Daniel Paul Schreber. Fotografía: DP.
Virginia Woolf oía cantar a los pájaros en griego; Allen Ginsberg creyó escuchar la voz de William Blake mientras leía un poema de este; en la cabeza del compositor Robert Schumann una nota empezó a repetirse de forma ininterrumpida: al principio se conformó con sonar en solitario, luego fue ganando terreno hasta que dio lugar a una composición musical «tan gloriosa, e interpretada con unos instrumentos tan maravillosos, como nadie haya oído jamás». Para quienes no las hemos tenido, este tipo de experiencias nos suenan a chino —o a griego—, pero es posible que, una vez superado el extrañamiento inicial, si nos detenemos a escuchar lo que dicen las voces, no nos resulten tan incomprensibles.
En los últimos años, las personas que escuchan voces se están haciendo oír. Desde que surgió a finales de los ochenta en Holanda, el Movimiento Escuchadores de Voces ha ido cobrando fuerza. Ahora estas personas, que no necesariamente tienen un diagnóstico psiquiátrico, se reúnen en cafés de diferentes ciudades del mundo para compartir su experiencia y hablar de temas que les preocupan: el uso de psicofármacos, el estigma asociado a una etiqueta diagnóstica, el significado de las voces… Como explica Dora García, artista española que puso en marcha el Café de las Voces, la idea era tener un espacio «en donde no tenga importancia quién oye voces y quién no, sino que lo importante sea lo que esas voces significan, lo que denuncian en suma». La iniciativa es interesante, ya que ayuda a estas personas a comprender y compartir una experiencia que suelen vivir en soledad y contribuye a reducir su aislamiento y el estigma asociado a este tipo de vivencias.
Se cree que las voces son un fenómeno relativamente reciente, una novedad en la forma de sufrir del ser humano. Como señalan José María Álvarez y Fernando Colina en Las voces de la locura, «Hasta el siglo XIX no existen registros clínicos claros de sujetos trastornados que oyeran voces en ausencia de alucinaciones visuales». A Juana de Arco se le aparecía el arcángel Miguel y escuchaba las voces de santa Catalina y santa Margarita; Schumann veía ángeles que más tarde se transformaron en demonios que le decían que era un pecador y que debía ir al infierno. Para Álvarez y Colina, en los últimos siglos se ha producido un «desplazamiento de la dimensión visual a la auditiva, de la mirada a la voz, de las imágenes a las palabras». Algo ha debido de ocurrir en el interior del sujeto para que el sufrimiento humano haya tomado estos derroteros. Estos autores relacionan este «viraje» con el lenguaje: con los cambios que se han producido en el propio lenguaje y en la forma en que hablamos con nosotros mismos.
Antes había una íntima unidad entre la palabra y la cosa a la que se refería, pero con el tiempo esta relación entre significante y significado ha dejado de ser unívoca (un mismo significante puede referirse a varios significados y un mismo significado puede ser expresado a través de distintos significantes). Así, el lenguaje ha ido ganando en complejidad y también en independencia. Pensadores como Heidegger se dieron cuenta de que «El habla habla» y escritores como Joyce observaron que el lenguaje se deleitaba con sus juegos de palabras y le dieron voz. Los escuchadores de voces saben esto de primera mano: son literalmente hablados por un lenguaje que ha ido poco a poco ganando terreno dentro de ellos. Algunas palabras —algunos significantes— se les imponen y se perciben como ajenas. «Hay frases», decía el famoso psicótico Daniel Paul Schreber, «que no han surgido de mi cabeza, sino que han sido pronunciadas desde fuera dentro de ella». La agotadora batalla interna que mantienen estas personas con un lenguaje «desencadenado» se muestra con claridad en el caso del autodenominado «estudiante de lenguas esquizofrénico», Louis Wolfson. Wolfson sentía horror cuando escuchaba su lengua materna (especialmente cuando era su madre quien hablaba) y solo podía soportar una palabra en dicha lengua tras un arduo trabajo de traducción que consistía en «neutralizar» la palabra en cuestión con otra palabra en un idioma distinto, pero idéntica en sonido y sentido.
Por otro lado, algo ha cambiado también en el diálogo que mantenemos con nosotros mismos. Como indican Álvarez y Colina, hasta no hace tanto el mundo que habitaba el hombre era distinto: entre los humanos y los dioses había entes intermedios, llámense ángeles, demonios o daimon. Estos entes, que mediaban entre lo humano y lo divino, servían de orientación o guía y ayudaban a lidiar con lo desconocido. Ahora, sin dios y sin espíritus intermedios, estamos solos y, para darle un sentido a lo que nos rodea, no nos queda otra que debatir con nosotros mismos (en ocasiones, nuestros peores enemigos). Sea como sea, nuestras conversaciones internas han cambiado y con ellas las voces, que «De servir de orientación, revelación o guía han pasado a convertirse en una amenaza angustiante que atormenta a quien las sufre».
Pero ¿cómo se empieza a oír voces?, ¿cómo ese otro que también somos empieza a hacerse oír? En este punto cedo la palabra al juez Schreber, que, como bien decía, ha «conseguido conocer aspectos de la esencia del proceso mental y de la naturaleza humana que podrían provocar la envidia de más de un psicólogo». El célebre psicótico cuenta en sus memorias, Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, que su tormento comenzó una mañana en la que, «en contra de todos sus rectos principios morales», se le pasó por la cabeza una idea: «Debía resultar muy placentero ser una mujer cuando se entrega en el coito». El juez llevaba una larga temporada sintiendo una tristeza muy profunda, tenía insomnio y había perdido peso. Al parecer, quería tener descendencia y, aunque su esposa se quedó embarazada en más de una ocasión, los embarazos no llegaron a término. Desde que tuvo aquel pensamiento «involuntario», el juez comenzó a oír voces de manera continua. Primero de forma sutil: al principio no era más que un crujido, «un ruido o un crujido que parecía provocado por un ratoncito», señal tal vez de que su mundo interno, su lenguaje, se rompía; luego de una manera más burda: las palabras se interrumpían antes de tiempo, las frases quedaban a medias. El lenguaje se venía abajo; sin embargo, otras palabras que sentía como ajenas, que no eran en absoluto propias de un juez, se le imponían: «¿Será un presidente de Sala el que se dejará joder?», le preguntaban.
Después, al igual que aquella nota que reverberó en la mente de Schumann, algunas frases comenzaron a repetirse sin descanso, de forma «aterradoramente monótona», en la cabeza de Schreber. Algunas de ellas, como las que se referían a él como «miss Schreber», eran particularmente hirientes. Schreber acabó creyendo que había sufrido un cambio de sexo para convertirse en la mujer de Dios y procrear así una nueva raza. Sentía en su vientre un embrión concebido de forma inmaculada. Si seguimos el recorrido del pensamiento que tuvo aquella mañana («Debía resultar muy placentero ser una mujer cuando se entrega en el coito») hasta su desembocadura y tenemos en cuenta el contexto en que surgió (su pesar porque su mujer no pudiera engendrar hijos), el entramado delirante de Schreber resulta algo más comprensible.
Aunque a veces proporcionan compañía y consuelo, en muchas ocasiones las voces sacan los colores, meten el dedo en la llaga de la persona que las escucha. Parece que a través de las voces una persona trata de decirse algo por cauces no convencionales. No deja de ser llamativo que algunos psicóticos sordos, que nunca tuvieron la experiencia de oír, cuenten que oyen voces. En algunos casos, explican su improbable experiencia diciendo que Dios les ha hecho recuperar la audición y por eso pueden oír.
Los escuchadores de voces son testigos de una realidad que tiene lugar fuera de los márgenes dentro de los cuales habitualmente vivimos, fuera de los límites del lenguaje. Sin embargo, aunque a primera vista no la reconozcamos, esa realidad es también la nuestra, por mucho que hayamos conseguido silenciarla. La existencia de estas personas, no nos engañemos, siempre ha sido algo marginal. Antiguamente, a quienes tenían este tipo de experiencias se les obligaba a vagabundear extramuros, fuera de las murallas de la ciudad. En esta época en que nos echamos las manos a la cabeza cuando alguien amenaza con levantar un muro, iniciativas como la de los escuchadores de voces, la Revolución Delirante o el programa radiofónico Fuera de la jaula, que no buscan otra cosa que derribar murallas, son de agradecer. Como testigos del malestar de una época, estas personas merecen ser escuchadas. Y, por supuesto, merecen todo nuestro respeto.
La entrada Los escuchadores de voces aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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