Llegada de integrantes de la División Azul a la estación del Norte, 1942. Fotografía: Vicente Martín / Kutxa Fototeka.
Sueldos de miseria, paro, pobreza, y falta de productos básicos, cuyos precios se disparan en el mercado negro. Es la situación de España en 1939, en 1944 y también en 1951. En la conciencia colectiva de los españoles arraiga la idea de que esa crisis es consecuencia de la guerra civil y del grado de destrucción alcanzado. Pero la verdadera razón que impidió el crecimiento económico fue un bloqueo internacional, muy parecido al que hoy sufre Cuba. Los aliados, vencedores en la Segunda Guerra Mundial, consiguieron imponerlo al esgrimir un contundente argumento: habíamos ayudado a Hitler en el intento de conquista de la Unión Soviética. Cuarenta y cinco mil españoles, entre mujeres y hombres, se habían alistado en un cuerpo de ejército llamado la División Azul.
Los aliados tenían razón. Aquellos hombres y mujeres existieron. Despreciados por la Transición, ocultados por el franquismo, exaltados por los restos del falangismo, solo recientemente hemos empezado a comprender quiénes eran y qué hicieron. Ha habido que esperar a que se iniciara el siglo XXI para que aparecieran publicados los primeros estudios históricos auténticamente objetivos. Y también para que novelas como El tiempo de los emperadores extraños, de Ignacio del Valle, llevada al cine por Gerardo Herrero o El corazón helado, de Almudena Grandes, nos devolvieran a aquel momento. Ahora están saliendo a la luz, además, los testimonios de los últimos supervivientes, muy ancianos. En ellos leemos que el mito, la ideología y la propaganda permanecen mezclados.
Aunque la palabra que mejor define la historia de la División Azul es contradicción, desde sus orígenes, hasta su final. Su propio nombre parece aludir al color de camisa que los falangistas eligieron como signo distintivo. Se trataba de transmitir la idea de que la división era una iniciativa de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, la coalición de partidos políticos que más había apoyado la sublevación militar. Pero para 1941, momento en que fue creada esta unidad de combate, Franco había conseguido desmantelar la estructura de Falange, haciendo que sus líderes fueran irrelevantes.
Al dictador, lo mismo que al resto de los generales golpistas, se les revolvían las tripas cuando oían reclamar a los falangistas, acabada la guerra civil, que era ya momento de poner en marcha la «revolución nacionalsindicalista». Una aspiración demasiado parecida a las de los partidos de izquierdas, especialmente a los comunistas, en lo que tocaba a nacionalización de la banca y de los servicios públicos, además del sometimiento de la propiedad privada a los intereses nacionales. Franco no quería ir tan lejos, ni tampoco enfrentarse abiertamente a quienes habían sido sus aliados, poniendo así en peligro su puesto de jefe de Estado. Usando la política del palo y la zanahoria, fue creando enfrentamientos entre ambos bandos, mientras maniobraba para conseguir que solo un treinta por ciento de los puestos políticos y de altos funcionarios quedaran en manos de los falangistas. Los más relevantes y lucrativos fueron para los militares de carrera. Su España estuvo así controlada y copada por el organismo militar, mientras que Falange quedaba para alimentar el simbolismo de su ideología nacionalcatólica.
No hubiera podido llevar a cabo esta maniobra política con éxito sin valerse de su cuñado, Serrano Suñer, cuya condición de líder falangista aprovechó en su favor. Redujo el poder que Suñer había tenido hasta 1939, quitándole cargos y dejándole en puestos secundarios. Así que cuando en 1941 Franco le comunicó que su gobierno veía con simpatía la invasión de la Unión Soviética, el «cuñadísimo» vio el cielo abierto. Era la oportunidad de recuperar su importancia en el nuevo Estado, así que se apresuró a movilizar a los falangistas, llamándolos a continuar la cruzada contra el comunismo, que es como ellos interpretaban la guerra civil. Aquella, en su opinión, misión sagrada, podía seguirse en el extranjero, qué mayor felicidad para un camisa azul. Suñer no solo llamó al reclutamiento de voluntarios, sino que dio una rueda de prensa para comunicar que el pueblo español apoyaría decididamente al alemán.
Un médico examina a los voluntarios para la División Azul, 1941. Fotografía: Narodowe Archiwum Cyfrowe.
Franco le había dejado actuar porque él iba a ofrecer ese cuerpo de voluntarios a Hitler, como pago de la deuda contraída por la ayuda financiera y militar recibida de Alemania durante la guerra. En realidad el líder nazi esperaba que España se implicase totalmente en la guerra mundial. El problema es que no podía atender la demanda de Franco de concederle amplios territorios en el norte de África. Ese neoimperio español hubiera puesto en peligro su alianza con Pétain, líder de la Francia colaboracionista, y cortado el paso hacia el Mediterráneo de las colonias alemanas.
Hitler también había intentado, sin éxito, emprender la conquista de Gibraltar mediante un ataque combinado entre España y Alemania. Tras un acuerdo inicial, las dilaciones para acometerlo vinieron de ambos bandos, Franco diciendo que comenzaría cuando llegasen los suministros alemanes, y los mediadores nazis prometiendo la pronta entrega de los mismos. Al final la operación dejó de tener interés, pues estaba asociada a vencer al Reino Unido en una guerra relámpago, cortando su base de operaciones y abastecimiento en el sur.
Habían sido dos, por tanto, las negativas de Franco a colaborar con Hitler, y la División Azul fue una excusa para no tener que darle una tercera. A Suñer, que ya tenía a sus falangistas dispuestos a reclutarse, incluso en mayor número del requerido, y que combatirían bajo el nombre propuesto por él, le esperaba una desagradable sorpresa. El dictador le comunicó que todos los oficiales serían militares de carrera. Así los de Falange volvían a quedar reducidos a un papel secundario, el de soldados, y peor aún, carne de cañón del alto mando. Y vaya si lo fueron. A lo largo de la campaña en Rusia, sus mandos los presentaron como voluntarios a las misiones más arriesgadas propuestas por el mando alemán. También fueron colocados en la parte más expuesta del frente, lo que era un modo de ahorrar bajas alemanas. De ese modo el número de muertos, congelados y heridos entre los españoles alcanzó el cincuenta y seis por ciento, lo que es un porcentaje altísimo, incluso en las lamentables condiciones del frente ruso. Pero con semejante sacrificio Franco pretendía justificar que su «deuda de sangre» con Alemania quedaba saldada.
Las condiciones de los combatientes fueron en todo caso igual de malas para alemanes y españoles. Ambos combatían en invierno a temperaturas de entre -30 y -52ºC, y hubo tantas muertes debidas a la hipotermia como a las armas enemigas. La película Stalingrado, de Joseph Vilsmaier, estrenada en 1993, es un fiel reflejo de este sufrimiento. En una de sus secuencias, y tras vencer a un grupo de tanques, un oficial alemán cambia sus botas reglamentarias por las katiuskas rusas de un muerto, expresando un gran alivio. Lo mismo tuvo que hacer Teodoro Recuero Pérez, divisionario que nos cuenta su experiencia en el libro Hasta Nógvorod, recientemente publicado por West Indies. También él intercambia las botas, esta vez con un prisionero ruso. Aunque, eso sí, tiene que obligarle a punta de pistola. Sin duda ambos conocían la baja calidad del equipamiento alemán, y el dolor intolerable que sufrían en los pies sus soldados. Y al haber sido integrados en la Wehrmacht, el ejército nazi, los divisionarios vestían su uniforme.
Como los españoles combatieron en Rusia tres años, podría suponerse que las estaciones más cálidas eran un alivio para ellos. Pero la primavera descongelaba los ríos de día, volviendo a congelar sus cauces de noche y embarrando los caminos por el agua del deshielo. Lo que los hacía impracticables para el transporte del equipo militar. Eso obligaba a los soldados a trabajar como peones creando «caminos de rollizos», que no eran más que troncos cortados y empotrados en el barro. El verano aún era peor. De las marismas esteparias surgían nubes de grandes mosquitos, cuya picadura resulta bastante dolorosa, y que se comían vivos, literalmente, a los divisionarios.
La campaña de la División Azul consistió en combatir en los frentes de Nógvorod y Leningrado. El objetivo nazi era tomar Leningrado, la actual San Petersburgo, para lo que iban cercándola a base de conquistar las poblaciones limítrofes. En una de ellas, Nóvgorod, se ordenó a la Compañía Española de Esquiadores que atravesara el lago helado Ilmen para rescatar a la 81 División alemana, cercada en Vsad. Llevaron provisiones para tres días, pero las grietas en el hielo y la bajada de temperaturas hasta los -52ºC provocó que tardaran once. Cuando llegaron a Vsad solo quedaban doce alemanes vivos, el resto había muerto por congelación. El destino de los españoles no fue mucho más halagüeño: el noventa y cinco por ciento de la compañía murió en el desarrollo de la misión. A muchos soldados se les congelaron no solo los pies, sino las piernas completas, y hubo que amputárselas. La escasez de comidas disminuía las calorías ingeridas por individuo, lo que aumentaba los casos de hipotermia. Quedar herido era lo mismo que estar muerto, porque incluso atendido por personal médico lo habitual era congelarse.
Soldados de la División Azul (entre 1941-1943). Fotografía: Museo del Ejército.
Sabido todo esto, podemos preguntarnos por qué cuarenta y cinco mil españoles de entre veinte y veintiocho años, un porcentaje de ellos mujeres enfermeras, decidieron alistarse. Salvo los más jóvenes, muchos ya habían sufrido la guerra civil como combatientes, y es difícil creer que les quedasen ganas de repetir. A la pregunta de por qué lo hicieron no hay una única respuesta. El régimen del dictador Franco quiso hacer creer a la opinión pública que todos iban alegremente al sacrificio, como parte de su ideario fascista. Sin duda hubo algunos de esos, pero el fervor no fue tanto, porque a medida que se iban conociendo las condiciones del frente ruso costaba más completar el cupo. En los reemplazos, la Falange tuvo que hacer purgas entre los cargos de su partido que teniendo la edad requerida no se alistaron, además de presionar al resto. El régimen dijo lo contrario, que sobraban voluntarios y que había ordenado los relevos para que acudieran todos, pero eso forma parte de la propaganda más que de la historia. Para muchos voluntarios pesó la paga, en una época de elevado paro y pobreza. El sueldo del combatiente era doble, sumando el de legionario español, una de las nóminas más altas de entonces en el ejército, y el de soldado alemán, pagado por Alemania. Posiblemente ahí fue donde acertaron, al menos los mutilados y heridos, porque cobrarían pensiones españolas desde su regreso, y también alemanas a raíz de un acuerdo alcanzado en 1965, hasta su fallecimiento.
Pero dado que los excombatientes ignoraban las condiciones del frente ruso, y lo que vendría después, debemos acudir a la subjetividad de sus testimonios para entender porqué se alistaban. Recuero Pérez, al que antes aludía, dice en su libro que su sueldo de ordenanza en Campsa era de doscientas setenta pesetas, y sus gastos mensuales de trescientas, así que deja entrever que le obliga la necesidad. Sin embargo había combatido como falangista en la guerra civil, y en su libro se le escapa la palabra caudillo al aludir a Franco, por lo que tal vez pesó también la ideología. Luis García Berlanga, el director de cine, famoso por su Bienvenido Mister Marshall, aseguró siempre que se había alistado para librar a su padre de la responsabilidad política de haber sido gobernador civil en la República, con un partido de izquierdas. El caso concreto de Mercedes Milá, jefa de enfermeras, y tía abuela de la periodista actual del mismo nombre, responde a la vocación del ideario falangista, aunque pueden aplicarse a los hombres y mujeres del cuerpo médico las mismas razones enunciadas para el resto de combatientes.
Cuando se pregunta a los supervivientes actuales, integrados en la Fundación División Azul, la mayoría se muestran convencidos de su ideario falangista. De hecho exhiben sin pudor sus banderas con el águila franquista, y los símbolos del régimen español, y del nazi, que lucieron en sus uniformes. Si acudimos al monumento situado en el cementerio de la Almudena, en Madrid, que ellos mantienen, también encontramos la bandera preconstitucional junto a un par de cruces, además de chapas conmemorativas con los nombres de divisionarios fallecidos recientemente. Grupos de ultraderecha usan el lugar para reuniones puntuales, con discursos que elogian su ideología, vestidos con las habituales cazadoras bomber, botas militares, cráneos rapados y emblemas de las SS usados por los neonazis. Nada que no pase cada 20 de noviembre en la Cruz de los Caídos.
Y ahí está el problema. Es tan difícil separar la División Azul del falangismo español y el nazismo como de la leyenda de heroísmo que les ha acompañado desde su disolución. Los divisionarios aluden frecuentemente a la frase atribuida al general de artillería alemán Jürgens: «Si en el frente os encontráis a un soldado mal afeitado, sucio, con las botas rotas y el uniforme desabrochado, cuadraos ante él, es un héroe, es un español…». Que los pulcros y metódicos alemanes permitieran semejante facha a un soldado de la Wehrmacht, por muy español que fuese, cuando hay testimonios de que les molestaba que llevaran las manos en los bolsillos o se desabrochasen la guerrera, es más bien increíble. Tanto, como que una división guiada por los principios del falangismo no fuese aseada, o que sus oficiales —militares de carrera— no les hubieran arrestado por ir de ese modo. La única verdad es que las tallas alemanas les venían muy grandes a una generación de españoles más bien bajos, y de constitución delgada. Algunos testimonios aseguran que las camisas les quedaban como camisones y que a los pantalones les tenían que dar un par de vueltas. Pedirles que fueran bien vestidos era casi una quimera.
En cuanto a su heroísmo, difícilmente podemos llamar héroes a los invasores de un país que además combatían junto a los promotores del holocausto nazi. Es casi seguro que nada supieron de los campos de exterminio, al menos en 1941, pero estuvieron presentes para ver la brutalidad que usaron los alemanes contra el pueblo ruso, y de la que los propios españoles participaron, pues al fin y al cabo luchaban contra los «demonios comunistas». Pero este es un juicio moral. En el más estricto sentido militar, su comportamiento sí fue heroico. No se retiraron, cumplieron las misiones encomendadas, murieron y mataron, y quedaron congelados en las trincheras, donde además pasaban hambre. Sus bajas totales fueron del cincuenta y seis por ciento, las más altas de ninguna misión militar en el extranjero. En ese sentido, pocos testimonios hay más lúcidos que los diarios del poeta Dionisio Ruidriejo, convencido falangista, que pasa en ellos de alabar la cruzada en Rusia a comprender, enfrentado al horror, el inútil sacrificio humano empeñado allí.
Llegada de integrantes de la División Azul a la estación del Norte, 1942. Fotografía: Vicente Martín / Kutxa Fototeka.
Los jóvenes voluntarios que acudieron al alistamiento se equivocaron, porque iban menos a una cruzada, por cuestionable que esta fuera, que a ser carne de cañón para los alemanes, como pago de una «deuda de sangre» contraída en la guerra civil. La Compañía de Esquiadores sufrió un noventa y cinco por ciento de bajas en su travesía por el lago Ilmen. El general Muñoz Grandes, que los había enviado al matadero, recibió a cambio, de un emocionado Hitler, la Cruz de Caballero, una de las más altas distinciones del ejército alemán. Y algo más. La propuesta de ayudarle a dar un golpe de Estado en España, y sustituir a Franco al frente del poder. Siempre con la idea en mente de que un general como Grandes sí aceptaría que España participara en la Segunda Guerra Mundial. El dictador, claro, se enteró, y después de licenciar a Muñoz Grandes, y concederle un puesto tan alto como irrelevante en el ejército, envió a dirigir la División Azul a Esteban-Infantes.
El nuevo general no fue ninguna bicoca para los divisionarios. Bajo su mando sufrieron la batalla de Krasny-Bor, un formidable ataque ruso que dejó dos mil doscientos cincuenta y dos españoles muertos, heridos o desaparecidos. Fue la última acción de importancia antes que el 12 de octubre de 1943 la División Azul fuera disuelta y emitida la orden de repatriación de sus combatientes. Pero Franco no había cambiado de opinión, y quería seguir jugando ambas bazas, la de nación neutral y la de apoyo al Eje, hasta que se decidiera el curso de la guerra. Las presiones de los aliados para que cesara el apoyo español a Alemania pesaron en la orden de licenciar a la División, tanto como el bloque de Inglaterra, que redujo drásticamente las importaciones de gasolina. Los coches y taxis de gasógeno que circularon en la posguerra fueron consecuencia de esto.
Mientras los divisionarios regresaban, Franco creó sobre la marcha la Legión Azul, compuesta por voluntarios de la División y por aquellos soldados que solo llevaban seis meses en servicio, y que obligatoriamente debían quedarse. Por tanto la unidad española de apoyo a los nazis siguió activa. Y aunque no sufrieron ya los tremendos combates de la División Azul, tuvieron que padecer la retirada de los alemanes cuando el asedio de Leningrado llegó a su fin. La desorganización y la falta de transporte les obligaron a caminar cientos de kilómetros por la estepa helada. Y finalmente, el 14 de marzo de 1944, la Legión Azul fue repatriada. Por el discurso de despedida de Lindemann, jefe del 18º ejército alemán, sabemos que para los nazis no hubo diferencia entre ambas unidades, y todos eran aliados españoles luchando en su bando.
El regreso de los divisionarios-legionarios no fue feliz. Si bien los primeros reemplazos habían sido recibidos con cierto boato, y considerados héroes, el curso final de la Segunda Guerra Mundial obligó a Franco a esconder por todos los medios su ayuda a Hitler. Juan Serrano Mannara, que había estado tanto en la División como en la Legión, fue abandonado en San Sebastián con sus heridas aún sin curar. Cuando acudió al hospital militar le echaron, alegando que él no pertenecía al ejército, sino que era un voluntario. Más allá de la anécdota, este testimonio ilustra cómo la maniobra política del dictador, implicando a la Falange en apariencia, y ocultando la presencia del ejército tras ella, quería ahora recoger sus frutos. Ante la opinión pública internacional los divisionarios habían sido una reacción popular, no una decisión del Gobierno. Algo así como las Brigadas Internacionales que combatieron en la guerra civil alistadas en el ejército republicano. Excusa insuficiente para los aliados, y para impedir el bloqueo internacional que daría origen a la larga posguerra.
Curiosamente, la División Azul volvió a ser sacada a la luz en los años cincuenta. Franco, interesado entonces en prestarse como país de apoyo a Estados Unidos, y ser receptor de sus bases militares, alegó que ese cuerpo de voluntarios era la mejor muestra de que España había combatido el comunismo desde sus inicios. La Guerra Fría enfrentaba ahora a estadounidenses y soviéticos, y el antiguo aliado ruso de Estados Unidos contra Hitler era ahora el demonio enemigo. Los divisionarios no fueron a apoyar a un genocida, sino a combatir la tiranía soviética. Esto, al menos para los voluntarios falangistas, sí había sido verdad. Aunque ahora se usara, igual que en 1941, como justificación política.
El bloqueo internacional fue levantado. España recibió los restos del Plan Marshall, y en las áreas rurales vieron por primera vez la leche en polvo y el queso de bola. Que no les gustó mucho, por cierto. El milagro económico español de los sesenta, con sus seiscientos y su clase media, solo fue posible porque el país pudo volver a importar y exportar, y también porque el Gobierno de los Estados Unidos decidió que así fuera. Franco se había mantenido en el poder lo suficiente como para que su dictadura fuera aceptada internacionalmente. Nada le movería ya de la jefatura del Estado hasta su muerte.
Pero la historia de los divisionarios no termina aquí. Quedaban los prisioneros. Hombres que durante diez años habían padecido el gulag, el campo de concentración soviético, equiparable por su crueldad a los de exterminio nazi. Doscientos ochenta y seis presos regresaron en el barco Semíramis en 1954, y tanto Franco como Carrero Blanco maniobraron para que no hubiera una entrada triunfal de los divisionarios en Madrid, como la producida en 1942, y para que la sociedad los olvidase. Apenas sus testimonios sobre el gulag y las condiciones de la vida en Rusia, reales o inventados, fueron difundidos, la memoria de la División Azul se hundió en el silencio. Aún llegaron algunos más, hasta 1959, entre los dos mil quinientos españoles liberados y repatriados con ayuda de la Cruz Roja. Los Servicios de Seguridad e Información de la Casa Militar de Franco los calificaron como «indeseables en todos los órdenes». Ni siquiera en el día de hoy sabemos todavía qué fue de ellos.
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