Caetano Veloso y Gilberto Gil, 2015. Fotografía: Denis Balibouse / Cordon.
Una clásica operación de retromanía con leves rasgos de colonialismo cultural rescató el movimiento tropicalista brasileño para la industria musical de Occidente. Corrían los años noventa, segunda mitad, cuando Beck explicaba a quien quisiera escucharlo lo mucho que adoraba a Os Mutantes, una banda psico-pop del Brasil sesentero entonces olvidada. La moda se extendía. Incluso la industria publicitaria tomaba nota. A Os Mutantes los había rescatado de las arcas del rock no anglosajón David Byrne, a través de su sello Luaka Bop. Everything is possible se tituló el recopilatorio con que ascendieron al trono del trending topic antes de que existiesen los trending topics. Y sí, era cierto: en la música tropicalista todo parecía posible.
Aquel burbujeante, cromático movimiento, comandado por Caetano Veloso y Gilberto Gil, cruzaba el pop psicodélico procedente del norte continental con la miríada de sonidos folk del país del ordem e progresso. Mecanismo antropofágico, como aquella vanguardia literaria liderada por el poeta Oswald de Andrade en la década de los veinte, el tropicalismo devoraba la cultura pop para apenas digerir lo importante y bastardizarlo. Su lírica era además políticamente consciente. El disco colectivo Tropicália: ou Panis et Circenses, publicado el año maravilloso de 1968, hizo las veces de manifiesto. En él participaron Veloso, Gil, Os Mutantes, Gal Costa y el indómito Tom Zé. Caetano Veloso resumía, en su ensayo memorialístico Verdade Tropical, el medio ambiente estético que alumbró el elepé: «Más allá de Mahalia Jackson y Jorge Ben, continuábamos oyendo a los Beatles y pasamos a oír Mothers of Invention y James Brown y John Lee Hooker y Pink Floyd y The Doors y lo que hiciese falta. Pero no habíamos dejado de escuchar y reescuchar a João Gilberto, y naturalmente todo lo que salía de nuestros colegas brasileños, los más próximos y los menos próximos».
Pero las circunstancias históricas frenaron la revolución tropicalista. A finales de 1968, la dictadura militar que gobernaba Brasil desde que, cuatro años antes, había derrocado al progresista João Goulart, efectuó un giro represivo. Los años de plomo decretaron el final definitivo de la juerga canibalista. Veloso y Gilberto Gil se exiliaron en Europa tras pasar por prisión. Los policías que los llevaron al avión se lo dejaron claro, recuerda Verdade Tropical: «No vuelva nunca más. Si piensa en volver, venga a entregarse nada más llegar, para ahorrarnos el trabajo». Tropicália era ocupada. Cautivo y desarmado, el movimiento se disolvía. Pero la música en Brasil, pese a la adversidad, continuaba. Había vida más allá de Tropicália.
A veces en la clandestinidad, a veces con dobles sentidos, a veces con onomatopeya en vez de letras prohibidas, el continente sonoro brasileño que heredaba la potencia tropicalista, y no pocos de sus métodos, continuaba desplegándose. A seguir, apenas cinco elepés que sirven para sintetizar la riqueza y la resistencia, la singularidad y la autonomía estética, de la música pop en el territorio de la samba, la bossa nova, el forró. La Música Popular Brasileña (MPB), en definitiva.
Clube da Esquina (1972) – Milton Nascimento & Lô Borges
Sobre Milton Nascimento, nacido en Río de Janeiro pero mineiro (del Estado de Minas Gerais) por elección, se han escrito ditirambos y hagiografías de todo tipo. Gilberto Gil lo coloca en su panteón, junto a Jorge Ben y Jimi Hendrix. El saxofonista Wayne Shorter lo llamó al llegar a Brasil con su banda Weather Report y acabó grabando con él. Antes ya lo había hecho el pianista Herbie Hancock y después lo harían Paul Simon, Quincy Jones o el Peter Gabriel menos sinfónico y más preocupado por la diversidad biocultural. A pesar de que semejante nómina de amigos y colaboradores lo podría situar en el confortable espacio de la música distinguida, Nascimento fue durante los años setenta el autor de memorables discos avanzados, una mezcla expansiva de psicodelia acústica, ritmos nordestinos, inflexiones jazz. Fue un músico de esa división extraña, única, en la que juegan Robert Wyatt, Annette Peacock o Tim Buckley, que exploró fronteras y construyó una expresión melódica reconocible y absolutamente no intercambiable.
Clube da Esquina (1972), quinto disco de Milton Nascimento, constituye su pieza de resistencia. Doble elepé, firmado también por un Lô Borges de diecinueve años —y que escribió no pocas de las veintiuna canciones—, la obra escapa de toda definición eurocéntrica. «Corazón americano / desperté de un sueño extraño / un gusto a vidrio y corte / un sabor de chocolate / en el cuerpo y en la ciudad / un sabor de vida y muerte», canta en «San Vicente». Es música pop, pero no es pop. A veces roza el jazz, pero se encuentra a años luz de todos los experimentos de fusión habituales en la época. Lejos del sincretismo tropicalista, no esconde, sin embargo, su vocación panamericana —la versión del bolero «Dos Cruces» estremece—. Sus letras no son de combate, el espíritu del Clube sí. «La gente era muy maltratada por la dictadura», se explicaba Nascimento en una entrevista en Rolling Stone en 2008, «y cuando la gente está sufriendo de esa manera, siempre hay una cosa que te empuja para hacer algo que choque de frente contra aquello».
Ese «algo» comenzó cuando conoció a los hermanos Márcio y Lô Borges, que vivían en el Edificio Levy de Belo Horizonte, capital de Minas Gerais. Allí se había mudado en 1964 y allí conoció a los intérpretes que más tarde formarían parte del Clube da Esquina. Más que un disco, se trató de un movimiento, que también facturó Clube da Esquina 2. O de una comuna. O de un comando de músicos que confluye alrededor de una particular revisión de la cultura mineira. Lo regional como categoría de lo universal, he ahí el antiimperialismo de la música de Milton Nascimento. A quien, por cierto, la censura no dejaría de atacar. A causa de ello, esas canciones como tarareadas, ese scat singing peculiar y tan definitorio. Porque cualquier vía es lícita para escapar a la imposición del silencio.
Paulo Bagunça e a Tropa Maldita (1973)
En el corazón de un sofisticado barrio de Río de Janeiro se encontraba la favela Cruzada de São Sebastião, un edificio de diez pisos. En el séptimo había instalado su base de operaciones Paulo Soares Filho, el Paulo Bagunça que, junto a la Tropa Maldita, firmó un elepé homónimo repleto de implacable psico-folk. Urbano y deslenguado, la prensa de la época resumió aquel meteorito como «el sonido negro del Harlem carioca». Pero el soul de Bagunça y compañía es de otra especie. Nada tiene que ver con las monstruosidades pos-Motown, en el sentido hiperbólico de la expresión, de coetáneos y compatriotas como Toni Tornado o el primer Tim Maia. Su parentesco es más bien con el Richie Havens que asombró a la volada parroquia de Woodstock con su raga soul. O con el Marc Bolan que todavía no se maquillaba, era apenas un peludo hippie y tocaba en dúo bajo el nombre de Tyrannosaurus Rex.
«Escuchamos muy poca cosa. No tenemos la posibilidad de comprar discos», se sinceraba en una entrevista en 1972, cuando eran uno de los secretos mejor guardados de la MPB metropolitana, «entonces, no sé cómo recibimos esas influencias que nos atribuyen. Creo en la existencia de espíritus de músicos muertos que transmiten sus mensajes a músicos que están vivos y son elegidos para dar continuidad a su trabajo en la Tierra. Puede ser eso». Pero Bagunça sí tenía algo claro respecto a la manera en que la tropa de la Cruzada de São Sebastião escribía sus canciones: «Tocar, fumar maconha [marihuana], tocar, fumar maconha». Como los Spacemen 3 de «taking drugs to make music to take drugs». Lo contaba en 2014, un año antes de morir de infarto a los setenta y dos y cuando la retromanía analizada por el brillante crítico inglés Simon Reynolds había recuperado Paulo Bagunça e a Tropa Maldita para el mercado global a través de varias reediciones.
La palabra bagunça significa en portugués de Brasil «ausencia de orden, falta de organización, tumulto, confusión». «Mi música viene allá de dentro, del corazón, de la caverna, de los sueños y las pesadillas», decía el propio Soares Filho. Acompañado de los «cinco criollos del Harlem carioca» —la prensa de la época era insistente con esa denominación—, guerra a la percusión afrobrasileña del atabaque, Oswaldo a la guitarra no eléctrica, Gelson al bongó y Flavia al bajo, se adelantó treinta años al Devendra Banhart que asombraba a propios y extraños a comienzos de siglo. «Tenga amor, tenga amor, / todo el mundo / necesita amor», arranca el único, bullicioso disco que grabaron. Que hizo honor al nombre de la banda y no cumplió con las expectativas que habían despertado sus conciertos callejeros y su participación en el Primeiro Festival de Inverno do Teatro Casa Grande de Río. La crítica le afeaba lo que lo convertía en singular: su espontaneidad, su improvisación. Aquella tribu, semejante a la que agitaba las calles de Nueva York bajo mando del radical hippie David Peel, se esfumó ante el fracaso comercial. Cuando, a la luz del reciente rescate de la obra, Bagunça volvió a los focos, explicó que había dejado la música. Pero solo profesionalmente: aseguraba guardar trescientas canciones inéditas.
Ou não (1973) – Walter Franco
El nombre de Walter Franco sobrevivió a sus extremos experimentos musicales de los setenta. Por dos razones. La primera, fue quien se encargó de la vicepresidencia de la principal entidad de gestión de los derechos de autor de Brasil. La segunda, porque John Lennon elogió su disco de 1975, Revolver. Pero dos años antes, este músico blanco y paulistano —de São Paulo— había debutado con un elepé más célebre por su portada —mosca negra sobre superficie blanca— que por su inaudito sonido. «Como Captain Beefheart tocando música nordestina», lo describió el crítico Célio Albuquerque, autor del estudio 1973. O ano que reinventou a MPB. Concretista y deslavazado, electroacústico y exploratorio, Ou não, explicaba su propio autor, «está considerado el disco más radical de la música brasileña».
«Es el momento, también, histórico del país, era aquella censura, la estética toda encima nuestra», se extendía Walter Franco, «y la política y la violencia, velada o no, que estaba presente en todo». Tal vez a causa de esas circunstancias históricas, la obra avanza titubeante, como dudando de si el camino que deja a un lado no será, en realidad, el correcto, a base de ensayo y error. Salvajemente. Como el Araçá azul, otro disco de 1973 y cima experimental en la larga y frondosa trayectoria de Caetano Veloso. Aunque él se muestra disconforme en Verdade Tropical y se confiesa: «El elepé de estreno de Walter Franco me sonaba (y todavía me suena) más radical y muchísimo mejor acabado que Araçá azul (…) Muchas veces pienso en cuánto el primer disco de Walter Franco se parece a lo que yo tenía en mente entonces». Américo al acordeón, Diógenes Burani Digrado Filho a las «percusiones geniales» y Rodolpho Grani Júnior al contrabajo y guitarra acústica ayudaron a Franco a construirlo.
Rogério Duprat, el Van Dyke Parks amazónico que se encargó de orquestar los elepés señeros del tropicalismo, arregló Ou não. Y procedió mediante una deconstrucción de la exuberancia que, sin abandonar esa joie de vivre propia de buena parte de la MPB, sitúa estas músicas en un lugar a medio camino entre las zonas más osadas del White album y la sátira inmisericorde de Tom Zé. En cuya casa, Franco conoció a Augusto y Haroldo de Campos, los poetas que encabezaron el movimiento concretista —básicamente, jugar con el soporte del poema y valerse de la técnica del objeto lingüístico encontrado—. Los hermanos De Campos le preguntaron cómo había llegado a Ou não, si era que había oído mucho a John Cage. «No, fue por otros caminos. Especialmente el de la intuición», respondió, entre la humildad y lo visionario. En cualquier caso, Ou não es una de esas obras tan ajena a todo lo que la rodeaba que su huella nunca será evidente.
Paêbirú (1975) – Zé Ramalho & Lula Côrtes
Fuera del eje Salvador de Bahia-Rio de Janeiro-São Paulo también hubo vida en el Brasil musical de los setenta. Si Milton Nascimento hizo profesión de fe de Belo Horizonte y Minas Gerais en Clube da Esquina, un poco más al norte, los efluvios psicodélicos atravesaron los sonidos populares del Pernambuco y polinizaron en una fértil, única, y desconocida microescena: la psicodelia nordestina. Paêbirú se llamó el disco que aún hoy es su Santo Grial, la piedra filosofal, su síntoma más acabado. Y eso que la crecida del río Capiberibe, en Recife, inundó el almacén de la discográfica, asegura la leyenda, se llevó por delante un millar de los mil trescientos ejemplares del primer prensaje del disco y lo convirtió en mitológico.
Grabado entre octubre y diciembre de 1974, y subtitulado Caminho da Montanha do Sol, el nombre de Paêbirú hace referencia al vocablo tupi guaraní peabirú, «el camino de la montaña del sol». O, afirman otras hipótesis, «el camino hacia Perú». Pero la verdadera inspiración de Lula Côrtes y Zé Ramalho para crear este compendio de expansiva psicodelia, a veces comparada a las jam circulares de Animal Collective, procedía de la Pedra do Ingá, por donde algunos estudiosos aseguran que huyó el indio Sumé, escapando de los indios tupinambá en dirección a Perú. El caso es que fue esta Pedra do Ingá, un misterioso yacimiento arqueológico en el interior del estado de Paraíba, lo que el artista Raul Córdula enseñó a Ramalho y Cortés. Sus entre tres y seis mil años de antigüedad activaron a los músicos. Decidieron consagrarle un doble elepé cuyas caras bautizaron como Terra, Ar, Fogo y Água.
Militantes del espíritu comunal de la época, reunieron a más de veinte músicos en el estudio Rozenblit de Recife, Pernambuco. Una versión apócrifa relataba que había sido grabado en la jungla para evitar la represión de la junta militar. Pero no. Personas, voces, instrumentos, sin ninguno de esos efectos electrónicos que se estilaban en la época, y en apenas dos pistas, Ramalho y Côrtes provocaron la confluencia de ritmos nordestinos, jazz libre, planeador, y folk acústico nada normativo. Y aunque, de hacer caso a un reciente reportaje de la Rolling Stone brasileña, la dieta musical de los autores e intérpretes de Paêbirú era mayormente yanqui —Crosby, Stills & Nash, Captain Beefheart, Grand Funk Railroad, The Byrds o T. Rex—, los resultados no tenían nada que ver con los lugares comunes del rock anglosajón de los setenta.
Tras años en el ostracismo, con el único precedente estético de Satwa —elepé firmado en 1973 por el propio Côrtes y por el violinista Lailson—, Paêbirú regresó al canon de la música brasileña a través de la fiebre de reediciones que asoló las discográficas occidentales en la primera década del siglo. La leyenda, de nuevo accesible, completaba la panorámica de la psicodelia nordestina, esa que incluía nombres como Ave Sangria, Marconi Notário o Flávio e a Banda do Sol.
África Brasil (1976) – Jorge Ben
«¡Viva Jorge Ben!», grita Caetano Veloso al inicio del segundo elepé de su directo Bicho Baile Show, registrado en el Teatro Carlos Gomes de Río de Janeiro en 1978. No era por compromiso. En Verdade Tropical, memoria y ensayo sobre la MPB y su propia vida, Veloso lo puso negro sobre blanco: «Jorge se convirtió en un símbolo, un mito y un maestro para nosotros». Y África Brasil, aun discutido dentro de la producción del autor, en las Sagradas Escrituras del samba funk, un terremoto eléctrico a la altura de las obras maestras coetáneas de la música afroamericana estadounidense, música de baile con conciencia de raza y de clase. «Pues aquí es donde están los hombres / de un lado, caña de azúcar, / de otro lado, un inmenso cafetal / al centro, señores sentados / viendo la cosecha de algodón blanco / recogida por manos negras», canta en «África Brasil (Zumbi)».
Tratado de resistencia popular, los surcos de este elepé contienen alquimia, balompié, esclavos en rebelión, héroes de contrabando, la familia como refugio contra las aguas heladas del cálculo egoísta, un hedonismo que no olvida la dura realidad de los negros en Brasil, la libertad como idea reguladora, samba de combate. África Brasil fue la primera cara del Bringing It All Back Home de Bob Dylan. Se acabó la guitarra sin electricidad, bienvenida la división acorazada del funk carioca. Jorge Ben tomaba varios cuerpos de ventaja sobre sus compañeros de viaje en el empeño de brasileñizar el soul. Y aunque nombres como Toni Tornado, durante dos elepés irresistible impersonator de James Brown, Miguel de Deus o la Banda Black Rio —acompañante de Veloso en Bicho Baile Show, por cierto— se esforzaron, la aleación de sonidos afroamericanos de Brasil y Estados Unidos de Ben no admitía comparaciones.
Jorge Ben y Tim Maia, dos monstruos del funk brasileño, comparten escenario en 1981:
Cuando Gilberto Gil descubrió a Jorge Ben, años antes de África Brasil y mientras este renovaba la samba bastardizándola con rhythm and blues en obras como Samba Esquema Novo (1963), Ben é Samba Bom (1964) o O Bidú: Silêncio no Brooklin (1967), se prometió dejar de componer y cantar sus propias canciones. «Él ya hacía todo lo que yo pensaba que yo tenía que hacer», confesó a su inseparable Veloso. Y ese «todo lo que había que hacer» lo fue destilando en Força Bruta (1970), Negro é Lindo [black is beauty!] (1971) o su propio preferido, A Tábua de Esmeralda (1974). «Los americanos prefieren África Brasil porque se parece más a sus sonidos», declaró mucho después, cuando Rolling Stone edición USA seleccionó el elepé entre los cincuenta más cool de la historia, el único brasileño.
Ben, a quien el Rod Stewart explotation y decadente fusiló «Taj Mahal» para su hit planetario «Da ya think I’m sexy», escribió una de las piezas inmortales de la MPB, «Mais que nada», celebérrima en la voz de Sérgio Mendes & Brasil ’66. Con «Minha menina», popularizada por Os Mutantes, reaparece la conexión Tropicália con la que comenzaba este texto. Y también esos afectos alegres que procuraba encender Jorge Ben con su música, atenta pero luminosa: «Yo quiero un arte con poesía, alegría, armonía, energía y simpatía».
La entrada Brasil 70: más allá de Tropicália aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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