Wednesday, June 7, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Twin Peaks: regreso al futuro

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Twin Peaks: regreso al futuro
Jun 7th 2017, 09:05, by Enric Ros

Twin Peaks, David Lynch, (temporada 1, 2017). Imagen: Suzanne Tenner / Showtime.

Este artículo contiene diversos SPOILERS.

A David Lynch le gusta observar la piel de las cosas, pero también tiene fantasías quirúrgicas de «resurreccionista». A menudo le invade la necesidad de desgarrar la superficie del mundo, tal y como se aparece ante nosotros, para penetrar con violencia en su interior, hasta llegar —según sus propias palabras— a «las partículas subatómicas». El contraste entre la delicada textura de la piel humana y el amasijo de vísceras y órganos que esta esconde nos produce una sensación perturbadora, producto del repentino acceso a un misterio hasta entonces bien guardado, que él se encarga de reflejar de formas sorprendentes en la pantalla. Lynch nos devuelve esa ambivalente sensación infantil, de miedo y delectación, que produce la visión de la propia sangre brotando repentinamente de una herida.

Con frecuencia el inicio de este viaje de afuera adentro (o quizá del aquí al más allá) es mostrado a través de emocionantes recorridos visuales, como el movimiento de cámara que nos introduce en la capucha del hombre elefante en el filme homónimo, o el travelling en espiral a través del pabellón de la oreja cercenada de Blue Velvet. Son los momentos en los que, como señala el filósofo esloveno Slavoj Žižek, entramos en el «agujero negro» del relato, desgarrando sin miedo el tejido de la realidad. Este proceso suele ir acompañado de un insinuante aditamento sonoro: una vibración persistente, un zumbido perturbador que parece provenir de ese interior al que su creador trata de arrastrarnos. Un universo nuevo, compuesto de una sucesión de capas audiovisuales, se aparece poco a poco ante nuestros ojos, como si observáramos la realidad de todos los días con un microscopio de potencia ilimitada. La cámara penetra en estas capas como un bisturí hundiéndose con facilidad sobre un cuerpo desnudo. Así, descubrimos que la hierba verde y brillante del jardín familiar de la ya mencionada Blue Velvet alberga una guerra fratricida de insectos. Que el bosque de Twin Peaks contiene un claro con una hendidura en forma de matriz que permite acceder a un elegante salón enmoquetado, rodeado de cortinas rojas que evocan una antigua sala de cine. O que Laura Palmer puede desprenderse de su rostro como si fuera una máscara, mostrando una cegadora luz blanca que recuerda la de la maleta de El beso mortal de Robert Aldrich, tal y como ocurre en los nuevos capítulos de la serie.  

Pocos creadores se atreven hoy día a bucear por las profundidades de la realidad y del relato. Pese a los riesgos que esta actividad entraña (la más peligrosa, sacar al adormilado espectador de la confortable lógica narrativa a la que está tan acostumbrado), es en el fondo del mar donde podemos encontrar «los peces más poderosos y puros», los más «abstractos», como el propio Lynch se encarga de recordarnos en su estimulante librito de confesiones creativas Atrapa el pez dorado. El regreso de Twin Peaks confirma esta voluntad de seguir sumergiéndonos en lo insondable, en busca de lo que él denomina el «cuarto estado»; aquel que dice haber alcanzado a través de la meditación.

Más allá de cualquier tentación de nostalgia, Lynch y Mark Frost conciben este retorno como la ampliación casi ilimitada de una cartografía sensorial ya recorrida en el pasado (que ahora abarca otros escenarios evocadores como Nueva York o Las Vegas, y también otras especies de espacios de difícil clasificación, como un «más allá» violáceo que algunos ya han denominado la «habitación púrpura»). Al mismo tiempo, en lugar de ofrecer respuestas a los enigmas anteriores, sus autores prefieren convocar un aluvión de nuevos misterios, dejando una vez más desconcertados a los que se engancharon por primera vez pensando que aquello era una puesta al día de los códigos del whodunit. Cuando el director trabajaba en la serie a principios de los noventa, tenía claro que el arco dramático era la golosina con la que calmar los berrinches de los ejecutivos. Veintiséis años después, ha conseguido lo que entonces parecía un sueño imposible: que estos le concedan un sueldo estratosférico y libertad creativa prácticamente ilimitada para seguir profundizando en su delirio atonal.

El mayor acontecimiento del universo seriéfilo es, a juzgar por lo que hemos visto hasta ahora, un críptico filme dadaísta, sin arco ni nada que se le parezca, dividido en dieciocho partes (significativamente, sus autores se niegan a hablar de capítulos o episodios) que bien podrían ser dieciocho etapas de una nueva ruta abisal. Los personajes conocidos y los nuevos se suceden a través de una serie de piezas dramáticas que no tienen por qué encajar del todo. No hemos vuelto al Twin Peaks de 1990 porque es imposible regresar al pasado. Twin Peaks es ahora el punto de partida de un nuevo viaje con rumbo desconocido. Pese a la advertencia que precavidamente figura al inicio de este texto, la nueva entrega ha dinamitado también el concepto de spoiler, como recientemente insinuaba Jorge Carrión en una brillante reflexión sobre la serie. La revelación de datos o escenas puede frustrar en mayor o menor grado el placer del descubrimiento, pero ya no permite intuir la progresión de la historia, porque sencillamente ya no hay historia que contar. La única hipótesis plausible sobre la evolución de este (anti)relato es su imprevisibilidad total. El tópico dice que la irrupción del primer Twin Peaks marcó el año cero de la nueva televisión. Puede que el Twin Peaks del 2017 haya llegado para señalar su final; para obligar a la ficción televisiva contemporánea a repensarse a sí misma, a transmutarse en algo distinto, a volver a hacer saltar por los aires los códigos más instalados de la narrativa serial. Sus propios creadores se encargan de anunciarlo, en boca de Mike, el manco, con una irónica pregunta que retumba en la habitación roja: «¿Es el futuro o es el pasado?».

La televisión del campo unificado

Imagen: Suzanne Tenner / Showtime.

En una famosa escena de Shadows de John Casavettes, unos tipos discuten con vehemencia posibles interpretaciones de las esculturas vanguardistas de los jardines del MOMA. Uno de ellos, cansado de discursos intelectuales, exclama a viva voz: «No es cuestión de entenderlo. Si lo sientes, lo sientes». Algo parecido podría decirse de la rentrée de Twin Peaks; es, ante todo, una experiencia casi orgánica, un placer inmersivo que suspende por un rato el sentido del mundo ordinario. Los enigmas que plantea pertenecen a la categoría que Gordon Cole, el agente del FBI interpretado por el propio Lynch, describe como los casos de «la roza azul»; misterios que nos obligan a preguntarnos: «¿de qué va todo esto en realidad?». Desde el inicio de la tercera temporada, hay una (i)lógica particular que debemos aceptar para empezar a disfrutar de la aventura, basada en la natural convivencia de diferentes planos de la existencia, en una narrativa arborescente (que recuerda la estructura deliberadamente dispersa y derivativa de la novela Gente nocturna, del escritor y guionista cómplice Barry Gifford), y sobre todo en la extraña sensación de constante dilación temporal, subrayada por unos personajes que pronuncian sus diálogos (da igual si estos están escritos del derecho o del revés) en permanente estado de estupefacción, dejando intrigantes pausas que descomprimen el tempo tradicional.  

Twin Peaks fue desde sus inicios un cuento infantil siniestro, protagonizado por un detective de personalidad unidimensional que se adentraba en un pueblecito encantador, sacudido por el asesinato de una chica en apariencia inocente. Para el agente Cooper, el descubrimiento de esta reserva moral y ecológica del noroeste americano, heredera del espíritu fundacional de los primeros colonos, adquiría carácter de epifanía a partir de la contemplación de los majestuosos abetos Douglas. Los árboles remiten, en la obra de Lynch, a la intimidad: al recuerdo del padre científico que investigaba las plagas que afectan a la madera para el departamento de Agricultura del Gobierno de los Estados Unidos, y también al escenario de los juegos infantiles en Missoula, en el boscoso estado de Montana. Pero pronto el bosque de cuento de hadas empieza a parecerse más al de la ilustración de El Bosco El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos, repleto de ojos y orejas desperdigados por el suelo, poblado por búhos acechantes y ciervos de mirada acuosa. Los dos picos majestuosos que coronan la comunidad fueron en algún momento la alternativa edénica a las torres gemelas de la Babilonia neoyorquina, que Lynch retrató como un averno moderno en el anuncio de televisión We Care About New York. De algún modo, Twin Peaks, el pueblo, existe para hacernos creer que el paraíso del Walden de Henry David Thoreau es todavía posible, pero, a medida que nos acercamos a él, empezamos a comprobar, horrorizados, que los bellos parajes naturales del estado de Washington son solo una superficie que, al rasgarla, nos muestra otro escenario repleto de ambición, violencia, depresión, sexualidad conflictiva y necrofilia. Es entonces cuando comprendemos que Twin Peaks es en realidad una alegoría postmoderna sobre el fracaso del proyecto humano, una suerte de relato teológico para unos tiempos en esencia profanos. Y también una morality play repleta de fascinantes dualidades: el campo y la ciudad, el día y la noche, la civilización y la vida salvaje, la belleza y la monstruosidad, el bien y el mal.

Laura Palmer, la chica de pueblo que fallece prematuramente tras flirtear con el lado oscuro de la existencia, es la síntesis de todos los extremos mencionados (o, como dice el analista Michel Chion, es «todas las mujeres en una»). Incluso el agente Cooper —con su moral inquebrantable aprendida de los scouts; o de su reformulación adulta, el FBI— tiene su particular doppelgänger. Tras pasar veinticinco años poseído por el espíritu de Killer Bob (ese hombre del saco con aspecto de hippie avejentado que recuerda al Padre del Placer de Sigmund Freud), Cooper se nos aparece ahora como el Sr. C., una especie de Elvis crepuscular, melenudo y tostado por el sol, convertido en un implacable asesino perteneciente a la Logia Negra. El señor C. es la versión decadente del Cooper original, el despojo humano en que finalmente se ha convertido tras haber traicionado todos los principios del FBI. Pero en algún lugar, más allá del espacio y el tiempo, su alma sigue incorruptible, dialogando interminablemente con un árbol antropomórfico con una cabeza pelada que recuerda la del bebé de Cabeza borradora.

Finalmente, el alma de Cooper consigue salir del purgatorio enmoquetado, para contemplar la inmensidad del universo. Es el primer paso para regresar al mundo de los vivos tomando el cuerpo de un pobre diablo llamado Dougie, un ser sin atributos que solo existe para que algún día Cooper pueda servirse de él. Pero algo sale mal y Cooper deja de ser el detective sagaz de otros tiempos para convertirse eventualmente en un niño grande llamado Sr. Jackpot, una especie de Jacques Tati alelado que arrasa con la recaudación de las máquinas tragaperras en un casino decadente. Mientras, el señor C. tiene un accidente de coche y expulsa de forma violenta un vómito de garmonbozia, esa pasta biliar que contiene toda la tristeza y el resentimiento que produce nuestro mundo. La aparición de Dougie obra el milagro: el Cooper bueno y el malvado coexisten a partir de ahora en el mismo territorio. Siguiendo la tradición: el bien es increíblemente afortunado e ingenuo hasta la exasperación; el mal, experimentado e implacable.  El doppelgänger se hace por fin patente en el mundo visible.

En el tercer capítulo de la nueva temporada, vemos, en plano subjetivo, el paisaje que el Sr. C. contempla desde el parabrisas de su coche, tras el accidente que acaba de sufrir, y en sobreimpresión las cortinas de la habitación roja. Es una bella imagen que sintetiza de forma ejemplar la coexistencia de los diferentes planos de la realidad que la serie propone. Por momentos, un fogonazo de conciencia permite intuir ese otro mundo, que se filtra, como los rayos del sol, en la realidad. Es así como descubrimos el «océano ilimitado de conciencia» que se menciona en los Upanishads, y que Lynch cita en Atrapa el pez dorado. La narrativa de Lynch y Frost mezcla gozosamente la soap-opera, el thriller y la comedia del absurdo; el costumbrismo y el surrealismo, tal y como los entiende Franz Kafka (cuyo retrato se halla en el despacho de Gordon Cole); el espíritu del cine clásico y la pura vanguardia; el misticismo y la física cuántica. El resultado es una sorprendente ficción acorde con las teorías del «campo unificado», que consigue zambullirnos en la conciencia sustituyendo la comprensión por la experimentación, la narrativa por el arte abstracto.  Así es la televisión del futuro.  

Imagen: Suzanne Tenner / Showtime.

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