The twilight zone. Imagen: CBS.
Hubo un tiempo donde todos los capítulos de Los Simpson condenaban a Bart a rotular «No eructaré el himno nacional» sobre una pizarra y todas las cadenas de televisión consideraban que respetar el orden de emisión de una serie era una costumbre irritante. Una época preinternet oscura donde el público se acostumbró a los bailes de horarios, las emisiones de especiales navideños en pleno agosto o que se salteasen temporadas hasta que el espectador despistado cuestionase los desequilibrios hormonales de unos actores que envejecían y rejuvenecían excesivamente entre episodios. Los hábitos del público del momento tampoco ayudaban, porque en aquellos años mantener el culo quieto ante la tele durante más de media hora suponía un esfuerzo notable y proponer una maratón de capítulos insinuaba cierto desequilibrio mental. La pequeña pantalla se conformó con aspiraciones proporcionales a su tamaño, el público se asomó a ella con desidia y al ciudadano medio no le venía nada por las siglas HBO, ABC o CBS ni por las palabras Netflix o Amazon. En realidad, hasta hace un par de días la televisión no tendría el valor de lucir prestigio con verdadero orgullo ni de sacudirse de encima el diploma de caja tonta. Pero incluso en aquel clima hostil florecieron en los huertos catódicos un buen montón de producciones que se negaban a conformarse con ser entretenimientos menores.
El cuentacuentos (1987-1988)
El cuentacuentos. Imagen: NBC.
A Jim Henson la gente lo ama por agitarle la felpa a Gustavo junto a una tropa de Muppets, por colocar los adoquines de Barrio Sésamo a lo largo de medio mundo y en general por ir por ahí arrojando alegría y color sobre criaturas humanas de escasa altura. Pero existió también un Henson crepuscular que disfrutaba vadeando los pantanos más adultos para cazar una obra mucho más sombría y arriesgada. Durante ese periodo, que se corresponde con la última década de vida del creador, The Jim Henson Company se atrevió a coser pesadillas al diseñar los monstruos de la película Dreamchild, una Alicia en el país de las maravillas retorcida y grotesca, y moldear las verrugas de las criaturas que comandó Anjelica Huston en La maldición de las brujas. El propio Henson se sentó tras la cámara para orquestar una arriesgada El cristal oscuro (codirigida junto a Frank Oz) y aquella maravilla llamada Dentro del laberinto, donde un ejército de goblins bailaba alrededor del paquete envasado al vacío de David Bowie mientras Jennifer Connelly correteaba por allí. Unos esfuerzos cinematográficos adelantados a su tiempo que el público recibió con extrañeza y el tiempo convirtió en cine de culto. Algo de todo esto salpicó también a la pequeña pantalla, porque durante esa época esbozó el borrador de la futura serie Dinosaurios (producida tras su muerte) y preparó su programa más temerario: El cuentacuentos, una antología de fábulas europeas rebozadas en lo lúgubre.
El cuentacuentos llegó presentado por un John Hurt con pinta de albergar genética hobbit que narraba junto a su perro (una marioneta a cargo del hijo de Jim Henson, Brian) una leyenda por episodio. Fábulas cuyo encanto era alejarse de la ñoñería habitual de las princesas sumisas, príncipes añiles y cursiladas canturreadas en el bosque para visitar cuentos populares de reversos embarrados y tétricos. Relatos habitados por hombres con el cuerpo de un erizo, trols, diablillos rencorosos, maldiciones que transforman a niños en cuervos, leones albinos capaces de tareas imposibles, grifos mitológicos y gigantes cuyo corazón se encontraba oculto en el interior de un huevo en el fondo de un pozo dentro de una iglesia en un lago sobre una montaña lejana. Todo aquello cobraba vida gracias a una producción de la hostia: la fábrica de Henson confeccionaba las criaturas, el guionista Anthony Minghella (El paciente inglés, El talento de Mr. Ripley) firmaba los libretos, el artista Brian Froud echaba una mano con el diseño general y por el casting desfilaban Jonathan Pryce, Miranda Richardson, Sean Bean o Helen Lindsay. Con tan aparatosa elaboración la serie se conformó con una temporada parca de nueve capítulos, y generó un spin-off basado en mitos griegos con nuevo cuentacuentos (Michael Gambon), mismo perro y cuatro episodios por donde pasearon titanes, minotauros, el Hades, Ícaro, Dédalo, cierta Gorgona y las fábulas helénicas.
Pero, ante todo, El cuentacuentos es la serie gracias a la cual existe «El soldado y la muerte». Un episodio, dirigido por el propio Jim Henson, que se convertiría en una de las cosas más aterradoras y fascinantes que le podían ocurrir a un chiquillo frente a la pantalla a finales de los ochenta. «El soldado y la muerte» adaptó un antiguo cuento ruso protagonizado por un soldado que, armado con un saco mágico capaz de apresar cualquier cosa, encaraba a una tropa de diablillos tahúres y se enfrentaba a una terrorífica versión antropomórfica de la muerte moldeada en la creature shop de la compañía. Una historia salpicada de escenas espeluznantes que jugaba con la idea de vida eterna en un lúgubre desenlace, algo que agradecen mucho los niños en edad de regar los traumas con estímulos externos. Y de todo esto tenía la culpa el mismo hombre que inventó a Epi y Blas.
Búscate la vida (1990-1992)
Búscate la vida. Imagen: Fox.
Si en algún momento a alguien se le ocurriese tallar un Monte Rushmore con los rostros de la mejor comedia absurda americana no sería difícil recolectar firmas para que las cuatro caras a cincelar fuesen la jeta de Chris Elliot. Y todo por culpa de Búscate la vida, una sitcom imposible y suicida, una chaladura perpetrada por el propio Elliot junto a Adam Resnick (guionista del late night de David Letterman) y David Mirkin (escritor en Apartamento para tres o El show de Larry Sanders) que partía de una base brillante: colocar a un niño grande llamado Chris Peterson, un personaje que los guionistas idearon como una versión treintañera y psicópata de Daniel el travieso, en el mundo ficticio que fabricaron las telecomedias de los sesenta y setenta. En aquel universo los secundarios eran arquetipos de sitcoms añejas y el protagonista un chiflado sometido a sucesos extraordinarios en unos guiones que se olvidaban de que existía el freno: Chris era un repartidor de periódicos de treinta años que se peleaba con un poltergeist en una mansión victoriana, construía un submarino en su bañera, trataba de batir el récord mundial de apilar objetos sobre sí mismo, acababa con la mano verde tras calzar un reloj falso, intercambiaba su cuerpo con el de su mejor amigo por culpa de una maldición india o arrasaba en los concursos de deletrear después de que unos residuos tóxicos pusieran en marcha su cerebro. La mofa jugaba a todos los niveles, las tramas mataban regularmente al protagonista principal de manera gratuita y los episodios incluían con frecuencia el número «2000» en el título porque alguien lo encontraba gracioso: «Terror on the Hell Loop 2000», «Girlfriend 2000», «Meat Locker 2000», «Houseboy 2000», «Psychic 2000» o aquel capítulo que incluía viajes en el tiempo y fue maravillosamente bautizado como «1977 2000». La banda R.E.M. se encargó de vestir la cabecera con su tontorrón «Stand», aquel tema sobre el que el propio guitarrista de R.E.M. (Peter Buck) comentó «Es sin duda la pieza más estúpida que hemos escrito. Y eso no tiene por qué ser algo malo». Gracias a Búscate la vida aquella canción bobalicona sufriría el síndrome de C.S.I. featuring The Who: desde entonces nadie sería capaz de escucharla y no imaginar a Chris Peterson arrojando periódicos con saña.
Los ejecutivos de Fox asomaron la cabeza por el show para descubrir que no tenían muy claro qué coño estaba pasando allí y sospechar que alguien había presupuestado un catering de farlopa para los guionistas. Pero a pesar de no pillarle el tono al humor, la cadena optó por no hacer preguntas y dejar la cancha libre para que Elliot y compañía se desmelenasen a gusto. La única queja desde arriba llegó junto al extraterrestre que aterrizó en uno de los mejores episodios del programa: «Spewey and Me» (Vomitón y yo). Una revisión cafre y escatológica de E.T. y Alf donde Chris adoptaba a un marciano encabronado que vomitaba sin parar y expelía mocos por los codos (de manera literal), secreciones que el idiota de Peterson interpretaba como regalos comestibles («Es el néctar de los dioses», aseguraba tras meterse un lingotazo de mucosa alienígena). La historia finalizaba con la criatura del espacio exterior resucitando de entre sus propias sobras tras haber sido asada a la barbacoa y devorada por el reparto. Los productores consideraron que todo aquello era una cochinada e intentaron vetar el capítulo, pero el hombre que estaba en la Silla De Mandar en la Fox por aquel entonces, Peter Chernin, se descojonó tanto con el episodio como para encargarse personalmente de que se emitiera en televisión.
El prisionero (1967-1968)
El prisionero. Imagen: ITV.
La leyenda dice que durante la fiesta de despedida de la serie de espías británica Danger Man su protagonista, Patrick McGoohan, aprovechó la presencia de mandamases parlamentarios para preguntarles qué hacía el Gobierno con los espías retirados. La respuesta fue algo así como «Nos hacemos cargo de ellos, les damos una casa, un coche, algo de dinero y de esa manera no desertan», una revelación que inspiró a McGoohan para idear El prisionero. La realidad cuenta que McGoohan y George Markstein, cocreador de El prisionero, se tiraron años peleándose sobre a quién se le había ocurrido primero la semilla de aquella ingeniosa empresa.
El prisionero comenzaba con un agente secreto británico gaseado con un sedante en su propio piso mientras planeaba la huida tras renunciar a su puesto. Un personaje que acababa despertando en un extraño y bucólico pueblo costero a modo de prisión pop en la que un poder superior desconocido encerraba a aquellos que sabían demasiado. Un lugar curioso hasta el absurdo donde sus habitantes carecían de nombre al haber sido rebautizados con un número (Número 6 en el caso del protagonista), todo estaba monitorizado desde una sala de mandos de futurismo sesentero, las personas se convertían en piezas de ajedrez de manera literal y un robot llamado Rover, con aspecto de globo gigante y la capacidad de absorber individuos enteros, ejercía de temible perro guardián.
El prisionero convirtió el WTF en su verdadera razón de ser, la premisa inicial se salpicaba con situaciones ocurrentes e imaginativas mientras la trama disparaba más interrogantes que respuestas ante un público que no entendía nada pero se divertía llenando la pizarra de cábalas. Fue el show que se adelantó a Perdidos en lo de idear la historia sobre la marcha sin que sus responsables tuviesen ni puta idea de cómo remendar todo aquello, y a poco más de la mitad de la serie, cuando Markstein abandonó su labor como guionista, la cosa se desmadró del todo. A día de hoy la gente recuerda sus diecisiete capítulos con una mezcla de admiración, perplejidad y confusión, e incluso sus fans más tenaces son incapaces de desencriptar el significado de lo que ocurre pese a reconocer que todo mola bastante. Ni siquiera existe un consenso sobre cuál es la cronología real de los capítulos en la historia porque el orden de emisión televisivo no tiene demasiado sentido.
El prisionero también se anticipó a Perdidos en lo de joderla a lo grande durante el episodio final con un cierre disparatado que no resolvía las cuestiones importantes e incluso contradecía sus propias normas. Tras la emisión del último capítulo los espectadores tuvieron serios problemas para enderezar sus culos y la sensación de que les habían tomado el pelo a lo grande. McGoohan lo dejó bastante claro: «Yo quería provocar controversia, disputas, peleas, discusiones, gente enfurecida agitando su puño en mi cara y diciendo "¿Cómo te atreves?"», y acabó teniendo que esconderse para regatear a decenas de espectadores que le enviaban cartas de odio al buzón o se presentaban en su propia casa con protestas y preguntas. Hoy en día todavía hay quién cree que J. J. Abrams ha inventado algo.
The Twilight Zone (1959-1964)
The Twilight Zone. Imagen: CBS.
The Twilight Zone (rebautizada como Dimensión desconocida o En los límites de la realidad en España) abrió la puerta hacia los mundos extraños allá por octubre de 1959 y a día de hoy ningún otro show ha superado sus logros. Concebida como una serie de antología cuyos capítulos independientes navegaban entre la ciencia ficción, el terror y la fantasía, la Dimensión desconocida gustaba de lucir ingenio punzante y hacer trucos de prestidigitador con géneros que desembocaban en plot-twists sorprendentes. Variety sentenció que aquel show era «lo mejor que jamás se había llegado a lograr durante media hora de televisión» y de razón no iban escasos porque algunos de los relatos cortos más ingeniosos que han pasado por la parrilla televisiva estaban acampados en aquella dimensión. La culpa de todo la tenía Rod Serling, un puto huracán creativo que había adoptado forma humana: no solo ejercía de director del programa y como maestro de ceremonias, introduciendo y despidiendo cada capítulo en persona, sino que además escribió (en solitario o acompañado) noventa y dos de las ciento cincuenta y seis historias que desfilaron por The Twilight Zone durante sus cinco temporadas. El truco de Serling para lograrlo era poco sano y se basaba en trabajar catorce horas diarias durante siete días a la semana, el hombre llegaría a bromear sobre ese crunch laboral autoimpuesto asegurando que cuando se agachaba para recoger un lápiz perdía días de trabajo.
Es cierto que Alfred Hitchcock presenta había llegado antes, pero lo agradecido de juguetear con géneros más fantásticos favoreció que The Twilight Zone encontrase hueco propio donde acomodar el culo y convertirse en uno de los programas más influyentes de la historia de la televisión. Black Mirror, Historias de la cripta, Cuentos asombrosos, The Outer Limits o Cuentos desde la oscuridad no existirían sin la Dimensión desconocida, mientras que en Los Simpsons, Modern Family, Padre de familia o Futurama es fácil perder la cuenta de las veces que se rinde tributo al ingenio de la Dimensión desconocida. Y dentro de la sala de cine también resulta sencillo señalar hacia un batallón de películas que se parecen demasiado a ciertas entregas de la criatura de Serling: el Midnight in Paris de Woody Allen utilizaba la misma premisa que «A Stop at Willoughby», la cinta Timelapse y el episodio «A Most Unusual Camera» compartían una cámara de fotos que tomaba instantáneas del futuro, Clockstoppers y el relato «A Kind of a Stopwatch» jugaban a parar el tiempo, «Living Doll» era una versión sesentera y seminal de Muñeco diabólico, Mentiroso compulsivo tiraba de la misma idea que aquel «The Whole Truth» que condenaba a un vendedor de coches a decir la verdad sin freno, Saw tiene un tufillo a «The Jeopardy Room» y Ruby Sparks es una versión extendida del capítulo «Special Service». Otros films como Hombres de negro, Destino final, Poltergeist o The Box también evidenciaban que sus guionistas pasaron alguna tarde más allá del límite.
El capítulo «Five Characters in Search of an Exit» se estrenó en 1961 presumiendo de un punto de partida formidable: una bailarina, un vagabundo, un gaitero, un militar y un payaso que no guardaban relación alguna entre sí despertaban en el interior de un cilindro metálico sin salida aparente y sin recordar cómo habían llegado hasta allí. El episodio tuvo un remake más elaborado en la ochentera serie Hammer House of Mystery and Suspense y en algún momento encendió una bombilla en la cabeza de un Vicenzo Natali que años más tarde dirigiría la cinta de culto Cube confesando que había sido inspirada directamente por ese capítulo. El caso del episodio «An Occurrence at Owl Creek Bridge» era más especial: un cortometraje francés, que adaptaba un relato de Ambrose Bierce, premiado en Cannes y con un Óscar al mejor corto en la maleta. Una producción que un avispado Serling adoptó para insertarla en su The Twilight Zone como si fuese un capítulo más. Más de una treintena de años más tarde, Bruce Willis protagonizaría El sexto sentido de M. Night Shyamalan y los fans de En los límites de la realidad no tardarían en apuntar que la miga de la historia parecía fotocopiada de aquel «An Occurrence at Owl Creek Bridge».
La serie tuvo dos secuelas a modo de revivals (Más allá de los límites de la realidad en los ochenta y Los límites de la realidad en los dos mil) que incluso rehicieron capítulos añejos, pero la mejor opción para adentrarse en la Dimensión desconocida es la encarnación original, porque ni quiera ha llegado a envejecer. Aunque el programa sufrió cierto agotamiento en su temporada final, con un Serling superado por el curro, el show mantuvo un nivel tremendo durante toda su emisión y fabricó historias a las que habrá que comprarles un marco y proyectarlas en las escuelas. Entre ellas destacan «To Serve a Man», donde la visita de unos extraterrestres con un libro bajo el brazo levanta sospechas sobre los juegos de palabras. «The Eye of the Beholder», un ingenioso cuento de terror y reconstrucción facial con sorpresa final. «The After Hours», la pieza que se adelantó a Kate Beckinsale y Keanu Reeves en lo de convertir a los maniquíes en protagonistas. «It’s a Good Life», donde un niño con poderes mentales extraordinarios sometía a su antojo a todo un pueblo. «Time Enough at Last», protagonizado por el único superviviente de un petardazo nuclear y con uno de los desenlaces más crueles y recordados de la historia de la tele. El extraordinario «Nightmare at 20,000 Feet», donde un desbocado William Shatner advertía la presencia de un monstruo en el ala de un avión durante un vuelo. El casi mudo «The invaders», con unas criaturas diminutas aterrorizando a una anciana. «The Hitch-hiker», con Inger Stevens siendo acosada por un misterioso autoestopista. O «The Monsters are Due on Maple Street», una crítica social con la excusa de una invasión alienígena que realmente acabaría siendo proyectada en los colegios a la hora de hablar sobre civismo. Revisitar estos episodios tiene una pega en forma de familia amarilla: Los Simpson los han fusilado tan a menudo como para que el espectador llegue a ellos ya spoileado pero sin saberlo.
Las chicas de oro (1985-1992)
Las chicas de oro. Imagen: NBC.
Las chicas de oro fue un maravilloso ejercicio de valentía. Porque incluso hoy en día el productor más audaz tendría problemas para poner delante de la pantalla a actores entrados en años en algo que no implicase anunciar productos con las palabras «pérdidas» y «orina» compartiendo frase. Pero hace treinta años en la NBC no solo se arriesgaron a lanzarse, sino que lo hicieron de cabeza y con todo el equipaje encima: una telecomedia ambientada en el Miami de los ochenta con un reparto protagonista formado por mujeres de edad avanzada. Sobre el papel aquello parecía un repelente de audiencias, pero en el mundo real se colocó entre los diez programas más vistos del año durante seis de sus siete temporadas y llegó a congregar a veinte millones de espectadores ante las televisiones. Blanche (Rue McClanahan), Dorothy (Bea Arthur), Rose (Betty White) y Sophia (Estelle Getty) representaban las diferentes aristas del humor en la telecomedia, desde el ácido al inocente pasando por el disparatado o ese fabuloso humor seco que los americanos etiquetan como deadpan y Bea Arthur despachaba con una facilidad asombrosa. La serie se benefició de unas protagonistas que demostraron una química nuclear, a pesar de que en realidad no se trataban demasiado más allá del plató, y sirvió para que las cuatro actrices acabasen recogiendo un Emmy. Y quizás lo más importante es que siempre fue un show que tuvo las gónadas de tocar en los guiones temas que la televisión popular solía obviar para esquivar follones: la homosexualidad en ambos sexos (el genial «No libanesa, Blanche. Lesbiana»), la soledad de los ancianos, el SIDA, el travestismo, la eutanasia, una vida sexual activa durante la tercera edad o las relaciones interraciales formaban parte de la vida de los personajes con la misma naturalidad con la que dichos temas tienen lugar en la vida real.
En 1985 Las chicas de oro hacían chistes sobre cocaína y todavía hay gente que ha descubierto lo políticamente incorrecto ayer.
Las chicas de oro tuvo una secuela con tres de sus protagonistas y bastante menos alma (The Golden Palace), generó un spin-off llamado Nido vacío que a su vez provocó otro spin-off, (Nurses) y sufrió remakes en Inglaterra, Grecia, Rusia e incluso una vergonzosa versión española en 2010, culpa de José Luis Moreno, que fusilaba los chistes que treinta años antes había ideado la serie original. En el mundo del cómic se convirtió en la serie favorita de un Deadpool que consideraba a Bea Arthur la mujer más sexy del mundo. Durante su emisión recibió la visita de estrellas como Nancy Walker, Burt Reynolds, Alice Ghostley, Dick Van Dyke, Debbie Reynolds, César Romero, Bob Hope, George Clooney, Polly Holliday o un Quentin Tarantino que no pudo evitar la sobreactuación ni haciendo de Elvis en segundo plano. Hasta Julio Iglesias encontró un rato para colarse en el programa por la puerta trasera:
Julio Iglesias en Las chicas de oro en 1989, y todavía hay gente que cree que se hace mejor televisión ahora.
Durante el desenlace de la séptima y última temporada, en la pareja de episodios que ponían el cierre a Las chicas de oro, Dorothy se casó con Leslie Nielsen. A ver que quién encuentra una season finale que pueda superar eso.
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