Thursday, May 11, 2017

Jot Down Cultural Magazine: La censura a los bufones

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La censura a los bufones
May 11th 2017, 10:08, by Martín Sacristán

Titta Ruffo como Rigoletto, ca. 1912. Fotografía: Library of Congress (DP).

El bufón Triboulet trabajó para el rey Francisco I de Francia, quien le hizo rozar la muerte muchas veces. Y es que la costumbre de este monarca renacentista consistía en castigarle con la pena máxima cuando sus bromas, o chistes, habían ido demasiado lejos. Así ocurrió el día en que se atrevió a dar un fuerte cachete en las nalgas de su majestad. Una vez repuesto de su monumental cabreo, el rey ofreció a su bufón perdonarle la vida, a condición de que fuera capaz de causarle una ofensa mayor con su petición de disculpas. Hombre de agudo ingenio y extraordinaria rapidez mental, Triboulet no tardó en contestar: «Perdonadme, mi señor, es que confundí vuestro culo con el de la reina».

Aunque se fecha en torno a 1525, la anécdota es apócrifa, y posiblemente falsa. Pero refleja a la perfección tanto la imagen que ha llegado hasta nosotros de los bufones como la incertidumbre en que se encuentra el humor cuando no tiene leyes a qué atenerse. O cuando están redactadas de tal forma que permiten emitir sentencias contradictorias para casos muy similares. Esto es lo que acabamos de ver en nuestro país, a través de una Audiencia Nacional que ha exonerado a César Strawberry —aunque después el Tribunal Supremo anuló la absolución— pero condenado a Cassandra Vera. En ambos casos se les juzgaba por enaltecimiento del terrorismo y vejación de sus víctimas, a partir de sus tuits. De Strawberry se admite el tono irónico, que además ha plasmado en las letras de sus canciones desde sus inicios. No así de Cassandra, porque evaluando tanto sus tuits sobre Carrero Blanco como otras manifestaciones hechas antes de ser mayor de edad, la conclusión del tribunal es que sus chistes no fueron hechos con ánimo de broma, sino de ofensa. En ninguna de las dos sentencias hay prevaricación, abuso de poder o exceso en los jueces, que aplicando las competencias que les otorga la Ley de Seguridad Ciudadana han dado a los acusados todas las garantías legales garantizadas por la Constitución. Pero lo cierto es que nuestros bufones del siglo XXI han vuelto a ser Triboulets expuestos al castigo por parte de dos de los poderes de nuestro Estado, el legislativo y el judicial. Heredan una larga tradición, propia de las épocas de cambio, que ya padecieron el escritor Víctor Hugo y el compositor Giuseppe Verdi.

El autor francés estrenó en 1832 una obra llamada El rey se divierte, protagonizada por el rey Francisco I y su bufón Triboulet, a los que aludíamos al principio. El monarca sale retratado por Víctor Hugo como un lujurioso libertino, que aprovecha su condición para acostarse con cuanta mujer se le encapricha. Nada le para, ni siquiera que sean esposas o hijas de sus nobles. Tampoco le preocupa descubrir que su bufón tiene una hija que ha criado secretamente en una casa alejada de la corrupción de la corte. Valiéndose de una celestina la conquista, e incluso la enamora. Triboulet, al enterarse, prepara su venganza planeando el asesinato del rey. Pero su hija se interpondrá, dejándose matar con tal de salvar a su amado. El bufón acabará lamentándose con desesperación al encontrarla moribunda, mientras Francisco I se aleja, cantando «La mujer es mudable / cual pluma al viento / ¡ay del que en ella / fija su pensamiento!».

Al día siguiente de su estreno, una orden ministerial dirigida al teatro prohibió que siguiera representándose por considerarla inmoral. Y para dar más fuerza a la prohibición, el propio consejo de ministros ratificó la orden, pidiendo además que se destruyeran los carteles que la anunciaban, borrando así todo vestigio de su título. Víctor Hugo ardía de indignación y así lo manifiesta en el prólogo de El rey se divierte, que publica impreso ante la imposibilidad de representarlo. La Francia de su tiempo tenía una constitución que garantizaba la libertad de prensa, y prohibía expresamente la censura previa. Pero el Gobierno había empleado un subterfugio aduciendo que el argumento era inmoral, razón suficiente para impedir que se representara.

Como suele ocurrir en los casos de censura, el efecto fue el contrario al perseguido. El texto fue leído y buscado debido a su prohibición, tanto entre los intelectuales y escritores franceses como entre los americanos. La figura del bufón vengativo inspiró incluso a Allan Poe uno de sus relatos de terror, Hop-Frog. Pero aunque todos manifestaron su apoyo a Víctor Hugo, los responsables de la representación teatral en Francia no alzaron la voz. El escritor lo denuncia en su prólogo, explicando que están demasiado condicionados por las subvenciones públicas como para protestar contra el mismo poder que se las concede. Tal vez por ello la obra continuó prohibida durante cincuenta años, aunque su edición impresa siguiera circulando y ejerciendo influencia.

Tal influencia alcanzó veinte años después a Giuseppe Verdi, quien se sintió subyugado por la fuerza dramática del personaje del Triboulet de Hugo, y por el argumento que desarrollaba su obra. Tomando El rey se divierte como base para uno de sus libretos compuso Rigoletto, una de cuyas arias reproduce, casi literalmente, las palabras del novelista francés. «La donna è mobile / qual piuma al vento / muta d'accento / e di pensamiento». La mujer es voluble, como la pluma en el viento, cambia sus promesas, y su pensamiento. Pero en realidad el Rigoletto original no tenía tal título, y sus personajes tampoco eran los que hoy conocemos. La ciudad en que fue estrenada, Venecia, estaba bajo el poder del Imperio austrohúngaro, donde las obras intelectuales sí debían someterse previamente a los censores. Estos pidieron que el rey Francisco I no fuera representado como un libertino, y que Triboulet no fuera feo, ni deforme. Verdi se negó, por cuanto esos cambios suponían destrozar el dramatismo del argumento. A cambio hizo que la historia se desarrollara entre el duque de Mantua y un bufón llamado Rigoletto. Ello da idea de la fuerza que habían adquirido los personajes de Víctor Hugo como representantes de los males que traía la monarquía, y que se mantenía aún, dos décadas después de estrenado El rey se divierte.

Aunque hoy la obra no pase de ser un dramón, cuando fue escrita dos monarquías en peligro intentaban, a toda costa, evitar las críticas a la figura del rey y a su papel como poder superior en el Estado. La Francia de Víctor Hugo acababa de elevar al trono a Luis Felipe de Orleans, después de expulsar al rey Carlos X, por su intento de prohibir la libertad de prensa y cerrar el parlamento. Como podemos comprobar por la censura al escritor, el nuevo monarca solo aparentó garantizar esas libertades. En el fondo defendía lo mismo que el emperador Francisco José I de Austria, responsable último de la censura de Rigoletto: el origen divino de su derecho a gobernar. Y prescindiendo, en lo posible, de constituciones, parlamentos, y libertades. La Revolución francesa había demostrado que se podía deponer a los reyes, incluso ejecutarlos, y la Restauración luchaba a toda costa contra esa idea.  

Tal vez la intención de Víctor Hugo fuera más literaria que política, pero al rescatar a Triboulet de la historia le dotó de su papel de símbolo. El término no fue en origen un nombre propio, sino el sinónimo de la palabra bufón, ligada a los significados de «molesto», «cargante» e «insufrible». El primero que fue llamado así sirvió a Renato I de Nápoles hacia 1450, y padecía microcefalia. Tenía, por tanto, un cráneo desproporcionadamente pequeño, y como consecuencia de esa deformidad la medicina de su tiempo daba por hecho que estaba loco. No importaba lo blasfemos, irreverentes u ofensivos que fueran sus chistes, o la burla que hiciera del rey, de sus cortesanos, y del poder que estos detentaban. Era un demente, y no podía juzgársele por ello. La historia demuestra lo contrario, porque sus largos años al servicio del monarca, la medalla conmemorativa que este ordenó realizar en su honor, los pagos en los libros de cuentas reales, y las obras teatrales que escribió, revelan a una persona en plenitud de sus capacidades. Pero vivió al final de la Edad Media, en una sociedad que consideraba al loco capaz de decir verdades, divertir con ellas y no tener ninguna responsabilidad penal al hacerlo.

Los siguientes dos Triboulet, que sirvieron sucesivamente a los reyes franceses Luis XII y Francisco I, ya no tuvieron tanta suerte. No se les consideraba ya locos, sino humoristas, susceptibles por tanto de ser castigados. Las anécdotas recogidas sobre el Triboulet que sirvió a Francisco I lo reflejan bien, aunque también ponen en relieve la fama de déspota engreído con que el monarca ha pasado a la historia. Nada evidencia ese carácter mejor que su derrota en la batalla de Pavía de 1525. Frente a infantería de los Tercios españoles y lansquenetes alemanes, se empeñó, en contra del criterio de sus asesores militares, en decidir la lucha mediante la heroica carga de su caballería pesada. Esto es, él mismo y sus nobles cabalgando en formación cerrada hacia piqueros y arcabuceros. El resultado fue un desastre, con numerosas muertes entre los que cargaban. El propio Francisco I salvó la vida porque un soldado español de los Tercios decidió hacerle prisionero, confiando en una buena recompensa por haber atrapado a quien parecía un caballero principal. Obviamente, un rey que no se dejaba aconsejar, exponiendo su vida y su reino, menos aún iba a ser magnánimo con su bufón. Después de haber jugado con él a condenarlo a muerte muchas veces, permitiéndole salidas ingeniosas, llegó el día en que harto dictó la pena definitiva. Para concederle una última gracia, le preguntó por qué medio deseaba ser ejecutado. La respuesta habitual hubiera sido decapitado por hacha, suerte reservada a los nobles, en lugar de ahorcado como un hombre común. Pero Triboulet contestó, con mucha sencillez, que elegía morir de viejo. Y lo consiguió, porque una vez más, la última, hizo gracia a Francisco I. Después dejó de estar a su servicio.

Puede que para ser bufón haya que armarse con un ingenio como el de Triboulet, sin importar la época en que se viva. A cambio, eso sí, hay que correr el riesgo de que sobre uno pese una condena. Porque como nos enseñó Víctor Hugo, el poder también se divierte. Y de qué absolutista manera.

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