Wednesday, November 1, 2017

Jot Down Cultural Magazine: La influencia del clima en los comportamientos culturales de la humanidad

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
La influencia del clima en los comportamientos culturales de la humanidad
Nov 1st 2017, 08:28, by José Manuel González de la Cuesta

Bisonte magdaleniense polícromo. Fotografía: Museo de Altamira / D. Rodríguez (CC).

A lo largo de la historia de la Tierra se han producido cambios climáticos que han tenido como resultado una importante variación del paisaje y las condiciones de vida. Cambios de ciclo en las manchas del Sol, variación del eje magnético, grandes terremotos, erupciones volcánicas, etc. Todas ellas de carácter natural, aunque algunas ha habido producidas por fenómenos externos a la dinámica de la naturaleza, como el impacto de meteoritos, en algún caso de consecuencias catastróficas o el actual cambio climático, que está acelerando un previsible cambio de ciclo climatológico, con consecuencias imprevisibles.

Todos estos cambios climáticos han marcado la vida en la Tierra tanto de especies animales como de la humanidad. Lo que nos lleva a hacernos una pregunta: ¿De qué manera afecta el clima a nuestra vida cotidiana, a nuestras necesidades?  

Durante la última glaciación, el Homo sapiens tuvo una evolución muy lenta. Llegó a Europa hace unos 45.000 años y apenas cambiaron sus condiciones de vida de cazadores recolectores durante varios miles de años. Una climatología muy adversa hizo que su existencia fuese muy dura y tuvieran que dedicar todos sus esfuerzos a la lucha por sobrevivir. Fue una sociedad replegada sobre sí misma, que les llevó a construir un mundo cargado de simbología y creencias mágicas y/o religiosas. Este sentimiento de sociedad atemorizada ante lo desconocido tuvo como manifestación artística lo que hoy conocemos como arte rupestre. Fuertemente vinculado —eso es lo que se piensa en la actualidad— a un culto sagrado y mágico, en donde la representación de animales pintados en esos rocosos altares pictóricos era lo habitual, preservados, para nuestra admiración, en el fondo de oscuras cuevas. Ejemplos cercanos los tenemos en la Cueva de Altamira en Cantabria o la de Tito Bustillo en Asturias, que albergan pinturas que comprenden entre 35.000 y 10.000 años de antigüedad.

Al final de la glaciación Würm, que duró la friolera de 70.000 años, la subida de la temperatura y del nivel del mar, provocan una eclosión de nuevas formas de vida, que acaban con el Paleolítico, dando paso al Neolítico y el desarrollo de la agricultura, la ganadería y, en definitiva, al comienzo de nuestra civilización, tal como la conocemos. Es el cambio más importante vivido en los últimos 100.000 años, que abre a la humanidad la puerta de grandes transformaciones que van a durar hasta nuestros días, respetando los diferentes procesos de desarrollo en distintas partes del planeta. Aparece el arte levantino, como mejor ejemplo del arte neolítico. Los mosaicos pictóricos, que siguen teniendo una simbología religiosa, se abren a la luz del cielo abierto y las figuras humanas y sus actividades de caza se convierten en el centro de las representaciones.  El calentamiento del clima hace que irrumpa el antropomorfismo en el arte, como afirmación del hombre que confía en el progreso y su capacidad de alcanzarlo. Qué duda cabe de que la cultura y el arte han sido el reflejo intelectual de esos cambios climáticos.

Un ejemplo de la respuesta cultural a los cambios climáticos se produce en Europa entre los siglos VIII y XIV, un periodo de elevación de la temperaturas, denominado periodo cálido medieval, debido a un ciclo de máximos en la actividad solar que aumentó la temperatura media del continente unos 2 º centígrados. En contra de lo que cierta historiografía oficial, con un profundo interés religioso, ha venido relatando, casi toda la Edad Media fue un periodo de esplendor, de grandes cosechas que aliviaron el hambre de una población en expansión demográfica (en el año 1000 Europa tenía una población de treinta y cinco millones de habitantes, en 1347, cuando la peste negra comenzó a hacer estragos, la población europea era de ochenta y cinco millones), lo que propició el crecimiento de las ciudades y el desarrollo de una cultura urbana, olvidada desde hacía siglos, tras la caída del Imperio romano. Esta vitalidad urbana tuvo como consecuencia una explosión cultural que se tradujo en la construcción de grandes catedrales y la proliferación de maravillosas obras de arte y literarias. No se puede entender el gótico y su intento de acercarse a Dios, con esas grandes edificaciones de arcos apuntados señalando al cielo, sin la seguridad que daba a los hombres y mujeres de la época tener una climatología que les proveía de salud y abundante alimento.

Aunque el clima no se comportó de una manera uniforme. Hubo inviernos muy fríos, copiosas lluvias y sequías, sobre todo en el sur de Europa. En el año 1258 se produjo un descenso térmico excepcional, como resultado de la erupción del volcán Rinjani, en la isla de Lombok (Indonesia), que colmató el cielo europeo de cenizas, provocando un descenso térmico considerable durante varios años. Más adelante hablaremos de otro volcán que fue el responsable de que 1816 pasara a la historia con el sobrenombre de «el año sin verano». A pesar de estas fluctuaciones puntuales, el clima mejoró tanto que un ambiente de confianza y seguridad en el futuro recorrió Europa.

El monje de la orden de Cluny Raoul Glaber define así el optimismo que se vive en la sociedad al traspasar el milenio con la llegada del año mil, frente a las predicciones catastróficas de una parte de la Iglesia, que anunciaba el fin del mundo en una Apocalipsis de fuego y terror, temerosa de perder privilegios y poder terrenal: «Parecía que la propia tierra, como sacudiéndose y liberándose de la vejez, se revistiera toda entera de un blanco manto de iglesias. En aquel tiempo los fieles sustituyeron con edificios mejores casi todas las iglesias de las sedes episcopales, todos los monasterios dedicados a los diversos santos y también los más pequeños oratorios del campo».

La cultura corre de la mano de la expansión de las órdenes monásticas por todo el territorio continental, con la extensión del arte románico a partir del siglo XI y posteriormente el arte gótico, a partir del siglo XIII. Estas dos corrientes artísticas, que engloban arquitectura, pintura y escultura, son la máxima expresión de la cultura medieval, en un tiempo que asiste al nacimiento de las lenguas romances desde el siglo IX, iniciándose el proceso de laicización de la cultura, especialmente la literatura, con los grandes poemas épicos, denominados cantares de gesta: el Cantar del Mio Cid, La canción de Rolando, etc.; las canciones de amor cortés, que los trovadores cantaban ante damas arreboladas de amor y caballeros que disimulaban su azoramiento por la cercanía de sus amadas; los juglares llevaban sus canciones de gesta por pueblos ciudades y aldeas, haciendo las delicias de sus oyentes. La sapiencia de la lectura todavía era algo que no podían alcanzar.

Obras como la Divina comedia, escrita por Dante Alighieri en el primer cuarto del siglo XIV, de un marcado carácter antropocéntrico, al situar al hombre (dicho esto como genérico de la humanidad) en el centro de su vida, siendo él quien tiene que luchar para alcanzar sus propósitos, frente al teocentrismo medieval, que convertía a los humanos en muñecos al albur de los designios de Dios, no habrían podido escribirse si la sociedad de la época no hubiera tenido la suficiente confianza en sí misma como para para situar al hombre en el centro de la vida. Y esto solo podía ser posible gracias a una climatología que propiciaba ese optimismo.

Paisaje de invierno con trampa para pájaros, de Pieter Brueghel el Viejo, 1565.

Del mismo modo el Quattrocento italiano coloca el retrato en un lugar destacado de su interés pictórico o escultórico, porque el hombre es la medida de todas las cosas al ser la obra perfecta de Dios, pensamiento que sitúa a los humanos en el centro del universo como excelsa creación divina, sin el que no se puede entender el Renacimiento como última manifestación cultural surgida de una época de clima benigno y expansión de la sociedad europea, que ve cómo a partir del siglo XV el clima se empieza a enfriar, con una bajada de la temperatura media con respecto a la actualidad de 1,5 a 2 ºC, debido a una disminución de la actividad solar y a un aumento de la actividad volcánica. Como ya se ha dicho antes, tampoco esta fue una etapa de clima uniforme, habiendo años de más frío y otros de más calor, pero generalizando: los veranos disminuyeron sus días, los ríos en invierno se congelaban, y hubo un aumento grande de la humedad y las precipitaciones en forma de nieve, como consecuencia de un enfriamiento general de la atmósfera continental. En nuestra memoria está el recuerdo de los paisajes de nevados de Pieter Brueghel el Viejo o el maravilloso cuadro Paisaje de invierno con trampa para pájaros, de 1565.

La sociedad europea, conforme las condiciones climáticas empeoran, va perdiendo confianza en sí misma, se va encerrando y se produce un retroceso del sentimiento antropocéntrico del Renacimiento, volviendo a un sometimiento del hombre a la voluntad divina. Es la época de la oscuridad del Barroco, del repliegue a las creencias religiosas, de la Inquisición, del Índice de Libros Prohibidos y la intolerancia que tuvo como triste resultado la persecución y el castigo de quienes no se plegaron a los dictados de las autoridades políticas y religiosas. Como ejemplo baste que entre el último cuarto del siglo XVI y el primero del XVII, coincidiendo con una época de frío insoportable, en Europa se quemaron miles de brujas acusadas de ser las causantes de la ola de bajas temperaturas que azotaban el continente.

El momento álgido de la Pequeña Edad de Hielo fue el siglo XVII, que experimentó las temperaturas más frías del último milenio. Fue un siglo de catástrofe y hambrunas, de ruptura del crecimiento demográfico por la elevada mortandad y guerras mortíferas, de desequilibrios sociales… que tiene como esplendorosa manifestación cultural el Barroco. El arte vuelve a manifestar el sentir de la sociedad, sumida en un mundo hostil, y se llena de simbología religiosa, de una tenebrosidad que asusta, de unos colores que se esconden o luchan por sobrevivir bajo un velo de penumbra. Se produce el resurgir de los sentimientos interiores, de las pasiones y la espiritualidad. La gran crisis social que se vive acaba con las certezas del Renacimiento y convierte al hombre en un ser dubitativo y violento, incapaz de encontrar su sitio en el universo que le rodea. Solo le queda buscar consuelo en la religión, en el humor, que le hace reírse de sí mismo —no es de extrañar que en los años de mayor frío, entre 1585 y 1610 apareciera el Quijote, un personaje enloquecido que lucha por devolver al mundo un orden moral desaparecido que ya no volverá— y la representación de la vida cotidiana, ya sea en el arte, mediante un naturalismo que se manifiesta sobre todo en el norte de Europa, o el teatro, que fue la gran expresión artística popular de la época. Ni siquiera la suavización de las temperaturas en el siglo XVIII acabó con esa sensación de abandono y pesimismo que invadía a la sociedad. Solo con la llegada de la Ilustración a mediados de siglo, la creencia en el progreso y el intento de restablecer un orden racional de las cosas, la sociedad, a duras penas, empezó a cambiar. Proceso que será irreversible con un nuevo cambio climático, que viene apuntando desde principios del siglo XVIII, con la suavización de las temperaturas, dando lugar a la Revolución Industrial, que se aceleró a partir de mediados del siglo XIX, cuando el calentamiento atmosférico es ya un hecho irreversible en Europa, que cambió el mundo a lo que hoy conocemos, con la revolución cultural que se produce en el siglo XX.

El influjo de la climatología en el arte y la cultura se puede ver, también, en momentos muy puntuales, que por su brevedad los hace más compresibles, y nos pueden dar una idea más precisa de hasta qué punto es importante.

En el año 1815 se produce la erupción del volcán del Monte Tambora en Indonesia. Fue una de las explosiones volcánicas más potentes de la historia. De dimensiones catastróficas para todo el planeta, provocó grandes destrucciones: se estima que alrededor de cien mil personas murieron tras la explosión. Nunca se había visto nada igual. El sonido del estallido fue tan atronador, que se llegó a escuchar en Yakarta a 1200 km, de distancia. Aquella parte del mundo sufrió un drama devastador, tanto que el poeta chino Li Yuyang escribió unos versos que ya se hicieron famosos al mostrar el sentimiento de impotencia que se produjo en mucha gente:

El agua que se derrama en los aleros me ensordece.
La gente se precipita por la caída de casas por millares.
Es peor que el trabajo de los ladrones.
Los ladrillos se agrietan. Las paredes se caen.

No menores fueron las consecuencias indirectas que provocó la nube de cenizas que cubrió la tierra durante los años siguientes. Una generalizada bajada de las temperaturas y desórdenes climáticos: granizadas en Londres, nevadas en Mallorca, lluvias incesantes en Suiza, frío casi invernal en Madrid, etc., provocaron la pérdida de cosechas, hambrunas en muchos países, enfermedades, crisis económica, migraciones, disturbios, manifestaciones, repliegue, otra vez, a las creencias religiosas, sectas que pregonaban el apocalipsis… un panorama desolador, que hizo que el año 1816 fuese conocido en el hemisferio norte como «el año sin verano».

Esta breve época de hielo también tuvo su manifestación en la cultura. Quizá por accidente, en algunos casos, por necesidad en otros, o por reflejo estético de lo que estaba sucediendo, no pasó inadvertida para el arte. El caso es que de esos años nos ha quedado el legado de grandes obras que se realizaron bajo la impronta del clima. Lord Byron escribe en su poema «Oscuridad», en el que refleja aquel verano oscuro de 1816 pasado en Suiza:

Tuve un sueño que no era del todo un sueño.

El brillante sol se había extinguido y las estrellas
vagaban diluyéndose en el espacio eterno,
sin rayos, sin senderos y la helada tierra
oscilaba ciega y se oscurecía en el aire sin luna;
la mañana llegó y se fue, y llegó, y no trajo
consigo el día…

La erupción del Vesubio, de William Turner, pintado entre 1817 y 1820. Imagen: Yale Center for British Art.

William Turner, el grandísimo pintor británico precursor del impresionismo, nos dejó el relato pictórico de lo sucedido en el cielo de aquellos años. Supo aprovechar la belleza estética de un fenómeno climático anormal, del que no se podría sustraer, como se puede admirar en su cuadro La erupción del Vesubio (1817-1820). La influencia que los intensos atardeceres de aquellos años de frío y ceniza dejaron en el resto de su obra, con los colores ocres, anaranjados, aloques, que se plasmaban en el cielo al filtrarse las rayos solares entre el manto de ceniza del Tambora, creaban una atmósfera irreal, onírica, que dejó una huella de belleza en su arte pictórico y quizá en el impresionismo de los años posteriores.

Resulta anecdótico que el villancico más famosos del mundo tuviese su génesis en el invierno de 1818, cuando el intenso frío rompió el órgano de la iglesia de San Nicolás en Oberndorf (Austria), dejándolo inútil para la celebración de la Misa del Gallo, la noche de Navidad. El párroco Joseph Mohr debió sentir una enorme impotencia, que le impelió a tener que buscar una solución para la misa, que marcaría la historia musical de la Navidad. Le pidió a su amigo Frank Gruber que compusiera una melodía para una letra que tenía escrita desde hacía varios años. Había que salvar los muebles ante los feligreses, aunque fuese un villancico nuevo cantado con el acompañamiento de una guitarra. Pero de aquella feliz idea surgió uno de los villancicos más hermosos que se han escrito jamás: «Noche de Paz». Habrá de agradecérselo al Tambora y al frío polar que barrió Europa en aquellos años de hielo.

El frío hizo que Inglaterra tuviera la década más gélida de los últimos cien años, lo que marcó indudablemente la obra de Charles Dickens, que pasó su infancia durante aquellos inviernos polares que azotaron Londres. El ambiente de frío que plasma en sus obras es posible que tenga que ver con su experiencia infantil, de largos y acerados inviernos.

El clima influyó, y qué duda cabe, en la máxima creación artística que aquellos años dieron al mundo. Es una historia harto conocida, que relató magistralmente Gonzalo Suárez en su película Remando al viento (1988), del verano de 1816 que pasaron en la Villa Diodati a orillas del lago Lemans Lord Byron y un grupo de amigos, entre los que se encontraban Mary Shelley y John W. Polidori. Los numerosos días de lluvia, frío y tormentas, que desbordaron el lago inundando la ciudad de Ginebra, obligaron al grupo de amigos a encerrarse largos periodos en el interior de la casa. Para matar el tiempo a Byron se le ocurrió que cada uno escribiera una novela de terror; ¿cuál sería el estado de ánimo que reinaba en la casa para que todos aceptaran? La conclusión de esta ocurrencia inducida por un clima adverso fuera del contexto estacional fue la génesis de tres obras maestras de la literatura: Mary Shelley escribió Frankenstein —publicada en 1818—, novela gótica precursora de la literatura de ciencia ficción; William Polidori El Vampiro —publicada en 1819—, obra que marca la tradición del vampiro romántico; y Byron escribe «Oscuridad», una oda apocalíptica tras una catástrofe global, influida por el verano que nunca existió.

No cabe duda de que la humanidad y la naturaleza forman un sistema simbiótico en donde nada sucede al azar. Y esa relación marca la vida de los humanos, de la misma manera que la naturaleza se ve resentida cuando el hombre se comporta como un ser irracional que todo lo destruye. Y al igual que los hombres y mujeres reaccionan con respuestas culturales ante los  embates de la naturaleza, esta lo hará cuando se sienta agredida por los humanos. El problema es que desconocemos su respuesta, y eso es lo que produce miedo.

Yo vuelvo a ser ahora
el taciturno que llegó de lejos
envuelto en lluvia fría y en campanas.
Debo a la muerte pura de la tierra
la voluntad de mis germinaciones.

«Jardín de Invierno». Pablo Neruda.

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