Rafael Sánchez Ferlosio. Foto: Cordon Press.
Hoy 4 de diciembre de 2017 cumple noventa años Rafael Sánchez Ferlosio, «el mayor escritor vivo en nuestra lengua» (Savater dixit), y sus lectores tenemos la inmensa suerte de poder celebrar su aniversario disfrutando de una nueva joya, Páginas escogidas, recién llegada a las librerías.
En estas páginas nos reencontramos con todos los Ferlosios habidos y por haber, embozados, sucesivos, exultantes, celebratorios. Todos brillantes y magníficos. Todos rayanos a una altura estilística ejemplar, la suya, pocas veces igualada.
Está el Ferlosio de la bella página, o mejor, de la página bellísima; podríamos incluso neologizar diciendo «la paginísima», tesoro abreviado del grand style. Está el Ferlosio del léxico sublime, la prosodia infalible y el preciosismo verbal, el Ferlosio virtuosista y esdrújulo, como un orfebre que lanza destellos diamantinos con el buril de su pluma, como un patinador que traza arabescos miríficos en la superficie del hielo, que es la vida.
Está el Ferlosio del habla, entre magnetofónico y fotográfico y objetivista, seco como la mojama pero remojado en el mismo río del Jarama donde perece, ahogada, una chica inocente, entre listados de modismos y verborrea castiza (mucho más que un producto de la fábrica Castellet, no nos dejemos engañar por el interfecto).
Está el Ferlosio de la lengua, de la prosa anfetamínica, de la fiebre hipotáctica, engolfado en una pasamanería de la sintaxis que nos obliga a echar mano de la bomba de oxígeno para no perder el resuello. Está el Ferlosio reflexivo, el crítico cultural, el metaperiodista, el erudito lírico y minucioso, el sabio antipsicologista, deudor a partes iguales de las tesis de la Escuela de Fráncfort y de la teoría lingüística de Karl Bühler.
Está el Ferlosio polemista, el anarquista de púlpito, el abogado colérico de las causas pobres y el sentido común, el que se remueve inquieto en su sillón de orejas y clama al cielo con las cejas erizadas y el puño en alto, el que abre la ventana cuarteada de su sala de estar y grita, en zapatillas de felpa, las verdades del barquero en el patio de los mass media —un patio vacío, desertizado, donde su eco aún resuena—. Está el Ferlosio socarrón, el de la media sonrisa verónica, lidiador de la ironía, que nos hace reír a carcajadas y casi nos precipita por el borde del somier.
Están el Ferlosio poeta, el filósofo moral, el erudito de lo intrascendente, el grafómano recalcitrante, el profeta exaltado, el asceta de la palabra, el memorioso sentimental… Páginas y páginas de prosa delicada, sutilísima, caminando como un funámbulo sigiloso sobre el abismo de la caducidad y la podredumbre y la muerte negra, que todo lo sume en el olvido.
En sus escritos y declaraciones Ferlosio se nos aparece, sí, como un hombre sencillo, modesto, digno. Honesto consigo mismo, perseverante, obstinado, que hace del libre albedrío su única bandera política y de la conciencia irreparable del dolor y sufrimiento de las personas su principio ético por excelencia. Cantor de lo perecedero (los bienes) frente a lo perdurable (los valores), se burla del afán de superación, la aspiración a la excelencia, el ardor competitivo, el amor por el trabajo y el espíritu de sacrificio.
Delator del fetiche de la identidad y enemigo de la cultura predatoria, Ferlosio se opone a la idea de progreso, al principio de realidad, a la mentalidad expiatoria y al furor de dominación. Excitador o aguijoneador de la opinión pública, reflexiona sobre los avatares del mundo, hurga en los presupuestos del discurso establecido y trata de hacer explícito todo aquello que suele permanecer innombrado porque se da por supuesto.
Ferlosio, en fin, un personaje de carácter que a veces, disfrazado de obispo de sí mismo, parece querer convertirse en personaje de destino.
Tras la publicación en cuatro gruesos volúmenes de su obra ensayística y periodística (Altos estudios eclesiásticos, Gastos, disgustos y tiempo perdido, Babel contra Babel y QWERTYUIOP), la recopilación en un tomo de sus aforismos (Campo de retamas. Pecios reunidos) y la reedición en bolsillo de su obra narrativa (Alfanhuí, El Jarama, El escudo de Jotán. Cuentos reunidos y El testimonio de Yarfoz), aparece ahora esta selección heterogénea de textos de Ferlosio con el fin divulgativo de ofrecer una panorámica resumida —cronológica, temática y genérica— que pueda servir de pórtico de entrada a los lectores menos familiarizados con la obra del premio Cervantes, sobre todo a aquellos que se sientan más intimidados ante la complejidad y dimensiones de sus libros de no-ficción.
Puede uno quedarse días enteros dándole vueltas al «caso Manrique», esa simulada discusión sevillana entre Juan de Mairena y Menéndez Pelayo en torno a las Coplas a la muerte del padre. Nos convence y nos desconvence Ferlosio, que mueve a su antojo los hilos de la argumentación mediante los resortes de la invención literaria. Puede uno releer hasta desgastar la celulosa FSC sus pecios y artículos y relatos y narrativas sucesivas; curiosamente, en este caso las pinceladas descriptivas y argumentales del Alfanhuí me han hecho pensar en un Azorín ramoniano que hubiese pasado por el tamiz de la vanguardia a todos los clásicos redivivos, haciéndolos susceptibles de una literatura infantil para adultos. Puede uno volver una y otra vez, sin menoscabo del regocijo y la emoción y hasta de la sorpresa, a sus disquisiciones sobre el deporte y el Estado, a su estampa de la Gran Estación Central, a la fábula de los babuinos mendicantes. Cada sintagma, cada frase, cada párrafo, es una fiesta del espíritu, una verdadera obra de arte que nos conmueve.
Resulta inevitable que en este tipo de libros antológicos cada lector acuse la ausencia de alguna pieza. En mi caso, echo en falta los textos breves «El pensil sobre el Yang-Tsé» y «Cuatro colegas» (en realidad, todo lo que no está de El geco, que para mí es el libro más preciso y precioso de nuestra literatura contemporánea) y alguna de las hilarantes crónicas taurinas de 1980, pero hay que reconocer que todos los textos aquí recogidos son pertinentes y representativos y están muy bien traídos.
¿Cómo explicar esta felicidad sostenida de la lectura, de la letra impresa, de la palabra? ¿Cómo agradecerle a este hombre lo mucho, y profundo, y prolongado, que nos hace disfrutar? Solo nos queda poder leer —eso sí, por imposibilidad efectiva, pues permanece aún inédita— la anhelada Historia de las guerras barcialeas, que imaginamos una de las ocho maravillas del mundo y futuro patrimonio inmaterial de la humanidad.
Felicidades por sus noventa años y muchas, muchas gracias, de verdad, maestro.
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