Déjame salir (Get out). Imagen: Universal Pictures.
El principal problema del cine de terror contemporáneo es que se trata del único género que ha logrado con éxito momificarse a sí mismo. Un embalsamamiento provocado por repetir tópicos hasta convertirlos en requisitos: en la actualidad los terrores cinematográficos presuponen que el coito invoca a psicópatas en serie, que los negros tienen una esperanza de vida tacaña al funcionar como imanes para las puñaladas y que el hábitat natural de los fantasmas se encuentra tras la puerta del espejo del baño. Clichés tan descarados que algunas películas como Scream o La cabaña en el bosque han llegado a convertirlos en trama principal. Pero también unos lugares comunes que encorsetaron el género hasta la asfixia logrando que el público presuponga que sus historias tienen la misma profundidad que un charco y cualquier novedad se antoje predecible de antemano.
Las películas de miedo ya no dan miedo, y la culpa es tanto de ellas mismas por ser incapaces de arriesgar como de aquellos fanáticos a los que les producen embolias los enfoques temerarios: a Rec 2 se le ocurrió redefinir de manera retroactiva la naturaleza de la propia franquicia y el TOC de los fanboys del horror comenzó a rebullir al sentirse traicionados e incapaces de decidir si la saga ahora tenía que anidar en la estantería del cine de zombis o en la de las posesiones demoníacas. En Twitter a @GPurrmiau se le ocurrió bromear con los títulos Déjame entrar y Déjame salir comparando el cine de terror con caprichos felinos y a otro usuario le faltó tiempo para apuntar que aquello no era terror según los esquemas clásicos, cuando en el fondo lo único que han hecho los esquemas clásicos ha sido enterrar por completo el terror.
Pero últimamente al género le ha dado por espabilarse. Por un lado, han resucitado viejas glorias como ese M. Night Shyamalan que tras olvidarse de filmar a seres inertes como plantas o Mark Wahlberg ha parido una efectiva La visita que venía a ser todo lo que Paranormal Activity nunca fue. Por otra parte, los nuevos realizadores han aterrizado dispuestos a devolverle lustre al género a través de diferentes caminos: unos han optado por agarrar recetas antiguas para reformularlas afinando los jump scares al ritmo actual, otros han renunciado al susto fácil a cambio de hornear ambientes perturbadores y los más valientes se aventuran a explorar nuevas sendas entre los miedos.
Los viejos miedos
«Ayúdanos a fabricar monstruos» era la frase con la que el productor canadiense Casey Walker pretendía captar en su crowdfunding al público hambriento de terrores de videoclub. El objetivo era financiar una película de entornos cerrados y horrores cósmicos que prometía recrear pesadillas en pantalla a la antigua, renegando de los insípidos FX por ordenador y tirando de efectos prácticos de látex y viscosidades palpables, una carta de amor y vísceras al gore artesanal. La propuesta recaudó los fondos necesarios y se materializó en The Void, una película con gente acorralada por una extraña secta en el interior un hospital donde ocurren cosa muy jodidas. Dirigen Steven Kostanski y Jeremy Gillespie inspirados por cintas como El príncipe de las tinieblas o La cosa y en general permitiendo que John Carpenter les posea por completo. Rebozan el asunto con dimensiones paralelas, una acertada imaginería triangular y tentáculos herederos de H. P. Lovecraft. El resultado no es redondo pero entretiene y proporciona un ramalazo nostálgico a los que vivieron la época en la que la casquería todavía molaba. Y además es de las pocas películas recientes que se ha molestado en mimar de verdad los pósteres promocionales; a su manera son tan bonitos como para merecer marco y lugar distinguido en el salón.
Imagen: D Films
El noruego André Øvredal se hizo notar con Trollhunter (2010) un found footage que innovaba al optar por perseguir trolls en lugar de fantasmas. Pero tras ver Expediente Warren: The Conjuring le picaron las ganas de dirigir una de terror y rastreó libretos hasta dar con La autopsia de Jane Doe, un relato donde la autopsia rutinaria de un cadáver sin identificar («Jane Doe» es un nombre que habitualmente se otorga a una mujer si se desconoce su identidad) acababa convirtiéndose en algo mucho más retorcido. Øvredal pone en marcha lo que parece un thriller forense (aunque cuela un par de jump scares sonoros en su arranque), desvela con habilidad y poco a poco lo que está ocurriendo, y finalmente lo convierte todo en un capítulo de The Twilight Zone o Historias de la cripta donde los sobresaltos gratuitos no desentonan. Protagonizan el asunto Brian Cox, Olwen Catherine Kelly (haciendo de muerta, que no debe ser fácil) y Emile Hirsch .
La autopsia de Jane Doe. Imagen: IFC Midnight.
En The Devil's Candy un pintor metalero apellidado Hellman (Ethan Embry), su hija metalera (Kiara Glasco) y su pareja no-metalera-pero-comprensiva (Shiri Appleby) deciden mudarse al Texas rural adquiriendo un casoplón que tiene el inconveniente de ser el punto de conexión wireless de Satán con el mundo mortal. Dirigida por el australiano Sean Byrne (The Loved Ones) y definida por su actor principal como un «cinta familiar» porque por lo visto, a pesar de tener a don Diablo poseyendo a la peña y a un puñado de niños fileteados, la película se centra en la familia. Muy bien rodada, con mucho énfasis en el rebozado metalhead sin llegar a ponerse cansina y un reparto donde destacan tanto ese padre de familia que se pasa toda la película vistiendo un esmoquin de mugre como el tarado interpretado por Pruitt Taylor Vince, aquel actor cuyos ojos bailarines (padece nistagmo en la vida real) suelen ayudarle a encajar en los papeles de perturbado o puto loco. The Devil's Candy no arriesga pero va muy bien de pulso y contiene las muerte de un villano más metalera posible.
The Devil's Candy. Imagen: IFC Midnight.
Poner al uruguayo Fede Álvarez a capitanear un proyecto de varios millones de dólares tenía mucho de salto de fe con doble tirabuzón si se tiene en cuenta que su experiencia se limitaba a un cortometraje amateur titulado Ataque de pánico!, estrenado en Youtube, sin trama elaborada y centrado en la invasión de Montevideo por parte de una tropa encabronada de naves espaciales y robots gigantes. Álvarez dirigía, editaba y diseñaba los efectos especiales y tanta habilidad para la multitarea low-cost unida al éxito del corto propició su fichaje instantáneo: «Subí el corto un jueves y el viernes tenía el e-mail saturado de correos de los estudios de Hollywood». De ahí paso a dirigir el remake/secuela/reboot de la legendaria Evil Dead, un proyecto donde el uruguayo a quien habían contratado por ser mañoso con los FX digitales se olvidaba por completo del ordenador para tirar de efectos prácticos a la hora de desparramar tripas. Aquella nueva Evil Dead se convirtió en un éxito de cien millones de dólares y tres años después Álvarez rodó No respires gastando la mitad de presupuesto que en su ópera prima, recaudando sesenta millones más y logrando que medio planeta se merendase las uñas.
No respires. Imagen: Ghost House Pictures.
En No respires tres jóvenes se colaban en la vivienda de un exmilitar ciego con el objetivo de aligerar su caja fuerte, una historia ideada por el propio Álvarez a partir de la brillante ocurrencia de invertir los tópicos: era una home-invasion narrada desde el punto de vista de los asaltantes, tenía un antagonista que en lugar de gozar de superpoderes inexplicables sufría una minusvalía, se desarrollaba en un escenario invertido para el género (la única casa decente de un barrio tenebroso en lugar de la única casa tenebrosa de un barrio decente) y hasta el director huía de convertirse en un cliché al rebajar el shock value que había convertido en sello personal. Rodada con una cámara que ha tomado muy buena nota del David Fincher de La habitación del pánico o El club de la lucha, salpicada de sobresaltos efectivos, con un par de secuencias estupendas (la persecución a oscuras o la ventana quebrándose heredada de El mundo perdido), un sótano con sorpresa desagradable y sobre todo con uno de los malvados más interesantes de la historia de los terrores.
La bruja. Imagen: A24.
La bruja llegó con el zurrón repleto de alabanzas, evitando todas las modas actuales y chapoteando en la atmósfera primitiva del horror clásico. Fábula tétrica ambientada en la época colonial, protagonizada por puritanos de Nueva Inglaterra desterrados de su comunidad y puteados por una bruja acampada en un bosque cercano. De impecable puesta en escena fruto de la obsesión del director, Robert Eggers, de ser fiel al periodo histórico y calcar el utillaje, el modo de vida e incluso las palabras y los hechos: los diálogos y las situaciones sobrenaturales están extraídos de documentos de la época. La bruja evita el FX innecesario, gusta de atronar con la música y es tan reposada como para ahuyentar al público de blockbusters, exprime un reparto donde destaca una Anya Taylor-Joy que entre esto y el Múltiple de Shyamalan se ha construido una puerta bien ancha para entrar en Hollywood. Y lo genial es que se trata de la ópera prima de un director joven que ha crecido admirando a los clásicos, porque Eggers cita a Kubrick y Bergman como sujetos de su adoración: «La verdad es que admiro a un montón de gente muerta».
El terror bastardo
En Cannes 2016 tras la proyección de The Neon Demon algún capullo del público comenzó a gritarle «pajillero» (en castellano) a su director, Nicolas Winding Refn. Obviando aquel troglodita incidente lo cierto es que el descontento con la nueva charanga visual del director de Drive fue generalizado. The Neon Demon era estéticamente maravillosa, tenía una secuencia donde una modelo se embobaba con el logo de la Trifuerza, una banda sonora fabulosa de Cliff Martinez y pinta de ser un batido de Cisne negro con Muholland Drive, Under The Skin, Suspiria, Showgirls e incluso Zoolander si nos ponemos tontos, pero resultaba bastante desaborida. Lo curioso es que Refn, alguien extraordinario fabricando ambientes que cabalgan entre el sueño y la estampa pop, enmarcaba la historia en un género inesperado. The neon demon tiene modelos sedientas de sangre, fotógrafos tétricos, a Keanu Reeves en modo creepy y escenas de necrofilia pero resulta extraño encajarla en el mundo del terror hasta que la cosa se desmadra en sus minutos finales. Y Refn ha rodado la película de terror con menos pinta de película de terror de la historia reciente.
The Neon Demon. Imagen: Amazon Studios.
Jeremy Saulnier tiene un modo fascinante de acercarse a la violencia. Lo demostró dirigiendo Blue Ruin y lo confirma con una Green Room donde se atreve a convertir un pogo cazurro de neonazis en un poema retorcido gracias a la cámara lenta. Green Room sobre el papel es un thriller agresivo y que no parece una película de horror, pero en la pantalla funciona como tal: después de tocar en un garito de skinheads y presenciar un crimen los miembros de una banda punk acaban siendo sitiados en una habitación del local por un ejército de neonazis que pretenden destriparlos vivos. Saulnier convierte a los cabezas rapadas en el monstruo del film, Patrick Stewart asusta interpretando al líder nazi y cualquier duda sobre el género de la película se despeja tras la espeluznante escena en la que uno de los personajes ofrece un arma a través de la abertura de una puerta. Ultraviolenta y gore, con guiños musicales (abrir un concierto con esa canción de los Dead Kennedys), un cartel que homenajea con un machete a la portada del London's Calling de The Clash y sin concesiones ni respiros. Stewart confesó que tras leer el guion en su casa se le quedó tan mal cuerpo como para revisar que todo estuviese bien cerrado y conectar el sistema de seguridad.
Green Room. Imagen: A24.
Los nuevos horrores
Babadook se puede traducir del hebreo como «Seguro que él viene» y en la carrera de la actriz Jennifer Kent como su salto con éxito a la dirección cinematográfica. Un cuento de miedo ideado por la propia realizadora donde una criatura sobrenatural, el Babadook, aterroriza a la protagonista (Essie Davis) y su hijo (Noah Wiseman) al ser invocada a través de un libro infantil. Una sinopsis que pinta a peli de sustos con bicho del montón, pero que realmente es más inteligente de lo que parece: sus protagonistas no son teens descerebrados con ganas de descorcharse unos a otros sino una madre viuda, que no ha superado la perdida de su pareja seis años atrás, y un hijo problemático obcecado con apedrear la estabilidad mental de su progenitora. Y ante todo, Babadook es una película con monstruo donde el auténtico monstruo no es la criatura evidente sino algo mucho más tenebroso, complejo y enraizado en el mundo real. Para la directora (que firmó un corto similar llamado Monster) la criatura fantástica es una excusa para escarbar en la cabeza de una persona al límite, una herramienta para estudiar la relación entre una madre y su hijo cuando la depresión amenaza con ahogar por completo a la progenitora. Kent tenía tan claro la verdadera naturaleza del film que se quedó con los derechos para evitar que algún descerebrado produjese secuelas: «No es ese tipo de película». William Friedkin, director de El exorcista, aseguró que Babadook era la película más terrorífica que había visto nunca. Y en su momento se publicó una tirada limitadísima del libro infantil que en la historia provoca la llegada del demonio, el regalo perfecto si uno tiene hijos y la ilusión de que que no vuelvan a dormir en lo que les queda de vida.
Babadook. Imagen: IFC Films.
En La invitación Will (Logan Marshall-Green) decide asistir junto a su novia Kira (Emayatzy Corinealdi) a una reunión de antiguos amigos organizada por su exmujer Deren, de quien se separó tras una tragedia que ninguno de los dos ha superado, y celebrada en la misma casa de Hollywoods Hills que en otro tiempo fue hogar del fallido matrimonio. Pero tras presentarse en el lugar la incomodidad inicial de Will comienza a ser sustituida por la sensación de que algo muy jodido está ocurriendo durante aquel reencuentro sin que ninguno de los invitados sea consciente de ello. Con La invitación, Karyn Kusama se redimió de ser responsable de cosas tan flácidas como Aeon Flux o Jennifer's Body y se adentró en el terror de manera astuta, erigiendo con firmeza una atmósfera espeluznante donde el propio espectador se ve obligado a cuestionar constantemente si hay algo horrible detrás de aquella reunión o si todo sucede únicamente en la cabeza de Will. Un film cuya mayor virtud es ser capaz de contagiar con eficacia la paranoia del protagonista y que se atreve a dibujar como enemigo algo que acojona muchísimo más que los carniceros enmascarados, los fantasmas cojoneros, o las niñas que escalan pozos. La invitación se llevó el premio a la mejor película en Sitges 2015, es una pieza a las que es mejor asomarse sabiendo lo menos posible y durante los primeros minutos de metraje utiliza el atropello de un animal en la carretera como recurso para revelar el carácter de los personajes, una ocurrencia que curiosamente comparte con otro de los grandes nuevos horrores: la película Déjame salir.
La invitación. Imagen: Drafthouse Films
A Jordan Peele nadie lo vio venir. Un cómico bastante famoso en Estados Unidos por culpa de los sketches ideados junto a su colega Keegan-Michael Key en el programa Key & Peele, piezas de tanto éxito como para convertir a un ficticio traductor presidencial encabronado en el traductor oficial de Obama durante una cena de corresponsales de la Casa Blanca. Pero Key & Peele echó el cierre y sus protagonistas saltaron al cine escribiendo y protagonizando la comedia de acción Keanu, una película con gatito bautizado en homenaje al actor protagonista de John Wick (otra de tiros con mascota implicada) que se apoyaba en gags protagonizados por negros que se comportan como blancos simulando comportarse como negros, un campo de batalla que los actores tenían más que controlado al ser ambos birraciales: «Somos medio blancos y medio negros […] Por eso diariamente nos vemos obligados a ajustar nuestro nivel de negrura […] Sobre todo para aterrorizar a la gente blanca». Con estos antecedentes es normal que a Peele nadie lo viese venir cuando se puso la gorra de director, porque Keanu era un paso lógico para un cómico televisivo que se muda al cine, pero Déjame salir parecía una locura de proyecto: un relato de terror que partía de la visita de un afroamericano a la casa de los padres de su novia blanca, algo que sonaba tan delirante como para considerar que su responsable era o demasiado inteligente o demasiado estúpido.
Déjame salir. Imagen: Universal Pictures.
El caso es que tanto Peele como su película resultaron ser muy listos. El prólogo de Déjame salir, donde un afroamericano camina de noche con los testículos en el cuello a modo de nudo Windsor por culpa de un vehículo misterioso, construye en segundos un escenario inquietante donde todo está planeado minuciosamente, desde los elegantes movimientos de la cámara durante el plano hasta la elección musical de «Run, rabbit run», un tema de 1939 a cargo de Flanagan and Allen que sonaba tan irónico como lúgubre. A media que la película se desenvolvía comenzaba a quedar claro que Peele es un cinéfilo colosal: en Déjame salir no solo hay algo de la evidente Adivina quién viene esta noche sino que también se encuentran trazas de John Carpenter, El sótano del miedo, La noche de los muertos vivientes, Roman Polanski, Hannibal Lecter, Misery, Alfred Hitchcock, clásicos setenteros como Las mujeres de Stepford u ochenteros como No matarás… al vecino e incluso El resplandor de Stanley Kubrick. De hecho, ni siquiera es casual que un póster promocional sea el eco del cartel oficial de El odio que rodó Mathieu Kassovitz. Lo bueno es que, a pesar de cargar con tantas influencias sobre el lomo, el director se las apaña para elaborar su propia fábula de manera única, porque lo excepcional de Déjame salir es conseguir mediante la ficción fantástica que el público blanco experimente un nuevo tipo de horror: la sensación de ser un hombre de color en determinados ambientes modernos. La insólita reunión a la que asiste el protagonista (Chris, estupendo Daniel Kaluuya) funciona como un episodio de The Twilight Zone y también como el reflejo de lo intimidante que significaría ser el único negro en una fiesta de pijos blancos. El núcleo de Déjame salir es una premisa fantástica e imposible, revelada en el último acto junto a un desparrame de sangre liberador, pero que funciona alimentada por un escenario real y cercano, el del racismo de clase media que empapa a la sociedad. Su última secuencia incluso se permite bromear con ello al jugar a hacernos creer que sabemos lo que va a pasar.
Quizás lo mejor de Déjame salir es que se vuelve más astuta durante un segundo visionado:
[Tormenta de SPOILERS]
Revisitarla permite descubrir que las palabras y acciones a menudo ocultan nuevas lecturas: la novia de Chris no encara al policía por su trato racista sino para evitar dejar pistas sobre la ruta del futuro desaparecido. Cuando el padre de la chica explica «mi madre amaba su cocina, así que mantenemos un pedazo de ella aquí» está hablando de manera literal, y la frase «contratamos a Walter y Georgina para cuidar de mis padres. Cuando ellos murieron no pudimos dejar que se fuesen» es pretendidamente ambigua para ocultar que han sido sus padres los que se han quedado, algo que se insinúa también con un jardinero que recibe con abrazos a los asistentes al convite y una chacha que asegura «nos tratan como a familia». El comportamiento extraño de los invitados a la fiesta no se debe a que nunca hayan visto antes a un afroamericano en persona sino a que en realidad son clientes comprobando el género. El ciervo atropellado al inicio de la historia refleja un trauma que se revela más adelante y dota de guasa a la muerte del cabeza de familia, apuñalado con las astas de la cabeza de un venado disecado. Todos los personajes de color que llevan sombrero o el flequillo largo lo hacen para ocultar la cicatriz de su frente. La mujer policía en la comisaría acierta de pleno con su broma sobre las mujeres blancas. Los anfitriones de la casa visten de negro y conducen coches negros mientras su hijo se dedica a secuestrar personas negras introduciéndolas en un coche blanco. Y aquellas insólitas carreras nocturnas de Walter forman parte del entrenamiento con el que el abuelo pretende rememorar su pasado de atleta.
Pero quizás el detalle más fabuloso de todo es la coña que se permite Peele al idear la vía de escape que toma el protagonista: en un escenario que juega a sugerir una plantación en la época de esclavitud (una mansión aislada regida por dueños blancos, con sirvientes negros y un comercio de esclavos activo) Chris escapa de una hipnosis inducida a través del sonido fabricándose un par de tapones para las orejas con el algodón de una silla. Es decir: en ese entorno de esclavitud el héroe negro se libera recogiendo algodón. Es tan delirante como para resultar sutil de un modo genial y perverso.
[Fin de los SPOILERS]
Lo realmente siniestro ocurre cuando el espectador curioso se asoma a internet y descubre que los detractores de la película (que ha sido ensalzada por la crítica de manera probablemente excesiva) la acusan de ser racista contra el hombre blanco, algo que no es cierto en absoluto. Porque a veces los horrores más inexplicables están sentados en el patio de butacas en lugar de contenidos en la gran pantalla.
La entrada Los nuevos horrores aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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