Saturday, December 30, 2017

Jot Down Cultural Magazine: De Roger Federer a Luka Doncic: los momentos que 2017 dejará para la historia

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De Roger Federer a Luka Doncic: los momentos que 2017 dejará para la historia
Dec 30th 2017, 08:12, by Guillermo Ortiz

Luka Doncic y Edo Murić celebrando su victoria en la final del Eurobasket FIBA 2017. Foto: Cordon.

29 de enero de 2017. Open Australia. Final. Roger Federer – Rafa Nadal (6:4, 3:6, 6:1, 3:6, 2:3, 40:A)

En la pista Rod Laver juegan el número nueve y el número diecisiete del mundo. En principio, se podría hablar de una final descafeinada, sin prestigio… solo que es justamente al contrario. Frente a frente, seis años después de su última final de Grand Slam, se enfrentan los dos mejores jugadores de la historia con permiso del propio Rod Laver. Ambos vienen de un año horrible, plagado de lesiones. Nadal decidió terminar su temporada en octubre y Federer apareció en Australia sin competir oficialmente desde julio.

Contra todo pronóstico, cuando los dos superan la treintena, han conseguido imponerse a los Dimitrov, Wawrinka o Nishikori de turno y se han aprovechado del agotamiento de Andy Murray y Novak Djokovic, fundidos tras un 2016 extenuante. Están en la final y después de tres horas el guion parece el mismo que el de tantas otras ocasiones: inicio fulgurante de Federer, resistencia de Nadal, desconexión mental del suizo y quinto set con break arriba para el español.

Pocos apostarían en su contra llegado este momento: es el trigésimo quinto partido entre ellos y Nadal ha ganado veintitrés de los treinta y cuatro anteriores, incluida la final de 2009 en esta misma pista, también en cinco sets.

De hecho, Federer parece moralmente abatido y Nadal sigue jugando como una máquina: más ofensivo que otros años, igual de concentrado y limitando al máximo los errores no forzados. El 3-1 a favor del mallorquín parece una losa porque a estas alturas eso no se remonta con juego, se remonta con fe y ya sabemos que Federer siempre ha andado justo de fe en estos partidos. Con todo, el suizo salva su servicio, se coloca 3-2 y empieza a inquietar el de su rival desde el primer punto. Su táctica tiene un toque innovador aunque en realidad es un proceso que lleva desarrollándose varios años: adelantarse un par de pasos en el resto y no echarse nunca hacia atrás durante el peloteo. Eso tiene sus ventajas: ni siquiera un atleta como Nadal es capaz de aguantar un ritmo así… pero también tiene sus inconvenientes: Federer se «come» la bola en demasiadas ocasiones y Rafa se ha acostumbrado a sacarle al cuerpo, donde el margen de reacción es más limitado.

La otra baza de Roger con la que nadie cuenta no es táctica, sino técnica y mental: el revés a una mano. El prodigioso revés a una mano que tantas veces le ha fallado en el momento clave. Nadal abusa de las bolas liftadas y durante doce años de rivalidad Federer nunca ha sabido qué demonios hacer para poder golpear con un mínimo de precisión. La bola de Nadal bota muy alta y se aleja de la raqueta, lo que obliga a su rival a golpearla por encima de la cadera, casi sin fuerza y a menudo sin control. ¿Cuál es la solución que hasta ahora no había encontrado el suizo? Ir a por el bote. No dejar que se eleve. Jugar al ping-pong, vaya.

Roger empieza a jugar al ping-pong y encadena un revés tras otro para colocarse 30-40 y soñar con la remontada y el anhelado decimoctavo título de Grand Slam… pero Nadal no falla. Un saque magnífico y la posterior derecha a contrapié dejan a su rival de nuevo con la miel en los labios: cuatro rupturas conseguidas de catorce posibles. La historia de siempre. El siguiente resto de Federer va a la red y la sensación de todos sus aficionados es que esto está acabado, que la historia se va a volver a repetir y que no se sabe cuándo volverá a haber una oportunidad parecida. La misma sensación que en Wimbledon 2014 y 2015 o en el US Open de aquel mismo año, en las tres ocasiones contra Novak Djokovic.

Nadal tiene bola para ponerse 4-2 por delante y apretar el servicio de Federer en busca de un probable break que ya sentencie definitivamente el partido. El saque, de hecho, es excelente: fuerte, de nuevo al cuerpo, con bote bajo… Federer no puede sino quitársela de encima con el revés, pero consigue suficiente ángulo como para que Nadal no pueda resolver sin más con el siguiente golpe. Quizá convencido de que la bola no iba a volver a su campo, Rafa golpea con dudas, exagera el top spin y manda la pelota al pasillo de dobles después de tocar la cinta.

El resto ya lo saben: los mejores veinte minutos de la historia de esta rivalidad, los más impactantes. Federer consigue otra bola de break con otro revés perfecto a una mano. Es la sexta en lo que llevamos de set. Nadal hace lo que siempre ha hecho: sacar al revés del suizo y castigarlo hasta cinco veces más, pero Roger responde en cada ocasión como un maestro. Al final, es el español el que manda su derecha fuera. 3-3 y partido nuevo. Tan nuevo que ahora es Federer el mentalmente poderoso y Nadal el físicamente agotado. La sensación en directo es que el cansancio del español desnivela la balanza, pero un segundo visionado permite disfrutar de la exhibición de golpes del suizo: una derecha, un revés, un ace, un 0-30 remontado en el peor momento… Todo lo que falló en los treinta y cuatro partidos anteriores aparece ahora en el trigésimo quinto y es de una belleza inaudita: Federer aguanta su saque, vuelve a romper el de Nadal y acaba ganando el partido subiendo a la red y ajustando la bola a la línea, tanto que Rafa pide el «ojo de halcón» por si acaso, aunque sin éxito alguno.

Ha ganado Federer. A los treinta y cinco años. Cinco después de su último título del Grand Slam. Contra el mejor Nadal en mucho tiempo. Remontando en el quinto set. Es el partido de la década, sin duda, y el que marcará el resto de la temporada. Hasta tres veces más jugarán ambos rivales, siempre en pista dura, y las tres ganará Federer con gran facilidad, lo que no impedirá a Nadal llevarse dos Grand Slams —Roland Garros y US Open— y acabar el año como número uno del mundo. Por su parte, y para copar por completo el palmarés, Federer se hace con Wimbledon sin ceder un set. El pasado ha vuelto y no sabemos si para quedarse.

9 de abril de 2017. Masters de Augusta. Hoyo 72. Sergio García vs Justin Rose

La cabeza de Sergio García. La loca cabecita de Sergio García haciendo de las suyas otra vez. Mucha paz interior, mucha tranquilidad… pero después de liderar el Masters de Augusta durante tres jornadas y media, el castellonense está a punto de venirse abajo frente al inglés Justin Rose. García, sin duda el mejor jugador del mundo sin un «grande» en su palmarés, está a punto de regalarnos una nueva catástrofe. Dos bogeys consecutivos, en el hoyo 10 y el hoyo 11, le dejan dos golpes por detrás de su rival. La red se llena de burlas contra Sergio, recuerdos del «Niño» fracasando en Carnoustie, quedándose corto en Medinah, golpeando el césped con el palo en ataques de furia y frustración.

Las cosas no mejoran en el hoyo 13, un par cinco en el que García solo puede hacer el par. La buena noticia es que Rose no se escapa: sigue a dos golpes y por detrás solo parece acechar el intermitente Carl Schwatzer. Todo indica que será cosa de dos y García tiene que saber que es «ahora o nunca». De repente, el hombre que una vez fuera el Niño recupera su mejor golf: birdie en el 14, eagle en el 15… Rose aguanta con un birdie en este último hoyo y mantiene la ventaja de un golpe, pero en el 17 es él el que falla un putt sencillo, de unos tres metros, y los dos llegan al 18 empatados.

Después de cuatro largos días, todo se juega en un hoyo. Los dos mejores jugadores del torneo frente a frente, sin artificios. Dos fantásticas salidas los colocan a ambos en medio de la calle, con buen tiro a green: Rose es el primero en golpear y la pelota se le va un poco a la derecha, pero tiene la suerte de botar justo entre el green y el bunker y que la bola salga disparada hacia la bandera, rodando y rodando por el césped hasta quedar a unos cuatro metros del hoyo. Un golpe como para ganar un torneo. Es el turno de Sergio: apenas lleva un wedge en las manos y la bola sale bombeada para caer más cerca aún de la bandera. Bota y queda muerta… muerta a una distancia que es birdie sí o sí.

Huele a play-off. Los dos deberían embocar desde esas distancias y llevarnos a un desempate a muerte súbita. El primero en puttear vuelve a ser Rose, lo que le da cierta ventaja: si emboca, se asegura el desempate y mete una presión enorme a García. Si no emboca, en fin, nada está perdido. Analiza meticulosamente la caída y golpea firme, sin dudas. La pelota va directa al hoyo, el comentarista americano anuncia prácticamente el birdie… pero en el último momento se desvía hacia su derecha, roza el borde y se acaba saliendo.

Sergio García solo tiene que meter un putt de tres metros, quizá algo menos, para ganar el Masters de Augusta. Está exactamente en la misma situación de Carnoustie diez años atrás, cuando aún era una joven promesa. En aquella ocasión, García, que solo tenía que hacer el par en el último hoyo, falló estrepitosamente y se quedó sin Open Británico, que fue a parar a manos de Pádraig Harrington. «Vendrán más oportunidades como esta», dijo todo el mundo entonces, pero diez años más tarde aquí estamos, esperando aún el primer grande del chico que parecía llamado a convertirse en la gran némesis de Tiger Woods a principios de siglo.

El putt de García en Augusta es tan sencillo como el de Carnoustie y parece imposible que lo vuelva a fallar. Sin embargo, el golpeo es mediocre; la lectura, horrible, y la bola sale en la dirección equivocada desde el principio. De nuevo, las redes sociales arden con la leyenda de Sergio, del perdedor Sergio, del eterno aspirante frustrado. Demasiado pronto. Cuando todo apunta a una rendición sin condiciones de García, el español llega de nuevo al tee del hoyo 18 para empezar el desempate con una sonrisa en la boca, como si supiera algo que los demás desconocemos. El primer golpe de ambos jugadores resume lo que estamos por ver: Rose manda su bola a los árboles, García la deja en medio de la calle. El inglés tardará otros dos golpes en llegar al green y acabará con un bogey en el peor momento. Para que nadie ponga peros a su victoria, para que nadie diga aquello de «ganó porque el otro se vino abajo», García, que tiene dos golpes para ganar el torneo y está a cinco metros del hoyo decide arriesgar desde el principio y, en vez de acercar la bola, busca el birdie redentor.

Lo consigue.

A los casi treinta y siete años, casi dieciocho después de aquel golpe con los ojos cerrados tras un árbol de Medinah, lo consigue. Y, de alguna manera, su triunfo es el triunfo de la generación que lo vio crecer.

23 de mayo de 2017. Giro de Italia. Etapa 16

Hay algo raro en ver a Tom Dumoulin con la maglia rosa ya tan entrada la carrera. Tan raro como verle de rojo en la Vuelta de 2015 durante la penúltima etapa, cuando una encerrona en la sierra madrileña le dejó sin triunfo y sin podio. Dumoulin es un corredor hasta cierto punto improbable: excelente contrarrelojista, destaca por no destacar en nada de lo demás. No es un especialista en carreras de un día, no desciende como Nibali, no escala como Quintana, no tiene un equipo detrás que le salve de los apuros. Tom Dumoulin es un francotirador y tiene el encanto de los hombres solos, hechos a sí mismos.

Tiene el encanto y tiene la ventaja. A falta de cinco etapas para acabar el Giro, las cinco etapas más duras, las que deciden la carrera año tras año, el holandés le saca 2 minutos 41 segundos de ventaja sobre Nairo Quintana y más de tres minutos a Ilnur Zakarin y a Vincenzo Nibali. Sin embargo, pocos esperan que aguante la etapa reina con llegada a Bormio. En medio, hay que subir el Mortirolo, luego el Stelvio y por último el Giogo di Santa María, a escasos kilómetros de la línea de meta. El recorrido es brutal, solo apto para los mejores escaladores, y Dumoulin cuenta con el inconveniente de no tener aliados. En cuanto pierda rueda, en cuanto se descuelgue un segundo para poder coger a su ritmo, como suele hacer, sabe que no encontrará a nadie que le eche una mano. Todos contra uno y uno contra todos.

Y, sin embargo, Dumoulin aguanta el Mortirolo y aguanta el Stelvio, la «Cima Coppi» de esta edición. Por delante se ha ido un grupo de ciclistas con mucho nombre pero también con mucho tiempo perdido en la general: Mikel Landa, omnipresente desde su caída junto a Geraint Thomas en el Blockhaus, cuando una moto de policía se llevó a los dos por delante; Steven Kruijswijk, el hombre que debió haber ganado el Giro de 2015 pero lo perdió por una caída en un descenso; Andrey Amador, siempre batallador en Italia, y el sorprendente Jan Hirt. El líder afronta la subida final con los mejores: con Nibali, con Quintana, con Zakarin… Solo una pájara podría hacerle perder la minutada que se preveía en la salida.

Una pájara o una indigestión. O lo que sea. Los días posteriores a las jornadas de descanso siguen siendo una moneda al aire en el ciclismo profesional y algún día nos acabarán de explicar por qué. El caso es que, justo cuando va a empezar la subida del Giogo di Santa María, Dumoulin se para ante el asombro de comentaristas y aficionados. ¿Ha pinchado? ¿Va a cambiar de bici para la última ascensión? El líder pone pie a tierra y empieza a quitarse el maillot rosa. Nadie entiende nada. Se queda en tirantes, pero inmediatamente se quita también los tirantes, se baja el culotte y se mete entre la hierba. Obviamente, necesita aliviarse.

Es una situación insólita: Dumoulin está a una ascensión de ganar virtualmente el Giro y se pone a hacer de vientre en el momento cumbre de la etapa. Quizá en otra carrera, quizá con otro corredor sus rivales habrían esperado, pero esto es el Giro y el Giro es una guerra. Cuando ven que Dumoulin se ha quedado atrás, los favoritos aceleran: pese a los intentos de Laurens ten Dam por reintegrarle en el grupo, todo el proceso le ha costado una diferencia de 1 minuto 25 segundos y quedan once kilómetros de ascensión. Catástrofe absoluta.

Sin embargo, Dumoulin, a su ritmo, aguanta la distancia. Las rectas son tan empinadas que puede seguir el rastro de motos que acompaña a sus rivales. A veces la diferencia baja a 1 min 15 s, a veces sube a 1 min 30 s. Es el momento del ataque de Nairo Quintana y después de Vincenzo Nibali. El ataque que puede valer un Giro: los dos se llevan consigo a Zakarin y al imprevisible Domenico Pozzovivo. Thibaut Pinot, el otro favorito, queda unos metros atrás, junto a Mollema, Jungels y Yates. Como pueden ver, los rivales de Dumoulin no son poca cosa, sino la élite del pelotón mundial. Probablemente, los mejores escaladores del mundo, con permiso de Aru, Bardet o Contador.

Han pasado diez kilómetros desde el «apretón» y por delante queda Mikel Landa, a un minuto aproximadamente los cuatro favoritos a relevos y por detrás, ya sabemos, Dumoulin completamente solo, sin compañeros. La diferencia debería dispararse, pero, contra todo pronóstico, apenas llega al 1 min 37 s. Los últimos tirones de Nibali y Quintana les permiten alcanzar a Landa y aumentar la ventaja sobre Dumoulin a 2 min 17 s. En toda la ascensión no ha perdido siquiera un minuto con los mejores y en el descenso consigue mantener la distancia con respecto a Nibali, vencedor final de la etapa, y reducirla a 2 min 5 s con Quintana, su máximo rival para la general.

Quedan aún cuatro etapas, pero Dumoulin acaba de ganar el Giro de Italia con una exhibición sobrehumana. En Ortisei, dos días después, pierde un minuto con Pinot y treinta segundos con Zakarin, pero llega junto a Nibali y Quintana, incapaces de descolgarle. En Piancavallo —probablemente su peor día de las tres semanas— cede en torno al minuto con sus máximos rivales y pierde la maglia rosa por 38 segundos. Da igual. Queda la última crono, y en la última crono Dumoulin es imbatible: a mitad del recorrido ya es campeón virtual y al final su ventaja sobre Quintana quedará en 1 min 24 s, lo que le permite ganar su primera grande por apenas 31 segundos. Suficiente ventaja, incluso, como para haberse parado a echar un pis en la recta de meta… pero eso ya sería demasiado, claro.

3 de junio de 2017. Champions League. Final. Real Madrid – Juventus (3:1, min 90)

Todas las finales de Champions con el Madrid de por medio tienen un aire de familia: la prensa siempre coincide en que el rival llega mejor. La Juventus llegó mejor a la final de 1998; el Valencia, mucho mejor a la de 2000; el Bayer Leverkusen parecía imparable en 2002 y lo mismo se podría decir del Atleti en sus sólidas versiones de 2014 y 2016. Las cinco acabaron con victoria merengue. El miedo que atenaza a la afición madridista en 2017 es precisamente el miedo del favoritismo. El Madrid de Zidane ha ganado con cierta comodidad la Liga y se ha plantado en la final ganándole bien al Atlético de Madrid, pese a los numerosos problemas y las grandes polémicas que acompañaron su triunfo ante el Bayern de Múnich en cuartos.

Por su parte, la Juventus es un equipo trabajado, competente, con buenos jugadores como Higuaín, Mandzukic, Alves o Dybala y excelentes defensores como Chiellini o Bonucci, pero que parece un peldaño por debajo en calidad incluso con respecto a su versión de 2015, la que cayó contra el Barcelona en la final de esta misma competición. Ni siquiera la mística de Gianluigi Buffon, probablemente ante su última oportunidad para ganar el único título importante que falta en su palmarés, convence a las casas de apuestas, que coinciden en colocar al Madrid como firme candidato.

En pocas palabras: la Juventus es el Madrid de 1998 y el Madrid es la Juventus, incluso tiene a Zidane en sus filas.

Ha sido una temporada larga y llena de debates, como siempre. Desde su llegada al Madrid, hace poco más de un año, Zidane ya ha ganado una liga, una Champions, una Supercopa de Europa, otra de España y el Mundialito de Clubes. No basta. Cuando pone a Isco, la prensa se echa las manos a la cabeza porque no juega Bale. Cuando juega Bale, nadie entiende por qué no se le da la oportunidad al malagueño o por qué no juega más Asensio, o por qué Benzema le está quitando tantos minutos a Morata.

Con todo, ya quedó dicho, el Madrid ha quedado campeón de liga y lo ha hecho jugando bien, con una versión algo disminuida de Cristiano Ronaldo, que sin embargo ha brillado como nunca en los cruces europeos. Debería ganar, y debería ganar, dentro de lo que cabe, con cierta facilidad. De hecho, en el minuto veinte, Cristiano dirige una contra, pasa a Carvajal que le apoya por la derecha y le devuelve inmediatamente el balón para que el luso empalme de primeras un tiro pegado al poste ante el que Buffon nada puede hacer.

El 1-0 debería tranquilizar al Madrid, pero lo pone más nervioso, como si no pudiera ser todo tan fácil, como si no tuviera sentido ganar un título sin un gol en el descuento, sin una prórroga, sin una tanda de penaltis… Capello acostumbró al Madrid a la épica en la temporada 2006/2007 y ahí sigue el aficionado, desconfiando ante lo sencillo. Quizá por eso a nadie le sorprende que, seis minutos después, Mandzukic empate el partido con un auténtico golazo de media volea que entra por la escuadra. Es el momento de que la Juventus se venga arriba y al Madrid le entren las dudas, pero lo que ocurre es justamente lo contrario.

La segunda parte del equipo blanco —hoy de morado— es una exhibición: posesión de balón, dominio del juego, conducciones rápidas y el habitual contraataque. Brilla Modric, brilla Kroos, brilla Isco… brilla incluso Casemiro, un jugador atípico en demasiados sentidos, que recoge un rechace lejos de la frontal del área y le pega con todas sus fuerzas: el balón golpea en un defensor, hace una parábola imposible y entra pegado al poste. Un gol tan improbable como su propio autor pero completamente merecido.

Ahora sí, ahora ya no hay tiempo para nervios ni para precauciones. Ahora el Madrid se ve campeón y lo sigue demostrando. No se permite relajaciones y no deja que la Juve amenace. A los tres minutos, Carvajal vuelve a entrar por su banda, vuelve a centrar atrás y vuelve a encontrar a Cristiano, que se adelanta a toda la defensa y marca el 3-1. Su duodécimo gol en la competición, uno más que Lionel Messi. Con el resultado más o menos decidido, Zidane decide hacer un cambio que tiene mucho de simbólico: en el minuto 82 retira a Isco, probablemente la gran sensación del último tramo de temporada, y mete en su lugar a Marco Asensio, un chaval de veintiún años procedente de la cantera del Mallorca y que juega su primera temporada completa en el primer equipo del Real Madrid.

De la influencia de Asensio en el juego madridista habla la percepción del público, pero sobre todo hablan sus números: marcó en la Supercopa de Europa un gol decisivo ante el Sevilla, marcó en liga pocos días después, marcó en su debut en Copa del Rey y también vio puerta ante el Legia de Varsovia en Champions. Si Isco es el presente, Asensio es, como mínimo, el futuro. Y no es casualidad que nueve minutos después de entrar en el campo, ya en el descuento, y tras jugada individual de Marcelo, de nuevo un lateral resultando decisivo en el Madrid, sea Asensio el encargado de rematar el partido, la final y la duodécima Copa de Europa con un remate al primer toque que supone el 4-1.

Y que lo celebre como si nada, con una euforia bastante contenida, como si lo más normal del mundo fuera salir de la adolescencia, jugar una final de Champions League y marcarle un gol a Buffon en el 91.

17 de septiembre de 2017. Eurobasket FIBA. Final. Eslovenia-Serbia (63:55, 4:48 3Q)

Dos equipos de la antigua Yugoslavia se enfrentan en la final de una gran competición internacional por primera vez en la historia. De un lado, Serbia, un clásico en estas lides, vigente subcampeón del mundo y vigente subcampeón olímpico, en ambos casos poniendo en apuros a los Estados Unidos. Los serbios han llegado al campeonato con abundantes bajas, pero como siempre han conseguido ir de menos a más a base de defensa, acierto exterior, muchos puntos de Bogdanovic y el compromiso que siempre exige Sasha Djordjevic desde el banquillo.

Enfrente, la sorprendente Eslovenia. Un país que, en su momento, tuvo el porcentaje más alto de jugadores NBA por habitante, en aquellos tiempos de Nesterovic, Milic, Nachbar y compañía. Eslovenia casi siempre se ha presentado a estos torneos con equipos de ensueño para acabar decepcionando en los cruces. El gen competitivo balcánico parecía haberse perdido en el camino y ni siquiera en su gran oportunidad, el Eurobasket celebrado en casa en 2013, lograron pasar de cuartos después de caer ante la poderosa Francia de Tony Parker, Nico Batum y Boris Diaw.

A lo largo de los años, Eslovenia parecía haberlo intentado todo: incluso recurrieron en su momento al veterano Boza Maljkovic para poner orden, pero no resultó. En 2007 tuvieron la semifinal a un paso, pero desperdiciaron más de diez puntos de ventaja contra Grecia en el último cuarto. En 2009, quedaron aún más cerca, perdiendo precisamente ante Serbia en la prórroga un partido de semifinales que tenían absolutamente controlado y que afectaría a su mentalidad durante los siguientes años.

¿Qué ha cambiado en esta Eslovenia con respecto a la de otros años? De entrada, el equipo juega sin miedo, mérito a partes iguales de su nuevo entrenador —otro serbio, Igor Kokoskov, desconocido casi en Europa pero importante ayudante en la NBA— y de su nueva figura, el adolescente Luka Doncic, de dieciocho años. A pesar de su edad, Doncic ha revolucionado el baloncesto europeo. Habitual en las rotaciones del Real Madrid desde los dieciséis años, ha sido ya varias veces campeón de liga y de copa y participó activamente en la Euroliga que su equipo ganó en 2015.

Doncic es un jugador atípico en todos los sentidos: con sus 2,05 m puede jugar de base, de escolta y de alero. Tiene una inteligencia prodigiosa sobre la cancha y combina fortaleza física con una técnica muy depurada. Además, cae bien. Esto no es muy habitual y menos cuando uno es de origen balcánico. No solo es muy bueno, no solo sabe que es muy bueno, sino que lo disimula a la perfección. En la pista, sabe que su rol es llegar adonde no pueda llegar la gran estrella, Goran Dragic, titular de los Miami Heat de la NBA. En el vestuario, sabe que tiene que aprender y escuchar de los «mayores»: Vidmar, Blazic, el prodigioso Prepelic

Si la trayectoria de Serbia ha sido de menos a más, la de Eslovenia no ha admitido bache alguno: ha ganado todos los partidos disputados. Tanto los de la fase previa como los de los cruces anteriores. Desde 1995, cuando lo consiguió Serbia, nadie ha ganado el campeonato invicto… y eso que Serbia tuvo que jugar un par de partidos menos en el camino. Los de Kokoskov basan su juego en la velocidad y el tiro de tres. Nada nuevo, pero demoledor y efectivo. En semifinales han derrotado contra pronóstico a la vigente campeona de Europa y bronce olímpico, la selección española. La primera derrota de Sergio Scariolo en unas eliminatorias de un Europeo.

El triunfo ante los favoritos hace que Eslovenia asuma ese rol en la final… pero el problema con estos chicos es que siempre están bajo sospecha. Estamos demasiado acostumbrados a verles venirse abajo en el momento decisivo, justo cuando los serbios se sienten más cómodos.

El caso es que el partido empieza de forma trepidante y Eslovenia toma las primeras ventajas gracias a Doncic, a Prepelic y sobre todo a Dragic. La exhibición de Goran es espectacular: solo en el segundo cuarto anota veinte puntos de todos los colores. Paso atrás y triple, penetración cubriendo el balón con el cuerpo para dejar la bandeja con la zurda, tiro de cinco metros en suspensión… Dragic está imparable y permite que sus compañeros tengan más libertad: Doncic, por ejemplo, se hace omnipresente. Anota, coge rebotes, asiste a los compañeros, defiende como un león. A mediados del segundo cuarto completa la acción del partido: coge el rebote bajo su canasta, se escapa por la izquierda, supera a un rival, luego coge el centro superando a otro defensor y acaba machacando el contraataque a una mano en una demostración de fuerza y talento.

Al descanso, Eslovenia gana 56-47. El partido recuerda a la mítica final entre Serbia y Lituania de 1995 por su tensión, su intensidad y su tremendo talento ofensivo. Más de cien puntos en dos cuartos, una auténtica locura. Aun así, los eslovenos tienen que demostrar de qué pasta están hechos y más aún cuando, con 63-55 a favor y catorce minutos de partido por disputarse, Doncic cae mal al cerrar un rebote y se tuerce el tobillo, retorciéndose por el suelo y acabando en el banquillo apoyado en dos compañeros que hacen de muletas.

Un minuto después, se lesiona Dragic. No es una lesión grave pero sí lo suficiente como para perder su explosividad, perder el acierto y acabar en el banquillo. Los eslovenos se quedan así sin sus dos grandes estrellas. Probablemente, junto al serbio Bogdanovic, los grandes dominadores del campeonato. Poco a poco, liderados por un sorprendente Macvan, los serbios van remontando y la ventaja baja a cinco, a tres, a uno… y cuando llegamos a los cinco últimos minutos del partido, Serbia se coloca por delante 77-78.

Dragic vuelve a salir al campo, pero no puede. No tiene sentido alguno tenerle ahí tirando triples sin sentido y siendo desbordado en defensa continuamente. Si Eslovenia quiere ganar un partido que parece tener imposible, tendrá que esperar que otros jugadores hagan el milagro. Por ejemplo, Prepelic, que anota un triple imposible; por ejemplo, Vidmar, que se arroja al suelo para robar un balón clave; por ejemplo, el nacionalizado Anthony Randolph, que con su elegancia habitual anota un 2+1 a falta de un minuto y medio que pone el 86-82 para su equipo; por ejemplo, el inesperado Nikolic, que sabe calmar el juego cuando es preciso y acelerarlo cuando conviene.

Eslovenia es una máquina bien engrasada, sin fisuras y sin complejos. Demasiado equipo para una Serbia menor y desquiciada, empezando por su entrenador. Al final, la ventaja para los hermanos menores es de ocho puntos, 93-85. Doncic llora en el banquillo como un niño, que al fin y al cabo es lo que es. A todos sus títulos con su club añadan ahora este con su selección. El primer gran título de la historia de su país. Él, que perfectamente podría haberse nacionalizado español y liarse a ganar medallas con su país de adopción, ha sabido esperar y triunfar. Se podría decir que el futuro es suyo, pero eso sería asumir que el presente aún no lo es y no está tan claro.

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