Fotografía: Markus Spiske (DP).
En una cita desgastada por el uso, Rudyard Kipling recomendaba que tratásemos con la misma indiferencia a dos impostores: el éxito y el fracaso. Lo cierto es que, en algún momento de nuestras vidas, quizá azuzados por un Pepito Grillo excesivamente diligente, todos hemos sufrido el síndrome del impostor. Nos da miedo no estar a la altura, pensamos que no nos corresponde estar en el lugar que ocupamos y la inseguridad nos hace dudar de nuestros logros. En cierto modo, a diario todos somos pequeños impostores y poblamos nuestras vidas de leves hipocresías que imponen las normas de convivencia y urbanidad, por no mencionar la mejor versión de nosotros mismos que intentamos ofrecer al mundo a través de ese espejo deformante que son las redes sociales.
Pero también existe la figura, bien documentada, del impostor vocacional. Los hay de todos los colores: desde jetas que parecen salir de una novela picaresca del Siglo de Oro, a embusteros profesionales (¿se acuerdan de Milli Vanilli?) o incluso mentirosos patológicos que acaban arrasados por la avalancha de acontecimientos que desatan con sus falacias, como Enric Marco, retratado por Javier Cercas en su libro El impostor, o Jean-Claude Romand, protagonista de la biografía novelada El adversario, de Emmanuel Carrère.
En el ámbito deportivo tenemos unos cuantos ejemplos llamativos, y no me refiero al típico lateral pufo que le cuelan al equipo de nuestros amores temporada sí, temporada también. Como en Misión imposible, no basta con cambiarse la cara para adquirir las capacidades del imitado, algo que descubrieron a su pesar Éric Moussambani, que pretendió hacerse pasar por nadador en los Juegos Olímpicos de Sydney en 2000, o el más reciente Adrián Solano, que no conocía la nieve pero no tuvo empacho en inscribirse y participar en el Mundial de esquí de fondo celebrado en Lahti, Finlandia.
Maurice Flitcroft, el impostor más célebre que jamás haya dado el golf, era un individuo de ojos saltones, nariz tremebunda, rostro enjuto y barbilla prominente, una especie de Marty Feldman sin estrabismo. De talante voluble en cuanto a gustos y aficiones, este operario de grúa había intentado ser muchas cosas: había probado suerte como pintor, imitando pasablemente a Picasso o a Pollock, durante una época le dio por componer canciones, e incluso ejerció de acróbata en una especie de troupe circense en la que se lanzaba de cabeza a una piscinita portátil desde una altura poco recomendable. Así era Flitcroft: encontraba un foco de interés y se apasionaba por su nueva afición hasta perder el sueño.
El golf se cruzó en su vida en 1974 en forma de retransmisión televisiva del World Match Play Championship. Flitcroft notó un nuevo flechazo, pese a que ya tenía cuarenta y cuatro años y en su vida había empuñado un palo de golf. Después de quedar deslumbrado tras aquella epifanía, se puso a leer un libro de instrucción de Peter Alliss y algunos artículos de Al Geiberger, autor del primer 59 en la historia del PGA Tour, encargó por correo medio juego de palos y empezó a practicar de manera improvisada donde podía. Como el precio del abono en el campo de golf más cercano era prohibitivo para él, pegaba bolas en una playa cercana —hasta que subía la marea—, practicaba los golpes de búnker en el foso de salto de longitud de una pista de atletismo, pateaba a latas de café enterradas en su patio y en invierno se colaba en campos de rugby o de fútbol, siempre a hurtadillas, para poder dar bolas sobre hierba. A Flitcroft le encantaba el golf y, pese a que no tenía con quién compararse, pensaba que se le daba bien aquello.
Aunque nunca había disputado ninguna vuelta completa de golf, inspirado por la hazaña de Walter Danecki, un empleado de correos de Milwaukee que en 1965 había jugado dos vueltas de la previa del Open Championship —en las que sumó 221 golpes, nada menos—, en invierno de 1975 se apuntó a este torneo. Tenía cuarenta y seis años y vivía de una pensión, con lo que tuvo que pedirle prestadas a su mujer, Jean, las setenta y cinco libras de la inscripción. Al tramitar esta, cuando llegó a la casilla de hándicap no la rellenó e indicó que era profesional sin campo, dato que nadie se encargó de verificar.
Por lo tanto, Flitcroft estaba oficialmente inscrito en las previas del Open Championship de 1976, torneo que se jugaría del 7 al 10 de julio en Royal Birkdale y que serviría de presentación en sociedad a un jovencísimo Severiano Ballesteros, segundo en aquella edición solo por detrás de Johnny Miller después de haber encabezado la prueba hasta la tercera jornada. Una semana antes, el día 2 de julio, Flitcroft ya no pensaba en clasificarse y tenía un objetivo más mundano: llegar a su previa en el Formby Golf Club, cerca de Liverpool. El inglés se perdió por el camino, tuvo que salir a la carrera —con lo que se dejó en el maletero su palo talismán, la madera 4 que le daba confianza—, y llegó al tee de salida apenas un minuto antes de su turno.
Uno de sus compañeros de juego, Jim Howard, no tardó en descubrir que había algo raro en aquel jugador, más allá de su vestimenta y su extraña bolsa de cuero. Según declaró después, Flitcroft agarró el driver como si quisiera asesinar a alguien y subió el palo en un extraño movimiento vertical que desafiaba las leyes de la física y del buen gusto. En su primer swing la bola recorrió apenas metro y medio, un claro augurio de lo que iba a suceder a continuación. El osado operario de grúa necesitó 121 golpes para finalizar su recorrido, con bronca incluida con uno de los árbitros por juego lento. Era la peor vuelta en la historia del Open, previas incluidas.
Aunque el Royal & Ancient, la entidad que organiza el major más antiguo de la historia del golf, intentó neutralizar el escándalo, se corrió rápidamente la voz y Flitcroft se convirtió en una celebridad al instante. Tal fue el impacto de la noticia que un periodista llegó a presentarse en casa de su madre para entrevistarla. «¿Es que ha ganado?», preguntó su inocente progenitora. Su hijo, mientras tanto, se justificaba. «Tengo lumbago y fibromialgia, pero no quiero excusas. Saqué el hierro 3 para ir sobre seguro, pero no soy muy bueno con el hierro 3. Debí haber usado la madera 4, pero me la había dejado en el maletero. Con la madera 4 soy todo un experto, tremendamente preciso».
Después de acaparar titulares, el Royal & Ancient decidió actuar con contundencia. Para empezar, devolvió el dinero de la inscripción a sus sufridos compañeros de partido y su secretario, Keith Mackenzie, dejó claro que Flitcroft era persona non grata en su competición. «No queremos que nadie se burle del Open Championship. No volverá a participar. Si intenta jugar el año que viene, le estaremos esperando», declaró el enojado secretario, que no se limitó a aguardar un nuevo intento de intrusión. Días después escribió a la federación inglesa indicando que Flitcroft se había declarado profesional, con lo que ya no podía incorporarse a ningún club como amateur y se le debía vetar si lo intentaba. De este modo, si no podía unirse a ningún club jamás tendría el hándicap necesario para pasarse a profesional. La pescadilla que se muerde la cola, debió pensar el ocurrente Mackenzie.
Sin embargo, Flitcroft no cejó en su empeño y se inscribió otras cinco veces en el Open Championship, cuatro de ellas con seudónimo. La primera, al año siguiente, bajo el nombre de James Vangene, aunque la fibromialgia le llevó a retirarse antes de llegar a jugar. En 1978 decidió rebautizarse como Gene Pacecki (en homenaje a su ídolo, Danecki), pero fue interceptado después de jugar solo dos hoyos. En 1983 se convertía en el excéntrico profesional suizo Gerald Hoppy, tocado con una gorra de cazador y exhibiendo un tremendo mostacho falso, si bien fue expulsado después de nueve hoyos cuando ya había hecho 63 golpes. La abultada tarjeta de Hoppy llevó a pensar a los responsables del Royal & Ancient que se les había colado otro Flitcroft… hasta que descubrieron que se trataba del propio Flitcroft. El conde Manfred von Hofmannstal o James Beau Jolly fueron otros dos de los nombres de guerra utilizados por el que ya muchos llamaban «el fantasma del Open».
Su fama cruzó el Atlántico y llegó a Grand Rapids, donde en 1988 los hermanos Moore decidieron homenajearle bautizando con su nombre el torneo anual de socios e invitados del Blythefield Country Club de Michigan. Un emocionado Flitcroft viajó con su mujer, «la primera vez que habían salido juntos de la casa desde que les explotó el horno» y disfrutó de la hospitalidad de los estadounidenses. Además, les sorprendió jugando por debajo de los 100 golpes, una circunstancia que casi echa a perder su fama de golfista calamitoso.
Entre tanto, sus hijos, unos gemelos que habían heredado el sentido del espectáculo y la extraña versatilidad de su padre, demostraron también que querían ocupar un lugar en la historia extraña de Inglaterra al convertirse en los primeros en recibir una amonestación por comportamiento antisocial al batirse en un duelo a espada. Estos émulos de Zipi y Zape, o de los Gallagher de la serie Shameless, respondían a los maravillosos nombres de Gene van Flitcroft y James Harlequin Flitcroft, pero ambos recurrieron, como su padre, a imaginativos seudónimos para, supuestamente, ocultar su rastro. Gene, el primero, hizo de caddie a Lee Trevino haciéndose llamar Troy Atlantis, mientras que James se impuso en el campeonato del mundo de baile de discoteca de 1984 recurriendo a un nombre de guerra latino, Paris Ventura. De tal palo, tal astilla.
Mientras tanto, su padre, vetado en los campos de golf de todo el país, tuvo que volver a practicar a salto de mata, nunca mejor dicho, dondequiera que encontrara una finca susceptible de acoger sus golpes homicidas. Años después de su salto a la fama, hasta su fallecimiento el 24 de marzo de 2007, aún recibía en su casa cartas de seguidores de todo el mundo en las que a modo de señas habían escrito un escueto «Maurice Flitcroft, golfista, Inglaterra».
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