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Con Miguel Ángel Bastenier (Barcelona, 1940) ha muerto un poco de periodismo. Pertenecía a una raza en extinción, la de los periodistas de antes. Y por eso en la confusión del ahora, la de los gurús y las palabrotas (fake news, click-bait), era el mejor mástil al que agarrarse. Le daba igual el formato. Dio lecciones en columnas de papel y en ciento cuarenta caracteres. Habría hecho entradillas perfectas con señales de humo si hubiera sido necesario.
Siento verdadera lástima por los que se lo van a perder y, a la vez, una enorme gratitud por haber coincidido con él, primero en un aula, y luego en la redacción de un periódico. Ese es, además, uno de los privilegios del oficio más hermoso del mundo, el tropezar, de vez en cuando, con personas extraordinarias y poder compartirlas con los demás en entrevistas y reportajes.
Bastenier me cambió la vida, me hizo periodista. No fueron los años de universidad, ni siquiera las primeras prácticas en medios de comunicación. Fue él quien me envenenó para siempre, quien me hizo amar y respetar este oficio. Empezó por el principio, lo que él llamaba «la nota seca», es decir, la información pura. Antes de enseñarnos a hacerla, nos mostró lo difícil que era, lo caro que era el espacio de un periódico. Tan caro que no tenía precio. Nos enseñó que la única forma de relacionarse con el lector era la del respeto.
Así, con un inmenso respeto, había que ponerse a escribir: cada dato atribuido, incontestable. Éramos obreros de la información, meros intermediarios, pero honestos, rigurosos, respetuosos. Eso era el periodismo, un servicio. Y él te lo enseñaba el primer día escribiendo lo más difícil, un breve de seis líneas donde no podía faltar nada.
Podría haberse dedicado a brillar, sin más. A pulir sus propios textos. A ir, ver y contar. Y sin embargo, prefirió compartir, enseñar. Tenía un don para hacerlo. Sus críticas quedaban grabadas a sangre y fuego como una lista de lugares a los que no podías volver jamás. Sus halagos te hacían flotar. Cruzarse con Bastenier en un pasillo y que te dijera: «Junquera, qué bien te ha quedado eso». Cuánto valía un piropo suyo. Otra cosa sin precio.
Sabía de todo. Parecía, como decía Lluís Bassets en su obituario, que efectivamente había leído todos los libros, visto todas las películas. Sus alumnos seremos fieles a todo los que nos inculcó, seguiremos buscando su aprobación al escribir la primera línea de un texto y admirándole hasta el día en que escribamos la última. Porque él nos hizo periodistas, de forma que ya nunca más fuimos a trabajar: éramos lo que hacíamos.
Y no hay repuesto posible. Bastenier era único e irrepetible.
Gracias por tanto, maestro
Hay profesionales tan excepcionales que cuando se van se muere también una parte de su oficio.
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