Foto: Harrison Weber (CC).
¿Es usted fan de las series? ¿De los que protestan airadamente en Twitter si determinado personaje muere o si en un capítulo no sucede lo que le gustaría, y desea que un doloroso trending topic plasmado de opiniones negativas fuerce a los guionistas a rectificar sus desmanes? Pues bien, el futuro podría traerle malas noticias. Existe la posibilidad, aunque aún remota, de que los creadores de series se centren más en la coherencia artística y no en los arrebatos multitudinarios de las redes sociales.
Los adolescentes utilizan un término muy gracioso para referirse a la comunidad de fans de un determinado cantante o algún grupo musical, un término que se ha hecho popular incluso en España: fandom. Ya saben, sobre todo si tienen ustedes hijas, hermanas o sobrinas pequeñas, quizá estén familiarizados con frases como «El fandom de Justin Bieber es el mejor» o «Katy Perry sí que sabe cuidar a su fandom», cosas así. La sociología que hay detrás del fenómeno no es muy complicada; les proporciona un sentimiento de pertenencia que se ha exacerbado con la existencia de las redes sociales cibernéticas, pero que en realidad ha existido desde hace muchas décadas. La prensa musical lleva explotando la psicología del fandom por lo menos desde los años sesenta, con aquellas absurdas campañas en plan «¿Eres de los Beatles o de los Stones?». Nada nuevo. Tampoco se diferencia mucho del forofismo futbolístico, el otro gran fandom tradicional. Lo que ambos tienen en común es una amplia base de consumidores que permite perpetuar un negocio de grandes dimensiones. Incluso cuando la industria discográfica se ha desplomado, todavía hay artistas que ingresan muchos millones gracias a la explotación de un mercado de fandoms que garantiza años de pingües beneficios. Primero se capta a un público adolescente que es poco exigente con la calidad musical del producto y después, cuando ese público ya ha crecido y (a veces) quiere escuchar cosas más elaboradas, se juega con su nostalgia y con el inquietante hecho de que una gran popularidad puede terminar traduciéndose en una respetabilidad artística duradera. En definitiva: el fenómeno fan es rentable siempre que se dirija a un amplio segmento de público.
Otros fandoms más minoritarios han permitido mantener industrias culturales minoritarias pero, por causa de su número más escaso y su más escaso poder, han sido maltratados sin piedad por esas mismas industrias a las que mantienen. El mejor ejemplo es el de los consumidores de cómics de superhéroes. Marvel y DC han tenido un público fiel durante décadas, pero no es un público lo bastante grande como para merecer una atención personalizada. Eran un público entregado que estaba dispuesto a comprar cualquier cosa que editasen sobre sus personajes favoritos. Sin embargo, desde el momento en que los superhéroes demostraron ser enormemente rentables en la pantalla grande, la opinión de los consumidores de cómics pasó a importar un soberano pimiento. Lo importante, de repente, era contentar a un público cinematográfico cuyas demandas eran bien distintas. DC y Marvel han terminado ajustando sus publicaciones a los requerimientos puntuales que imponen las modas cinematográficas, y tenemos desde personajes que eran secundarios en el universo cómic pero que se han convertido en iconos de la pantalla (Iron Man, Guardianes de la Galaxia, Deadpool, etc.), y por tanto la industria del tebeo ha empezado a girar en torno a ellos en detrimento de otros personajes más clásicos, hasta momentos en que la industria del cómic ha llegado a matar a sus antiguos iconos: recuerden cuando el cine hizo que Batman ascendiese al trono de los superhéroes y el antaño sacrosanto Superman fue aniquilado sobre el papel, aunque resucitase más tarde. Era la única jugada publicitaria que merecía atención sobre un personaje que ya ni en el cine era relevante.
Sea como fuere, el fandom del tebeo no pinta nada. El mejor resumen de esto lo hizo Joss Whedon, que fue un icono del público friki gracias a series televisivas como Buffy la cazavampiros y la maravillosa Firefly, una de las mejores y más divertidas series de ciencia ficción que han aparecido en décadas, pero que fue cancelada debido a sus bajas audiencias. Whedon sabe lo que es que sus proyectos más personales no sean siempre apreciados. Firefly podría haber cuajado en un sector muy amplio del público, porque ni siquiera era una serie difícil o sin vocación comercial, pero solo interesó a una minoría adicta al género. Pues bien, cuando Whedon dirigió la película Los vengadores, basada en los tebeos de Marvel, le preguntaron si había intentado complacer a los lectores habituales de aquellos tebeos. Su respuesta no pudo ser más significativa: «Cuando diriges una película de superhéroes, ¡los lectores de cómics son los últimos que deberían preocuparte!». Dicho de otro modo: no hay suficientes lectores de cómics en el mundo para garantizar un éxito de taquilla, así que su opinión es lo de menos.
La televisión también se deja influir por la demanda, pero es una industria cuyo funcionamiento resulta más difícil de analizar que la de los cómics, la música e incluso el cine. Eso se nota mucho en su producto más prestigioso, las series de ficción. Van y vienen; por épocas las emisoras buscan crear imagen de marca mediante la calidad, o contentar a los fans. Hoy, debido a la efervescencia de las redes sociales y el ruido que generan, los creadores de series están decantándose lentamente hacia el segundo polo. Pero la tendencia podría variar, aunque no es nada sencillo explicar el por qué.
El fandom de las series y el fan service
Ya explicamos en su momento por qué las series terminaron plantándole cara al cine como referencia audiovisual de prestigio. Fue un proceso que se originó, cómo no, en los Estados Unidos. Un proceso que duró décadas y que tuvo que ver con la evolución de la oferta televisiva —sobre todo el auge de la TV por cable—, con las innovadoras mediciones de audiencias por segmentos de edad y poder adquisitivo, y con la consiguiente respuesta de los anunciantes que buscaban satisfacer a un sector determinado del público por encima del resto. Habían descubierto que había gente que prefería ver series de mayor calidad emitidas en emisoras pequeñas y de pago como HBO, antes que las series tradicionales producidas por las grandes cadenas en abierto. En aquel artículo describimos con mucho detalle la manera en que las series se convirtieron en el «nuevo cine».
Desde hace unos años ha comenzado un proceso contrario, provocado por el fenómeno de los fandoms que han surgido en torno a las series más populares. Si usted sigue la prensa que analiza televisión, habrá leído infinidad de artículos sobre la influencia que los fans acérrimos ejercen sobre los guionistas y productores. Quienes elaboran series de éxito intentan evitar que esos seguidores se solivianten, sobre todo desde que internet favorece que cualquier traspié se magnifique y se convierta en una incómoda crisis de relaciones públicas en forma de trending topic. Crisis que casi siempre son provocadas por tonterías, pero que de igual modo levantan una polvareda considerable. Antes de internet, los críticos apenas tenían influencia sobre lo que hacían las cadenas, pero con las redes sociales todo el público está compuesto de críticos, y como se pongan de acuerdo en que algo no les gusta pueden convertirse en una fuerza terrible. Como consecuencia, los creadores de series han ido cayendo en lo que se llama fan service, «servicio a los fans», que consiste en elaborar sus productos pensando en que los adictos al programa piden, y no tanto en lo que los creadores consideran decisiones artísticas coherentes. El objetivo final es que los fans no se cabreen con la cadena —no está tan claro que hubiese provocado un bajón de audiencia, pues durante las primeras temporadas se cargaban personajes principales con sangrienta regularidad—, pero la consecuencia más directa es que las series van perdiendo calidad porque la coherencia narrativa pasa a un segundo plano.
Juego de Tronos. Imagen HBO.
El fan service tiene pues un importante efecto colateral. Tenemos una serie que empezó tan bien como Juego de Tronos en la que (y aquí viene un ligero semispoiler) hemos visto cómo resucitaban a un personaje popular, en un lamentable ejercicio de fan service, y después, para añadir insulto a la herida, hemos visto a ese mismo personaje ser salvado de la muerte in extremis de la manera más inverosímil imaginable, desperdiciando una secuencia que podría haberse convertido en la muerte gloriosa de ese personaje, por lo demás bastante insulso salvo para su fandom adolescente de rigor. Este tipo de jugadas de guion pueden chocar a quienes veían Juego de Tronos por su calidad y no por la mera inercia del fan acérrimo, pero es a este último al que los creadores intentan complacer. Si quieren a determinado personaje en pantalla, se lo resucita y punto. Es lo que Dallas hizo en su día, con la diferencia de que Dallas era un culebrón que no gozaba de prestigio artístico alguno ni siquiera en su época, y Juego de Tronos fue, al menos durante unos años, un producto de mucha calidad, considerado puntero en su género. Hasta HBO ha terminado temiendo, como todas las demás cadenas, la furia del fan. Conoce esa furia desde hace mucho. Recuerden el cisco que se armó cuando se emitió el último episodio de Los Soprano, y eso que Twitter no era nada parecido a lo que es hoy. El creador de la serie, David Chase, concibió uno de los finales más brillantes en la historia de la televisión. ¿El problema? Que no era un final masticadito y requería de la reflexión del espectador. El propio Chase sabía, antes de que fuese emitida, que la antológica secuencia final de la serie, imposible de entender en un primer visionado a menos que uno se quede pensando sobre lo que acaba de pasar, iba a levantar muchas ampollas. Por eso decidió permanecer ilocalizable el día de la emisión y los posteriores, mientras hordas de telespectadores insatisfechos colapsaban la web de HBO con sus avinagradas quejas. Años después ya nadie duda de que aquello fue una genialidad de Chase, pero… ¿en su día? ¡Estoy seguro de que había gente dispuesta a linchar al pobre hombre por no cerrar la serie más popular del momento con un final «como Dios manda»!
Ahora, con Twitter, la furia del fandom es más que temible. Siempre que ese fandom sea grande, claro. Cuando HBO canceló una serie tan espectacularmente buena como Deadwood y emitió un último episodio rodado a toda prisa y escrito de manera chapucera —el único episodio flojo de la serie—, la cadena apenas oyó en la distancia el ahogado gemido de un pequeño, muy pequeño, grupo de seguidores, tan dignos de consideración como los lectores de tebeos. La serie no tuvo siquiera un largometraje que cerrase bien su argumento, a pesar de que todos los implicados (actores, guionistas, técnicos) estaban dispuestos a hacerlo; es más, ellos mismos lo pedían a gritos. Pero no había un colosal fandom detrás, colapsando páginas web y líneas telefónicas, o inundando las redes con sus pavorosos aullidos.
Podría parecer que el fandom de determinadas series tiene, pues, la sartén por el mango. Vean lo que ha sucedido con The Big Bang Theory, que al principio era una comedia ligera, sí, y poco ambiciosa, pero que podía satisfacer a casi cualquier tipo de espectador porque tenía un buen balance de ingredientes. Nadie pedía que fuese una obra maestra ni que pareciese escrita por Billy Wilder. Bastaba con mantener un adecuado equilibrio entre humor y pequeñas dosis de romances imposibles. El equilibrio, claro, terminó rompiéndose para intentar satisfacer al segmento mayoritario de espectadores, que demandaba más romance y más mimitos narrativos para alimentar sus crecientes vínculos emocionales con los personajes. Está claro que en The Big Bang Theory nunca van a matar a nadie, no es Juego de Tronos, pero el que los personajes deben ser cada vez más amables ha terminado cargándose la serie en el plano artístico. Este es un mal que asola a muchas comedias, aunque hay ejemplos notorios de lo contrario. Para que vean que en España, cuando se quiere, se pueden tomar buenas decisiones artísticas, ahí tienen La que se avecina. Podrá gustarles la serie o no (a mí me divierte mucho, sobre todo las temporadas centrales) pero incluso sus detractores tendrán que reconocer una cosa: esa serie no padece el mal de The Big Bang Theory. Al revés: los personajes de La que se avecina están cada vez más desquiciados y las historias son cada vez más disfuncionales. Esto se debe quizá a que la serie tiene un público mayoritariamente adulto que saldría en estampida si empezase a ablandarse todo. En cualquier caso, valga ese ejemplo (¡y encima español!) como excepción a la regla. Pero es una excepción. El síndrome Big Bang Theory o el síndrome Juego de Tronos suelen ser un mal inevitable en cuanto una serie se hace muy popular.
Todo esto podría empezar a cambiar, sin embargo. La dictadura de los fandom sobre determinadas series es algo que da mucho que hablar en prensa pero que podría terminar siendo cosa del pasado. ¿El motivo? Como de costumbre, el funcionamiento de la propia industria televisiva estadounidense.
El papel que juegan las series en la televisión de los Estados Unidos
Como sabemos, en Estados Unidos existen dos tipos de cadenas: las que emiten en abierto para todo el mundo (NBC, CBS, ABC, Fox, y la más reciente The CW), y las de suscripción, sean cable o Internet (HBO, Showtime, AMC, FX, etc.). Tradicionalmente, a las primeras les interesa reunir cuanta más audiencia mejor, porque trabajan para los anunciantes. A las segundas les interesa dirigirse a un público más reducido y exigente, pero que pagará los programas de su bolsillo y hará menos necesaria la publicidad.
De todos los formatos televisivos, la ficción es el más caro de producir. Algunas cadenas de pago invierten mucho en ficción porque constituye su principal fuente de atracción de suscriptores. Nadie pagaría una cuota para ver concursos, pero sí hay gente que la paga para ver series de calidad. En este sentido, la imagen de marca es muy importante para esas cadenas. Si HBO emitió una serie como The Wire no lo hizo esperando cosechar grandes audiencias, que la serie nunca las tuvo, sino generar imagen de marca. Y la jugada funcionó. No solamente sigue siendo considerada una de las mejores series de la historia sino que terminó de consolidar el estatus de HBO como productora de ficción de calidad, un prestigio que ya había empezado a cimentar con la mucho más popular Los Soprano. En su momento The Wire fue poco vista pero tuvo tan buena prensa que ayudó a atraer hacia HBO los segmentos más exigentes del público, aquellos dispuestos a pagar por una ficción mejor que la que obtenían de las cadenas en abierto.
Foto: Thomas Hawk (CC)
Quizá sea bueno explicar por qué las cadenas en abierto siguen invirtiendo en ficción cuando pueden obtener grandes audiencias con programas mucho más baratos: noticiarios, talk shows, concursos, reality shows, etc. Y por supuesto con los deportes. Hay varias claves para explicarlo. Una, que el público es un animal de costumbres y los programadores tienen comprobado que la gente prefiere ver series en determinadas franjas horarias. Las series son caras, pero hay que ofrecerlas; no olvidemos que la competición entre las cadenas en abierto es feroz y, por ahora, las series en abierto continúan siendo efectivas. De hecho siempre se cuelan varias series entre los treinta programas más vistos de cada temporada. Si vemos la última temporada televisiva completada, la 2015-2016, vemos que la CBS —la gran especialista en explotar la ficción gratuita hoy— tuvo grandes éxitos con series como The Big Bang Theory, The Good Wife o Mentes Criminales, bastante famosas en España, y también con otras menos conocidas aquí como Blue Bloods, Madam Secretary, Scorpion, Life in Pieces o la nueva versión de Hawaii 5-0.
Tienen éxito incluso algunas que en España nos resultan insospechadas: usted, mientras cambia de canal, quizá se haya topado alguna vez con la serie Navy: investigación criminal y se haya preguntado por qué demonios la emiten y quién demonios la ve. Pues bien, en Estados Unidos es una baza segura para la CBS y llegó a ser la serie de ficción con mejores audiencias en el 2013. En menor medida, las demás cadenas generalistas también han cosechado éxitos de ficción: si repasamos esa misma temporada triunfante de la CBS, Fox tenía Empire o el renacimiento de Expediente X; NBC tenía Blindspot o The Blacklist; ABC tenía Anatomía de Grey y Scandal. Pocas de esas series pueden competir en calidad con lo que ofrecen las emisoras de pago, pero todas ellas tienen mucho público y compiten con reality shows y demás. Por supuesto hay muchas series que fracasan y las cadenas en abierto pierden dinero con ellas, pero cuando alguna, como las mencionadas, sube muy alto en las listas, lo compensa.
Otro buen motivo para que las cadenas en abierto inviertan en ficción es que es el producto más fácil de exportar al extranjero. No pueden sacar gran beneficio exportando sus concursos o reality shows. Algunos se emiten en el extranjero, pero en horarios raros o canales minoritarios. El otro día descubrí un concurso en plan Top Chef; aunque Top Chef me aburre mucho, este otro programa me pareció fascinante porque los concursantes eran ¡fabricantes de espadas! Increíble. También me lo he pasado en grande con episodios de Pesca radical, donde en realidad siempre vemos lo mismo: cangrejeros tirando jaulas al mar en mitad de tempestades de nieve. A otros les gustan los programas de subastas, o la versión original de Pesadilla en la cocina, o qué sé yo. Pero estos programas son una exportación barata porque son vistos por poca gente, a menudo por mera curiosidad, y no tienen grandes índices de fidelidad entre la audiencia. Si piensan ustedes en los programas de producción estadounidense que de verdad son populares en horarios estelares de mercados como Europa, Asia, Centroamérica y Sudamérica, verán que todos son series de ficción. Las series constituyen el gran producto de exportación de la industria televisiva estadounidense. CBS ha vendido The Big Bang Theory a medio mundo, y ni hablemos de la carrera comercial internacional que Fox hay obtenido durante décadas con Los Simpsons. Hay muchos ejemplos. Con estas series no importa tanto la calidad como el conseguir una audiencia amplia; esos dos ejemplos han seguido funcionando internacionalmente cuando ya su calidad se había desplomado. Todo el modelo de exportaciones, sin embargo, está sujeto a un proceso de declive.
El fin del monopolio de las series americanas
Desde principios de siglo, algunas voces en prensa anunciaban el declive del imperio internacional de las series estadounidenses, que por entonces no era tan evidente como ahora. Cuando hablamos de «declive», obviamente, no queremos decir que las series americanas han dejado de ser las más importantes, porque lo siguen siendo. Pero ya no dominan los espacios prime time de las emisoras en otros países, lo cual implica que como exportaciones ya no generan tantos ingresos como antaño. ¿Por qué se produce ese declive?
Estados Unidos es uno de los pocos países, por no decir el único, cuya industria televisiva ha sido totalmente privada y comercial desde los inicios. No existe nada parecido a la televisión pública como la entendemos aquí (y que deberíamos llamar «televisión gubernamental»). En USA tienen la PBS, que es una red de emisoras de acceso público. Es decir, que si usted quiere emitir un programa, se reserva un espacio en la PBS y será visto por la red local de su región. PBS no es RTVE. Nadie controla la programación desde Washington, no hay telediarios alabando al presidente ni nada por el estilo. Ni siquiera es como la BBC, controlada por un comité de técnicos. La PBS es una televisión pública en el sentido más estricto del término, porque pertenece al pueblo. Pero precisamente por ello es una televisión secundaria, que sirve para pasar el rato viendo programas cutres o extraños realizados por individuos anónimos, pero que nunca producirá algo tan elaborado como Isabel. En Eestaods Unidos, pues, la televisión siempre fue un negocio y, salvo el extraño mundillo de la PBS, nada más que un negocio.
Aparte de la primacía tecnológica, el carácter totalmente comercial de la televisión privada estadounidense y la pelea por la audiencia que protagonizaron durante décadas las tres cadenas clásicas (NBC, CBS, ABC) puso aquella industria televisiva muchos años por delante del resto del mundo. Hoy, un espectador muy joven ve una serie estadounidense de los cincuenta, incluso de los ochenta, y le parecerá que los valores de producción son mucho más bajos que en la actualidad, casi risibles en muchos casos. Y es cierto, pero en aquellos tiempos ningún otro país podía producir series equiparables a las estadounidenses. Las británicas, por ejemplo, estaban mejor escritas a veces, pero contaban con muchos menos medios técnicos. En otros países las televisiones pertenecían al Gobierno o recibían subvenciones públicas. No había motivo alguno para que intentasen competir de tú a tú con los americanos, cuyas series se emitían en horario estelar en medio mundo, sin que las series locales pudieran plantar cara. En tiempos, era lo más habitual que cadenas europeas o de otros lugares del mundo emitiesen una serie americana en prime time.
El panorama cambió cuando empezaron a aparecer cadenas privadas en esos mismos países, bien por concesión de nuevas licencias o por la privatización de las que habían sido gubernamentales. Cuando las subvenciones empezaron a desaparecer, las diferentes industrias televisivas nacionales se pusieran las pilas y descubrieron que necesitaban producir programas de éxito propios, incluyendo series. Descubrieron que resultaba más rentable producir ficción, aunque fuese costosa, y quedarse con todos los beneficios, que comprar ficción estadounidense. El resultado es el que ya conocemos: en 2017 a nadie le sorprende que series venidas de países muy diversos compitan en cuanto a calidad con las americanas. Todavía no en igualdad de condiciones —los americanos siguen teniendo más pasta, claro—, pero no les andan muy lejos. Así, en muchos países (desde luego en toda Europa occidental) las series nacionales dominan el panorama de las emisiones en vivo. La televisión estadounidense aún es la primera potencia exportadora, pero su cuota de mercado va reduciéndose. Para colmo, internet favorece que series que antes nunca salían de sus respectivos países (Francia, Italia, Dinamarca, Suecia, etc.) empiecen a ser conocidas por un público internacional. En España ya hay bastante gente que ve series danesas o italianas, algo impensable no hace tanto tiempo. También era impensable ver tantas adaptaciones estadounidenses de series extranjeras, o, aún más significativo, que series como True Detective imitaran tan descaradamente aquello que se hacía en Europa. Así pues, los estadounidenses han de tener en cuenta, cuando realizan sus series, que el mercado mundial ya no es un paseo como antaño. Si quieren seguir vendiendo, no pueden descuidar del todo la calidad.
La medición de las audiencias
Foto: DP.
Otro factor que podría influir en el futuro desarrollo de las series es el cambio en los métodos de medición de audiencia. O, mejor dicho, la constante lucha que mantienen emisoras estadounidenses y anunciantes por decidir cuál será el método sobre el que basarán los contratos de publicidad que les atan. Cuando ustedes leen o escuchan hablar de audiencias, se suele mencionar el número total de espectadores que ven un programa en el momento de su emisión. Así, en bruto: «tal programa lo vieron tantos millones de personas». Este índice de audiencia general es la manera más sencilla y directa de tratar el asunto. Es como el PIB, el IPC, o la renta per capita: una cifra que solamente da el cuadro general, sin entrar en detalles, pero que casi siempre nos basta para hablar del éxito de un programa. La cosa, sin embargo, cambia bastante cuando queremos indagar en el funcionamiento de la industria televisiva estadounidense.
En la televisión americana hay tres grandes agentes: las cadenas, las empresas anunciantes y la empresa Nielsen, encargada de medir las audiencias. Por decirlo de manera fácil, los anunciantes pagan a las cadenas para emitir publicidad durante un programa, y el precio de esa publicidad lo determinará el índice de audiencia medido por la empresa Nielsen, que ejerce como árbitro supuestamente imparcial entre sus dos principales clientes. El problema es que desde la irrupción de la TV digital, las cadenas y anunciantes no se ponen de acuerdo en cómo debe Nielsen medir la audiencia. La TV digital permite que mucha gente grabe los programas para verlos más adelante (lo que llaman time shifting) con idéntica calidad sin los molestos inconvenientes de las viejas cintas de vídeo. Esos televidentes tardíos no eran contabilizados en los índices de audiencia tradicionales y las cadenas afirmaban que estaban cobrando de menos por sus espacios publicitarios. Los anunciantes, sin embargo, decían que la mayoría de esos televidentes que practican time shifting no iban a ver los anuncios, porque los rebobinarían, y que por tanto no eran telespectadores por los que deberían pagar. Para intentar remediar este desencuentro, en 2006 se adoptó un nuevo sistema que medía la audiencia que tienen los anuncios durante la emisión en vivo de un programa, pero que también contabiliza aquellos espectadores que usan el DVR (grabadora de vídeo digital) para verlo durante los días siguientes. Había dos versiones: el C3 (commercial 3), que mide la emisión inicial y las reproducciones DVR de los tres días siguientes. Y el C7, que hace lo mismo pero a siete días. Esto, en principio, favorecía a las cadenas, pues los anunciantes debían pagar un plus por aquellos espectadores que hacían time shifting a tres o siete días.
Las cadenas, sin embargo, no han quedado contentas. Mediante sus sistemas internos de medición de audiencias —no dependientes de Nielsen—, han estimado que un programa grabado puede ser visto semanas después de su emisión, incluso un mes más tarde. También han descubierto la frecuente práctica del binge watching, esto es, cuando un espectador graba muchos episodios de un programa para verlos de tirón en algún día festivo. La CBS, cuyo equipo de análisis sociológico está considerado el mejor de entre todas las cadenas, afirma que lo justo sería implantar un sistema C25 o incluso uno C30. Esto es, que se contabilice como audiencia efectiva la que hace time shifting hasta un mes después, pero que nadie sabe muy bien cómo medir. El presidente de CBS, Les Moonves, dice que el cambio llegará por mucho que los anunciantes se resistan, aunque pocos anunciantes parecen compartir esa opinión. El conflicto está servido de nuevo. Las cadenas dicen que Nielsen no está consiguiendo ir a la par con la diversidad de dispositivos tecnológicos, ni con los nuevos usos y costumbres del espectador, y que por ello no consigue registrar toda la audiencia. Los anunciantes siguen insistiendo en que los datos del DVR no les interesan, porque ahí nadie ve los anuncios. La presión, al final, recae sobre Nielsen, que trabaja por igual para cadenas y anunciantes (entre sus mejores clientes están CBS y 20th Century Fox, pero también las compañías alimentarias Coca Cola y Nestlé, o el gigante de la distribución Procter & Gamble).
Cabe decir que el futuro de Nielsen no parece en entredicho. Las cadenas están descontentas, pero también lo estaban en los ochenta, los noventa… y mientras tanto Nielsen ejerce el monopolio desde hace décadas. Es difícil de entender por qué no existen alternativas a Nielsen, cuando las cadenas llevan décadas desconfiando de sus índices. Quizá la única explicación es que Nielsen está ahí desde los inicios de la propia televisión, que es una institución poco querida para la industria pero indiscutida por el público, que ha adoptado la expresión Nielsen ratings como sinónimo de «audiencia televisiva». Apenas han existido intentos de competir con Nielsen en esa labor. Arbitron, su antiguo equivalente en las audiencias radiofónicas, diseñó a finales de los ochenta un ambicioso proyecto llamado Scan America, para introducirse en el mercado de las mediciones televisivas. Pretendía conocer no solo qué programas veía la gente, sino cuáles de los productos anunciados compraba, lo que suponía un enfoque revolucionario. Lanzado a gran escala en 1991, el proyecto se estrelló muy pronto con la cruda realidad. Ninguno de aquellos grandes clientes de Nielsen —ni siquiera las cadenas que ya entonces se quejaban de su fiabilidad— mostró interés por Scan America, que en 1992 ya era historia.
¿Cómo acabó todo? Con más monopolio todavía. Veinte años después del fracaso de Scan America, Nielsen compró la propia Arbitron, rebautizándola como Nielsen Audio, con lo que pasó a dominar también las mediciones de audiencia en la radio. Pocos se han intentado oponer de manera efectiva a ese monopolio de Nielsen y desde luego no cuentan con la ayuda de las autoridades. Un buen ejemplo: una pequeña productora televisiva de Florida, Sunbeam Television, demandó a Nielsen por prácticas monopolísticas en 2011, pero la sentencia del juez (dictada en 2013, ¡el mismo año en que Nielsen compraba Arbitron y extendía su monopolio a la radio!) desestimaba la demanda. El juez calificaba a Nielsen como monopolio de facto y en el escrito de la sentencia reflejaba que la propia Nielsen había reconocido serlo también, pero no veía nada ilegal en ello, pese a la legislación antitrust, porque no parecía haber competidores a los que hubiese apartado de su camino. En otras palabras, Nielsen es intocable. Al menos por ahora. Está por ver qué puede hacer ComScore, empresa que mide audiencias en internet y que parece interesada en asaltar la posición televisiva de Nielsen, pero que tampoco lo tendrá fácil. El tiempo lo dirá.
Pues bien, pese al monopolio, o quizá por su causa, la llegada de la TV digital pilló a Nielsen a contrapié. Su departamento tecnológico se había quedado repentinamente anticuado. Las cadenas empezaron a pronunciar nuevas quejas sobre lo que consideraban una metodología obsoleta. Por ejemplo, en Estados Unidos existen unos cien millones de hogares con televisión digital pero los «hogares muestra» de Nielsen son unos cuarenta mil en todo el país, según la propia compañía, y los aparatos medidores de Nielsen no tienen en cuenta que las costumbres de los televidentes han cambiado mucho. Antes las familias veían juntas la televisión, pero en casi todos los hogares actuales hay más de un aparato receptor, ya sean televisores, ordenadores, tablets o smartphones. Además de no tener en cuenta la disgregación del público incluso dentro de cada hogar, no se incluyen emisiones en internet con poca publicidad (las ofertas «a la carta» de las cadenas), o con publicidad alternativa (Hulu, etc.), o sin publicidad (Netflix, etc). La nueva discusión, por ahora no resuelta, estriba en averiguar qué cantidad de público están dejando fuera los anticuados métodos de Nielsen. Las cadenas afirman que Nielsen tiene un «punto ciego» que deja fuera un porcentaje significativo de audiencia. La mayoría de anunciantes dice que lo importante es la gente que ve los programas en vivo, aunque haya hecho concesiones como el C3 y el C7. Y Nielsen solo es capaz de responder con un embarazoso «no lo sabemos pero estamos trabajando en ello».
Foto: Mike Blake /Cordon.
El aprieto de Nielsen es considerable, porque hasta algunas empresas anunciantes que se salen de la norma pero cuya voz ha de ser escuchada le están exigiendo que se modernice. Por ejemplo, el gigante Fiat Chrysler Automobile. Al contrario que a otros anunciantes, a Chrysler no le preocupa reparar en gastos —más de setecientos cincuenta millones de dólares invertidos en anuncios televisivos durante 2016—, pero sí quiere saber exactamente en qué están invirtiendo su dinero, por lo que demanda unas metodologías de medición más modernas que Nielsen se está afanando por desarrollar. Ha anunciado grandes novedades para 2017, pero nadie cree que Nielsen vaya a ponerse al día antes de varios años. Suponiendo que continúen con el esfuerzo de modernización, claro.
De estas audiencias, aquellas series
Mientras escribo estas líneas, la cuestión continúa candente. Y es el cómo se resuelva lo que podría tener influencia sobre la manera en que se hagan las futuras series estadounidenses. Hoy se cuida mucho el fan service, y las cadenas, tanto abiertas como de pago, tienen muy en cuenta el ruido que se genera en las redes sociales tras la emisión de cada episodio o al final de cada temporada. Es por eso que ciertos personajes nunca mueren, o que antes de morir son usados como carnaza en cliffhangers de lo más inane, o que determinados romances acaban por arruinar ciertas comedias. Es por eso que HBO ya no es tan HBO como antes. Pero mientras los índices se mantengan y haya una legión de fans que se deshaga en elogios en Twitter, Facebook, YouTube o comentarios de artículos online, los ejecutivos de las cadenas se darán por satisfechos por más que los molestos críticos o algún sector minoritario de los televidentes considere que la calidad artística está en retroceso. Hay que darle al público lo que el público quiere. Y «el público» es la mayoría ruidosa.
¿Cómo podría cambiar esto? Para empezar, no sabemos aún si cambiará, eso hay que dejarlo claro. Dependerá, como digo, de lo que se decida en torno a los nuevos métodos de medición. Pero si llega a cambiar alguna vez, lo hará de manera parecida a como sucedió durante los años setenta gracias a las mediciones segmentadas por edades y poder adquisitivo, o a final de los noventa gracias al auge del cable. Lo que podría cambiar sería el concepto de cuál es el público al que dirigir las series. Eso, y no ninguna otra cosa, es lo que determina cómo son las series en cada época. Supongamos que las cadenas estadounidenses consiguen imponer un modelo C25 o C30, en el que por fuerza habría que estimar cuántos espectadores ven una serie días o semanas después de haberse emitido. Aún no sabemos cómo de importante es esa porción de público, pero sabemos que está creciendo. En tiempos muy recientes se ha producido una tendencia a la baja en las audiencias directas de prácticamente todas las series; cada vez son menos las que consiguen crecer de una temporada a la siguiente. La mayoría, incluso las más populares, están perdiendo televidentes directos. Esto es un problema sobre todo para las cadenas en abierto, pues sus beneficios bajan en consecuencia, pero podría influir también al enfoque de las televisiones por cable. En cualquier caso, parece anunciar que el hasta ahora poco apreciado time shifting podría ganar nueva importancia a la hora de contabilizar los índices.
Con el nuevo modelo, ganarían influencia los espectadores tardíos, que no son los que generan ruido, no son los fans. El auténtico fan —tal como lo ven hoy las cadenas— es el que ve la serie en el momento de su emisión y la comenta esa misma noche o al día siguiente en las redes sociales, levantando una polvareda que después recogen los medios convencionales, prolongando el eco mediático sobre los aciertos o los errores de los guionistas, etc. Entre esos fans hay muchos jóvenes, que pueden ver una serie cuando quieren porque tienen menos condicionantes laborales y familiares. Es el público al que HBO —cadena de pago— ignoró en su día, permitiendo que David Chase se dirigiera más hacia la crítica con aquel final conceptual de Los Soprano, pero al que la HBO de hoy —cadena de pago, pero con mucho más seguimiento— trata de contentar. Y ese es un público fervoroso, pero que en un análisis podría revelarse menos interesante desde el punto de vista financiero. El espectador que ve una serie en time shifting suele ser más selectivo, porque además de ser más adulto, va a destinar su más reducido tiempo de ocio a una serie y querrá que esa serie recompense la inversión. Recurre de manera más habitual a las opiniones de terceros, incluyendo a los críticos profesionales, y estará más atento al prestigio de marca de las cadenas. Es cierto, nadie escuchará su voz en las redes, pero su criterio será más tenido en cuenta, como lo era el criterio de los usuarios de cable cuando había pocos. La imagen de marca de una cadena podría volver a convertirse en el principal foco de atención, tanto a nivel estadounidense como internacional. Para que esto se produzca, las cadenas habrán de encontrar la manera de convencer a los anunciantes de que, a nivel publicitario, merece la pena contabilizar el time shifting. No será fácil, y desde luego podría traer cambios en las prácticas publicitarias. También se requerirá de la colaboración de Nielsen, que hoy reina en solitario en su sector, pero que podría verse en problemas si las cadenas deciden, por fin, que hay algún competidor con el que merece la pena trabajar. Si eso ocurre, la nefasta influencia de las redes sociales sobre los productores podría aminorarse considerablemente. Y eso, qué duda cabe, sería una buena noticia.
La entrada Series, fans y medidores de audiencia aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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