (agredir con el verbo)
Aunque todo esto represente un tipo de violencia, el propio Mario Vargas Llosa no se decanta por ella, como confiesa: «No tengo, digamos, ninguna inclinación por la violencia. Todo lo contrario, creo ser una persona bastante pacífica. Y, sobre todo, en el campo de la política, creo que la violencia conviene erradicarla». No obstante, incide en la materia: «Seguramente, todas esas violencias, de alguna manera, se transparentan en lo que yo he escrito». Sin embargo, es inevitable dejar ver en esa transparencia los efectos de los golpes físicos y verbales, tanto propios como ajenos. Harold Bloom, profesor de Literatura en la Universidad de Yale y crítico literario de prestigio, así lo confirma: «La violencia me resulta inquietante, pero me parece que es esencial en Vargas Llosa. Sin ella, su obra se debilitaría», contaba por correo electrónico.
La violencia está en la naturaleza, incluso desde pequeños, como las crías de tiburón toro que devoran a sus hermanas aún estando en el vientre materno, como un puñado de hermanos pegándose en un tanatorio de As Burgas (Ourense) por la herencia del padre. También los individuos deformados por la violencia que visten de uniforme o llevan un pasamontañas. La novelista norteamericana Mary McCarthy tenía razón: «Con la violencia olvidamos quiénes somos».
Libros como Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El pez en el agua, Cinco esquinas o El sueño del celta, por poner algunos ejemplos, están basados en hechos históricos, pero violentos. «La violencia es una parte fundamental de la vida en sociedad. Las novelas de Mario Vargas Llosa, como casi toda la buena literatura, nos dan claves para entender la violencia, que en la experiencia es algo irracional y presentan un análisis de la historia que nos permite ver cómo surge la violencia y qué efectos tiene sobre los individuos y sobre la sociedad», argumenta Gallo.
Mientras se escribía este artículo, Nueva York volvía a sufrir un atentado. Con el tiroteo en el festival country Route 91 de Las Vegas todavía reciente, en la página web de El Mundo, donde se publicaba la noticia, alguien, más abajo, comentaba: «Estamos totalmente vendidos, en cualquier parte, en el sitio más insospechado». Hay violencia escondida hasta en las arrugas de la piel.
De repente caía en la cuenta de que pensar era para los atristos, y que los omniosos cuentan con la inspiración y con lo que el dueñor manda.
[Extracto de La naranja mecánica]
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