Lesage, West Virginia 2014. Foto: Robert Galbraith / Cordon.
Imagine.
Imagine una recta interminable que se pierde en el horizonte. La carretera (buen asfalto, gran anchura, cómoda y silenciosa) quizá hace un poco de curva, pero es tan tenue y lejana que uno no puede discernir si realmente existe o es su cerebro quien inventa recodos. A ambos lados se extiende el mar. Pero es un mar extraño. Es verde y marrón y amarillo, y hace ruido cuando corre el viento, un ruido así, como de tripas agitándose, un ruido como el del teléfono justo antes de sonar. Porque ese océano es un océano de bosques, y parece extenderse hasta donde alcanzan los ojos.
Imagine.
Usted lleva conduciendo horas, cientos de kilómetros, y todo el paisaje es siempre el mismo. Sí, a veces surgen aquí y allá las últimas estribaciones de los Apalaches, en ocasiones se atisban a lo lejos graneros en ruinas o pueblos esbozados como un manchón de Van Gogh. Pero en lo básico el mundo es igual, sin variación que merezca tal nombre. Y entonces lo ve. Allí delante. Un enorme rectángulo que rompe la línea donde se unen cielo y tierra. Colores chillones, tipografía desafiante y desvergonzada, muchos signos de exclamación. Y lo que anuncia el cartel… ay, lo que anuncia el cartel.
Acelera, no puede esperar a verlo.
Las atracciones de carretera son pequeñas joyas que saltan desde las cunetas hasta las más abyectas capas de lo bizarro en ciertos lugares de los Estados Unidos. Sí, ya sé que por aquí también las hay (y algunas hasta se convierten en emblema nacional, fíjese qué cosas), pero yo me refiero a las originales, a la suprema elegancia que surge cuando lo lamentable torna en freak y, más tarde, en sublime. Y eso lo hacen mejor que nadie los yanquis.
Vale, hemos hecho una pequeña trampa. Porque donde va a poder disfrutar de las más estremecedoras atracciones no es, precisamente, «territorio yanqui». No, esos son los tipos serios, rubitos y bien peinados de la costa noreste. Y allí, como tienen Oxford, y Nueva York y todas esas cosas tan de esnobs, pues no necesitan fabricar, pongamos por caso, un donut de más de cinco metros de diámetro. Cuestión de preferencias, seguramente.
No, para ver este tipo de arte majestuoso debemos desplazarnos a lo que antes se llamaba «el Sur». Porque lo excepcional torna común en esos lugares que alimentaban a los confederados. Es la cultura hillbilly, la que tan bien ha descrito (con su punto de nostalgia conservadora, claro) J. D. Vance en la muy exitosa Hillbilly. Una elegía rural (Deusto, 2017). Un sitio donde se inventó la Coca-Cola y, aún más importante, la Coca-Cola con cacahuetes. Donde los refrescos Mountain Dew dejan preciosas sonrisas desdentadas por las que escapan tacos y escupitajos a tiempo completo. Al sur aligátores, al norte zarigüeyas. También, claro, síntomas de decadencia aquí y allá, una mitología fuertemente erigida sobre leyendas fundacionales de los Apalaches, y un pasado que aún encierra algunos de los elementos más interesantes (y escalofriantes) de los Estados Unidos. Banderas Navy Jack apareciendo en los lugares más impredecibles. Barbas largas, instrumentos de cuerda hechos con cajas de puros y crines de caballo. Pistolas, escopetas, rifles, revólveres, fusiles de asalto… en fin, ya me entienden. Alcohol destilado en casa, ilegalmente. Que a veces explota y otras provoca problemas de salud. Pero qué importa, emborracha… emborracha mucho. Todo eso.
Ah, y atracciones de carretera.
The Redneck Shop Laurens, South Carolina, 2012. Foto: Chris Keane / Cordon.
No es el edificio, es el lugar
No deja de ser curioso que haya sido un inglés como Neil Gaiman (aunque Gaiman, a estas alturas, es tan extravagante que uno lo puede considerar ciudadano de cualquier lugar) quien mejor haya entendido la idiosincrasia propia de los mitos norteamericanos. Lo hizo en una novela apabullante, llena de continuas referencias simbólicas, una que es a veces ejercicio de estilo (frecuentemente fallido) y otras relato casi costumbrista (frecuentemente brillante) y que toca varias de las teclas adecuadas para hablar de la divinidad y su pervivencia. Y de lugares, claro.
Porque si leen American Gods (en castellano no se pierdan la edición de Roca Editorial en 2012) verán que uno de los ejes de esta (torrencial) narración es la existencia de puntos sagrados.
Sitios sacros. En otras palabras, la vieja creencia de que lo importante no es la iglesia (o cualquier otra construcción) sino el emplazamiento de la misma. Y aquí Gaiman da un (delicioso) salto mortal mientras hace que sobre algunos de esos pozos de energía se hayan levantado… sí, atracciones de carretera. Porque, en el fondo, hablamos de territorios donde los turistas, o los curiosos, acuden a volcar su fe (en lo divertido, en lo freak, en lo extraño, en lo atemorizante), además de sus monedas. Y, así, el vórtice se va retroalimentando. No es raro, pues, que una de las escenas clave de la novela (atención, spoiler) transcurra en el carrusel más grande del mundo, lugar real que, sospecho, encierra un oscuro plan para dominar el cerebro humano a través de música estridente y luces de colores brillando de forma espasmódica. Un poco como las ferias de mi pueblo, vaya…
Por eso, no lo olvide…lo que a continuación vamos a mostrarle son esculturas, construcciones o intervenciones a cual más sorprendente, inútil y absurda. Pero quizás encierren algo más profundo. Y el hecho de que esté leyendo sobre ellas es el mejor ejemplo.
Al sur de la Línea Mason-Dixon
South of the Border, 2005. Foto: Jim (CC).
Pero entremos en materia, que lo están deseando. Bien, volvemos al principio… estamos recorriendo una carretera desierta (o no, pero hagamos contexto, coño) y vemos un enorme cartel que anuncia una atracción de carretera. Puede ser cualquier cosa, hasta la más incomprensible y anómala. Así que decide parar a verla. Pero ojo… ese aviso puede informarle de algo para lo que aún faltan cientos de kilómetros de viaje. ¿Recuerdan a Neil Gaiman? Contaba que un día estuvo conduciendo durante seis horas en búsqueda de algo que se prometía «Muy cerca». No lo olviden…
Si no se rinden… bueno, disfruten de lo extraño.
Pueden, por ejemplo, visitar la casa del árbol más grande del mundo. Qué coño, si son de emociones fuertes pueden casarse en la capilla que hay en la casa del árbol más grande del mundo. Está en Crosville, Tennessee, tiene siete pisos, un campanario, una campana de metal bruñido, una pila bautismal, una tienda de recuerdos (bueno, de esto va a haber en todas las atracciones de carretera) y está construida completamente de madera. Los cuarenta metros de altura, las más de ochenta habitaciones. Sorprendentemente el cuerpo de bomberos de Crosville (esos malditos burócratas) lo consideran un foco potencial de incendio. Sin salir del estado podrá ir a Gatlinburg y disfrutar de tres mansiones encantadas, tiendas especializadas en simbología sudista una la galería de cera de la Biblia donde se reproducen, de la forma más catastrofista posible, algunos pasajes del libro sagrado. Allí también hay una Casa Blanca al revés, un museo dedicado a los Dukes de Hazzard y una reproducción del Monte Rushmore con los rostros de Elvis, Marilyn, John Wayne y Harpo Marx. A estas alturas sus escleróticas deben estar sangrando, por lo que recomendamos que descanse un ratito.
Seguimos. Si pasa cerca de Smithfield, en Virginia, no puede perderse su principal atracción: el jamón más antiguo del mundo, una pieza de algo que hace ciento veinte años era una pata de cerdo comestible y que ahora parece la peor pesadilla de Wes Craven. Y si está a tiro de piedra de Dillon, en la misma frontera entre ambas Carolinas, puede visitar South of the Border, un parque de atracciones dedicado a la cultura mexicana. Por supuesto, debe abstenerse si respeta la auténtica cultura mexicana. Si además no es racista (rojo, que es usted un rojo) puede que esta muestra de desprecio a otras civilizaciones le resulte algo incómoda, queda advertido. Y, ya que anda por la zona, estaría bien acercarse a Murphy para poder ver, con sus propios ojos, la mayor reproducción de los diez mandamientos… escritos en la falda de una montaña a lo largo de cientos de metros. Tranquilo, también hay una maqueta a tamaño natural del Gólgota, por si le quedan ganas de fiesta.
¿Quiere más? Busquemos las auténticamente absurdas. En Alabama nos encontramos con el ladrillo hecho de ladrillos más grande del mundo, y también con la silla más gigantesca del planeta. En Virginia tenemos una reproducción de Stonehenge fabricada con gomaespuma, cuyo nombre es Foamhenge (algo así como Espuma-henge). En Beaver (Arkansas) podrá situarse bajo el pecho de un King Kong tamaño película, y en Louisville (Kentucky) tocará un bate de béisbol monstruoso, apoyado sobre un edificio de tres plantas.
Sirenas, barbas y mala leche
Circo rodante de P.T. Barnum, 1880. Foto: J. A. French / Keene Public Library.
Phineas Taylor Barnum fue un tipo genial que vivió hace más de cien años y fue el creador del circo moderno. O de las ferias de rarezas modernas, vaya, porque fundamentalmente se dedicaba a eso. Era inteligente, desvergonzado y un enemigo acérrimo de la verdad. Una vez dijo que «cada minuto nace un imbécil, y prefiero ser yo quien vacíe sus bolsillos». Ese es el tono.
Uno de sus números estrella era la sirena de Fidji, un ser disecado, mitad pez y mitad mujer, que lucía en los carteles como una rubia preciosa de bien dotada anatomía. Huelga decir que todos los hombres del pueblo donde arribase la barraca en cuestión pagaban lúbricamente su entrada, solo para mostrarse algo decepcionados cuando llegaban frente a un injerto de mono afeitado y pez raya bastante horrendo.
Sirenas de esas aparecen hoy en muchas atracciones de carretera. Y la gente sigue pagando para verlas. Por feas, por estremecedoras, por… bueno, porque sí. Las hay en Saint Augustine o en Orlando (ambas en Florida), en Myrtle Beach (Carolina del Sur) o en St. Louis (Misouri). Con un poco de suerte podrá contemplar por el mismo precio un montón de cabezas reducidas o conservadas en formol. Estas suelen ser auténticas, así que dan muy mal rollo y, en fin… huelen un poco fuerte.
Claro que si traga con lo de las sirenas a lo mejor no le parece tan extraño el tema del creacionismo. En tal caso está de enhorabuena, porque tiene varios museos, profusamente anunciados en las carreteras del sur, donde podrá solazarse en sus propias creencias sin que ningún científico-no-hillbilly se dedique a arruinárselas. En Catoosa (Oklahoma) verá incluso una reproducción a tamaño natural del Arca de Noé, junto con una bonita ballena azul convertida en tobogán, suponemos que para restar dramatismo al asunto. Y si el cristianismo ultra no es lo suyo tiene otras muchas posibilidades religiosas anunciándose desde las cunetas. Tenemos los koreshanos en Estero (Florida), que creen que la tierra está hueca, que nosotros vivimos en su interior y que lo que vemos cada mañana en el cielo no es el sol, sino el núcleo de nuestro planeta; están los raelianos, que afirman haber clonado a Jesucristo; los oyotunji de Carolina del Sur, que siguen la religión vudú; varios cultos basados en la muy próxima llegada de los alienígenas; y, por último pero no menos importante, un montón de Iglesias de Satán repartidas aquí y allá como delicias para el amante de lo bizarro.
Y cualquier pueblo es una buena opción para encontrar tipos con barbas ralas, probar aguardiente barato (e ilegal, y también posiblemente tóxico) y ver algunas rarezas. Si es de esas personas a las que les encantan los botones (supongo que las hay), en Bischopville (Carolina del Sur) estará como en casa. Porque allí hay un tipo cuyo nombre es Dalton Stevens, y se hace llamar el Rey de los Botones Y, bueno, el resto se lo imaginan: coches recubiertos de botones, casas recubiertas de botones, retretes recubiertos de… lo han adivinado, botones. Botones de mil colores, formas y sabores (si se atreven a chuparlos, algo que no parece muy atractivo a priori). En Texas tenemos algo parecido pero con latas de cerveza, supongo que por prurito de virilidad.
Y no podemos olvidar aquí una atracción de carretera que es móvil y se desplaza a bordo de un típico camión estadounidense. Hablamos, claro, de la patata más grande del mundo, un tubérculo (artificial, lo que le da un nuevo alcance a la expresión ¿realmente era necesario?) de más de cinco mil kilos de peso y quince metros de largo. En Florida también podremos encontrar cierta alita de pollo de casi quinientos kilos de peso (tampoco natural, por supuesto). Seamos sinceros: ¿quién no querría sacarse una foto junto a ella? Tan marrón, tan… bueno, tan con forma de trozo de plástico gigante pintado con tierra. Ustedes me entienden, y además los escucho salivar.
Florida: el pantano, los aligátores y Los Simpson
Amos del pantano, 2017. Imagen: Alfonso Bresciani / History Channel.
¿Recuerdan cuando la familia Simpson viaja a Florida? Pues ese, más o menos, es el ambiente. No piensen en Miami, en cuerpos esculturales tostados al sol y hablando castellano con acento de Cuba. El interior de Florida es un nido de racismo, raíces que se hunden en el pasado y mucha caspa. Mucha. Pero mucha, mucha. Y es, además, el reino de los pantanos.
Porque allí (y en la vecina Louisiana) todo gira alrededor de la ciénaga, desde los cómics de Alan Moore hasta las atracciones de carretera. Las más usuales son los parques de aligátores, esos simpáticos bichejos tan parecidos a los cocodrilos que de vez en cuando se cuelan en la piscina de alguna familia con pasta acongojándoles un rato.
Pero quizá no nos explicamos bien, y están pensando en un zoo. No, esto es otra cosa. Las jaulas de los mapaches tienen apenas su tamaño (lo que quizá explique su perpetua mala hostia), la mayoría de la fauna está disecada, y los saurios se apelotonan en palanganas como la que usted usa para refrescarse en verano. Apelotonarse es apelotonarse, estar continuamente unos encima de otros en lo que parece una orgía de lagartijas cicladas donde es poco recomendable participar. En los Wonder Gardens de Bonita Springs tenían incluso al llamado Big Joe, el aligátor más grande de Florida, que hizo una estelar aparición en el capítulo de Los Simpson ya reseñado. Fallecido hace unos años, aún sigue acojonando tras haber sido disecado con un gusto más que dudoso, muy del Sur. Si les sirve de consuelo, existen idénticos problemas de espacio en los llamados Bear´s Pits que aparecen diseminados por la ruralidad hillbilly, y donde los pobres bichos desfallecen hasta morir, supongo, de aburrimiento. Claro que si pensamos que la lucha contra osos (de hombres contra osos, quiero decir) es uno de los «deportes tradicionales» de la zona (no se pierdan la interpretación que hace Garth Ennis sobre esto en «The good old boys», uno de los spin off de Predicador) pues quizá pensemos que no es mala vida.
Por cierto, no se pueden ir de Florida sin probar el agua de la Fuente de la Eterna Juventud, que brota en St. Augustine. Alrededor existe todo un parque temático, claro, con figuras de cera de Ponce de León y esas cosas. Pese a su espectacularidad, el hecho de que el verdadero Ponce de León lleve siglos muerto nos hace desconfiar de la efectividad de dicho manantial.
Define creepy
Con la palabra creepy hacemos referencia a algo que es terrorífico, sí, pero que tiene connotaciones freaks, sanguinolentas, pura serie B. No sé si han leído los cómics titulados así (o los de Witch´s vault, que son idénticos)… pues eso es. La particularidad si hablamos de atracciones de carretera es que lo creepy, paradójica y deliciosamente, es lo que pretende ser tierno.
¿Ejemplos de creepy?
Babyland General Hospital, 2013. Foto: William McKeehan (CC).
De hecho no teníamos ni que haberlo definido. Si busca en la red fotografías de Babyland General Hospital, en Cleveland (Georgia), entenderá perfectamente el concepto. La idea es hacer protagonistas de todo un complejo a unos inquietantes muñecos que buscan reproducir bebés de cabeza perfectamente esférica y expresión de plácida estolidez. El concepto puede parecer «cuco» (si es que eso no es de por sí espantoso) pero acaba siendo escalofriante. Los disfraces a tamaño natural que mimetizan estos «particulares» juguetes aparecerán en pesadillas hasta el día de su muerte. Ah, y los cabezones brotando en el corazón de algo parecido a repollos o coliflores entran de lleno en mi lista particular de espantos.
La Tierra de Santa, en Cherokee, es también un punto de apoyo a nuestras tesis, con sus Santa Claus totalmente psicodélicos, su decoración a tope de ácido, sus corzos encerrados en mazmorras con pequeños agujeros donde meter nuestras infantiles manos y acariciar su suave pelaje (abstenerse los traumatizados por Bambi) o los preciosos conejos con un cartel enorme que advierte bien claro de sus tendencias psicopáticas.
Lo de los conejos será recurrente, porque hay un montón de Bunny Lands repartidas por toda la zona que pueden llegar a hacer que Stephen King se cague en los pantalones de miedo. La fina línea entre la ternura, el mal gusto y la demencia jamás fue tan tenue como en estos lugares.
En Norris, Tennessee, puede visitar el Museo de Appalachia donde verá… bueno, en realidad no tengo nada claro de qué va el museo, solo sé que todo (absolutamente todo) lo allí expuesto crea un mal rollo grande. Muy grande. Mención especial de nuevo para las espeluznantes muñecas que intentan reproducir personas y alcanzan el grado creaciones lovecraftianas. Ah, también hay una máquina de movimiento perpetuo. Ya ven.
En Carolina del Norte, por último, tienen un parque dedicado a la «Tierra de Oz», que resulta ser tan aterrador como uno podría imaginarse. A juzgar por las fotos, además, lo más pavoroso suelen ser los visitantes, y no tanto las instalaciones (que también tienen lo suyo).
Y ya. Se nos quedan muchas en el tintero, claro, pero también hay que dejarles a ustedes disfrutar con la sensación del descubrimiento inesperado y bizarro. Porque si a estas alturas no están buscando en su ordenador un vuelo barato al territorio hillbilly es que son seres humanos sin corazón.
La entrada Crónica de la cuneta hillbilly: atracciones de carretera en el sur de Estados Unidos aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
No comments:
Post a Comment