Aurora boreal en Noruega. Foto: Claudia Regina (CC)
¿Cuál es el mal que mejor caracteriza nuestra época? Las guerras, dirían muchos; algunos desde una poltrona en la sede de la ONU y otros desde una barricada mal pertrechada en los arrabales de Mogadiscio o Yuba. La guerra y sus consecuencias; el hambre, la enfermedad, la alienación. La miseria, que contiene a todas las desgracias anteriores y otras muchas. Y como por desgracia hemos dado a luz gente de toda clase y condición, hay quien no dudaría en afirmar que el origen de las desdichas que azotan al hombre lo podemos encontrar escarbando muy ligeramente en la superficie de la lujuria, el más universal de los pecados capitales; hurgando con cuidado y bien protegidos por la profilaxis que ellos mismos prohíben. Y preguntar por las razones que podría esgrimir un dios para dotar al mundo y a todos sus habitantes de una naturaleza lujuriosa que no hace sino conducirles por la senda de la destrucción, tan solo sirve para reavivar el fuego de las guerras de religión que, todo hay que decirlo, enfrenta a unas sociedades que no han tenido la lucidez suficiente para darse cuenta de que el rector de nuestros destinos simplemente tiene un sentido del humor bastante grueso y rebosante de mala baba. «Es una prueba», dice. Después se da la vuelta entre espasmos de risa apenas disimulados y se dirige al encuentro de sus legiones de huríes y sátiros mientras toda una serie de artesanos zurdos, todos ellos ministros del mal, graban en mármol la ley secreta, que bien podrían habernos revelado para evitarnos tanto sufrimiento: «Variasjon er krydderet (1)».
Pero estos son males atemporales. Guerras ha habido siempre; la historia está repleta de gente pobre y enferma, gente hambrienta y anónima. Esas maldiciones nos asolan desde la noche de los tiempos. El mal característico de nuestra era de la tecnología, y los más suspicaces pueden levantar una ceja y exclamar «¡ajá!» mientras presentan una solicitud de reembolso que en ningún caso será atendida, consiste en un montón de gente dando la tabarra. La turra, la plasta, el coñazo. Gente haciendo proselitismo de lo que sea; de la religión verdadera, de los beneficios de una vida llena de amor, de la liberación derivada de la práctica de rituales sexuales más o menos extravagantes, de los treinta libros que deben leer y los nueve que no deben ni abrir, de un sistema operativo para dispositivos móviles que nadie parece haber demandado o un género musical que casi todos coinciden en definir como sedante. Gente como los testigos de Jehová o, en el otro extremo del espectro y casi dándose la mano con ellos, los darwinistas más pesados.
Según parece, en El origen de las especies (1859) (2) Charles Darwin explica la diversidad de seres que pueblan la Tierra, ya sean humanos o no, a partir de un antepasado común. Mediante unos mecanismos que solamente manifiestan entender aquellos para quienes la idea de ocio siempre incluye una partida de ajedrez y quizás algo de música barroca, unos mecanismos que incluyen el azar, la deriva genética, toda una serie de mutaciones fortuitas y la fuerza hereditaria, podemos explicar la existencia y morfología de la ballena azul o el tamaño de la cabeza de ciertos jóvenes políticos a partir de un vulgar protozoo. Todo esto, unido a la famosa selección natural, se parece demasiado al liberalismo y su fétida mano invisible como para dejar impasibles a los hombres más comprometidos con su tiempo. Actuemos, pues. Propongamos una salida, una alternativa, una visión del fluir de la vida más ordenado y justo, aunque también libre de los grilletes judeocristianos. La ciencia tendrá la razón, pero resulta mucho más aburrida. La ciencia es un coñazo. Recuperemos Hiperbórea (3).
De todos los mitos que tratan de explicar el origen de la humanidad, el más hermoso y perdurable es el del lejano hogar del norte, y el hecho sin discusión de que después de siglos de vida bárbara las más altas cumbres de la civilización se hayan asentado en las latitudes cercanas al círculo polar solo se puede interpretar como un intento de retornar a la patria ártica. Desgraciadamente, el polo sur terrestre no goza del mismo romanticismo desde que el jesuita Athanasius Kircher nos explicó, en un divertido libro titulado Mundus subterraneus (1665), que en el polo norte se forma un remolino descomunal que absorbe las aguas oceánicas que le llegan desde el estrecho de Bering, ambos flancos de Groenlandia y el este de Spitsbergen. Todos estos tratados hacen gala de una enternecedora precisión geográfica, y no pocas veces vienen acompañados de unos mapas deliciosos.
Siguiendo un enrevesado sistema de canales que atraviesa el planeta, una red que haría entrar en éxtasis a esa raza de sádicos formada por el conjunto de todos los catedráticos de Hidráulica del mundo entero, las aguas finalmente son expulsadas con considerable violencia por el polo sur, de modo que ya a mediados del siglo XVII la ciencia jesuítica definió aquellas latitudes australes como el culo del mundo (4). También podemos desechar ingeniosas teorías sobre una Tierra hueca como las de la familia Symmes (5), por mucho que sea difícilmente refutable su famoso y muy preciso estudio de mercado, todo un corpus economicus en varios tomos y fruto de años de investigación, que nos señala un hipotético comercio entre symzianos y chinos —que mediante unos canales desconocidos para los occidentales reciben de aquellos todo tipo de suministros a unos precios ridículos— como la única razón que permite explicar la supervivencia del entonces imperio asiático y sus millones de habitantes.
La mítica isla de Thule en la Carta Marina de Olaus Magnus (DP)
Son muchas las tradiciones sobre un origen ártico de la humanidad, pero hay que tener cuidado a la hora de acercarse a ellas, pues algunas abarcan ideales asquerosamente racistas. El mito de Thule, por ejemplo, fue acogido con entusiasmo por la ideología nazi como base científica para cometer sus barbaridades. Una novela como Götzen gegen Thule. Ein Roman voller Wirklichkeiten (Los diosecillos contra Thule. Una novela llena de veracidad; Wilhelm Landig, 1971) sería desternillante si no emitiera ese inconfundible tufo neonazi, que además se ve reforzado por el hecho de que el libro pretende narrar un hecho histórico y sentar las bases de una especie de sistema filosófico. No existe traducción al castellano, y en cierto modo es una pena, porque esta historia sobre dos valerosos (sic) nazis que tratan de alcanzar el Punto 103, una suerte de base ultrasecreta situada en algún lugar del ártico canadiense, desde donde un gobierno sinárquico se comunica telepáticamente con el Señor del Mundo y Gran Rey del Miedo que reside en la Thule Última, está llena de ideas que deberían haber sido explotadas con mejor provecho, pero que por el simple hecho de aparecer en estas páginas ya se encuentran mancilladas. Encontramos Magos Negros (y semíticos, claro) y el Arca de la Alianza, que actúa como comunicador astral concebido para operaciones mágicas, como por ejemplo absorber la energía vital de la raza aria. Resulta que los shriners —esa rama de la masonería que suele desfilar ataviada con un fez y a lomos de unos cochecitos enanos— tienen en su poder un artefacto similar, y por tanto los arios del mundo se encuentran en una situación bastante jodida. Hay menciones a un Imperio Mundial Amarillo que espera la llegada del Gran Khan (6) y a un Dios Padre más allá del tiempo y el espacio, que por tanto necesita alguna estratagema más útil que esa para manifestarse y entonces recurre a los manisolas, unos ovnis biomecánicos que se reproducen espontáneamente y de cuya finalidad real nadie dice nada. Un sindiós que, como decíamos, resulta divertido pero que debemos evitar considerar como guía de nuestra vida.
Para derribar el mito del darwinismo necesitamos un sistema sólido y potente como el que nos ofrece H. P. Blavatsky (1831-91) con sus épocas perdidas de Hiperbórea y Atlántida. Llegará un momento en que recuperaremos nuestra visión etérica y entonces podremos regresar al norte después de nuestra deriva, después de haber abandonado la Imperecedera Tierra Sagrada perdiendo nuestros cuerpos etéreos por el camino y consumiéndonos en una continua caída que nos convirtió sucesivamente en razas monstruosas y andróginas, nos volvió groseramente materiales, y por fin nos concedió el castigo de dotarnos de sexo. En aquel desplome pasamos por Lemuria, situada en las ponzoñosas profundidades del mar austral, y después por la Atlántida, que se hundió por nuestros pecados y por la llegada de una raza de reptiles gigantes (7).
Volveremos a la Tierra Sacra Hiperbórea, siempre hacia el norte, hacia las luces del norte, hasta que justo en las faldas del monte Meru, a los pies de la Isla Blanca de un millón de kilómetros de altura, nos encontremos con un regimiento de esos megamicros transilvanos de los que nos habla Giacomo Casanova en su libro Icosameron (1788). Visten capas rojas y hablan vattaniano (8), la primera de las lenguas humanas. Mientras guardan una formación que solo con muy buena voluntad se podría considerar que sigue algo parecido a la disciplina castrense, se gastan unos a otros bromas cuartelarias bastante guarras, como la clásica que consiste en introducirse por el recto y a traición la edición dominical del Hiperborean Times, que a su vez se consume a un ritmo nada desdeñable bajo las fauces de un fuego verde.
De repente suenan unos acordes procedentes de alguna clase de instrumento de viento que nuestra sabiduría popular identifica como black metal de la primera ola noruega, y todos los megamicros se alisan las capas, corrigen su posición, apagan los restos de fogatas anales y se quedan inmóviles. Nos preparamos para descorchar la botella de champán que hemos traído desde las latitudes profanas, y que mediante la inversión de algún principio de la termodinámica bastante raro ha absorbido calor del ambiente más frío que la rodea, y por tanto ha evitado congelarse. Los perros de nuestro trineo, que hace miles de kilómetros ya perdieron cualquier vestigio de instinto que les pudiera quedar, se postran y gimen. Las cortinas boreales tiemblan, el viento es cálido y fragante. «Habéis llegado», nos dice la luz del norte. Sí, hemos llegado, lo sabemos, hemos llegado y triunfado. Hemos vuelto a casa.
Agartha, en el interior de la Tierra hueca (DP)
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(1) Una traducción al noruego bastante peregrina del popular dicho «en la variedad está el gusto», que solamente podemos justificar como una muestra más de humor negro divino, pues la elección de ese idioma y su maltrato filológico no es de ningún modo casual, como se verá más adelante.
(2) Un libro capital que hasta en sus versiones más abreviadas resulta soporífero, de modo que su número de lectores puede acercarse al cero absoluto con el paso del tiempo, y por tanto aquellos que en un futuro lejano deseen abrazar sus teorías solo podrán hacerlo mediante una manifestación de fe similar a la religiosa. Es un giro de los acontecimientos que merecería la pena ver, porque da lugar a una ironía bastante graciosa.
(3) Literalmente, «la tierra más allá del viento del norte».
(4) He aquí una interesante hipótesis lingüística que puede explicar el origen de una expresión que, si se piensa detenidamente, no tenía mucho sentido.
(5) John Clever Symmes y su hijo Americus Symmes. En 1820, J. C. Symmes publicó una interesante novela titulada Symzonia: A voyage of Discovery que dejará patidifusos a los seguidores de Julio Verne, pues el bueno de John Clever creía que todo lo que narraba en esa historia de civilizaciones ocultas en la contratierra era cierto. No menos conmovedora es la circular que dio a conocer el 18 de abril de 1818, y que comenzaba así: «Al mundo entero: Declaro que la Tierra es hueca y habitable por dentro…».
(6) Que vendrá de Agartha, otro lugar mítico situado en algún lugar del subsuelo de Asia Central. Según explica Ferdinand Ossendowsky en su libro Bestias, hombres y dioses (1922), sus ochocientos millones de habitantes saldrán a la superficie en 2029 para sembrar la sabiduría, y en algunos casos la destrucción, por esos mundos de Dios. En cambio Louis Jacolliot asegura que Agartha fue destruida por Ioda (Odín, y no debemos pasar por alto las referencias jedi) y Skandarh (Escandinavia), que después fueron expulsados al norte.
(7) Según nos cuenta H. S. Spencer en The Aryan Ecliptic Cycle (1965), donde además sitúa a la Atlántida en el norte polar. Hay mitos para todos los gustos.
(8) O vattan, según otras fuentes.
La entrada Luces del norte aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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