Póster de Electric Boogaloo: The Wild, Untold Story of Cannon Films. Imagen: Film Victoria.
Durante un par de días al año presumíamos de tener nuestra propia sala de cine en la plaza del pueblo, junto a la iglesia. La llegada de los gitanos generaba una expectación instantánea y no pocas desconfianzas, especialmente entre aquellos que temían a cualquiera que no pudiesen identificar por los dos apellidos y un domicilio conocido. Así, bajo la atenta mirada de unos y otros, comenzaban aquellos nómadas a descargar sus camionetas y levantar una carpa harapienta que se desplegaba como un paraguas, milagrosamente sostenida por un mástil central devorado por la oxidación y tensada mediante un sencillo sistema de argollas, cuerdas y estacas. La pantalla era modesta, casi artesanal, pero a nosotros se nos antojaba modernísima, casi futurista, bien escoltada por dos altavoces con forma de nevera y enlucida con un marco de cuero bastante maltratado por la crudeza de los caminos. El patio de butacas, más modesto de lo que su propio nombre daba a entender, lo componían unas cuantas hileras de sillas plegables dispuestas sin demasiado sentido, algunas pintadas con colores chillones y otras completamente desnudas, atestiguando la edad y el trasteo incansable de aquellas maderas. Al fondo, como una caja misteriosa engalanada con carteles de grandes clásicos de Hollywood, se situaba una cabina de proyección tan pequeña que invitaba a fantasear con la existencia de un enano ocupado en el manejo de toda aquella maquinaria de sueños.
Se proyectaban cuatro películas, tres de ellas clasificadas como aptas para todos los públicos por puro antojo del taquillero y una cuarta, en sesión de medianoche, destinada a los adultos pero solo en teoría pues, en la práctica, se vendía una entrada a cualquiera que pudiera pagarla y asegurase contar con la aprobación de sus padres. Recuerdo perfectamente todos los títulos ya que la oferta se repetía cada verano, desde aquella su primera aparición hasta el desembarco del VHS y la democratización del acceso a las películas. Fue entonces cuando los gitanos cambiaron el cine por una manada de perros ataviados con los colores del Barça y el Real Madrid que simulaban un emocionante partido de fútbol. La sesión comenzaba con La soga del ahorcado, un wéstern en el que John Wayne perseguía a unos sanguinarios ladrones de bancos con la ayuda de un rastreador comanche y su propio hijo. Luego llegaba el turno de La matanza de Texas, con toda aquella sangre brotando a borbotones y el sonido de la motosierra descuartizando adolescentes. La risa y la picaresca corrían a cargo de Jaimito el tocón y la profesora cañón, una comedia italiana que cumplía lo que su título prometía y preparaba el terreno para el tórrido y esperado fin de fiesta: Emmanuelle, con la excesiva Sylvia Kristel.
El resto del verano debíamos conformarnos con las películas que se emitían por televisión o en los bares, casi todos ellos equipados con vídeos Betamax y enzarzados en una guerra por la clientela que los empujaba a transgredir las leyes de reproducción y obviar las advertencias incluidas en cada cinta. Sin apenas alternativas culturales y de ocio, aquellos improvisados cineclubs de barrio se convirtieron en verdaderos centros de conocimiento, pequeñas bibliotecas de Alejandría en formato audiovisual con calendarios de Samantha Fox colgados de las paredes y tabaco de contrabando bajo el mostrador. Allí se moldearon nuestros gustos y expectativas, allí comenzamos a definirnos como una generación alternativa: los hijos de Cannon Films.
Imagen: Cannon Films.
«¿Crees en Jesucristo? Pues ahora vas a conocerlo», decía Charles Bronson antes de volarle el pecho a uno de los asesinos de su hija en Yo soy la justicia 2. Rodeados de la sencillez y la apatía propias de la vida en un pequeño pueblo, al cine no le exigíamos entonces mucho más que violencia gratuita, un macabro sentido del humor encapsulado en frases cortas y estímulos sexuales tan explícitos como resultara posible. El encaje de los planos, las grandes bandas sonoras o los argumentos complejos no entraban dentro de nuestras prioridades, de ahí que el catálogo de aquella productora norteamericana encabezase las diferentes listas de peticiones que cada semana transmitíamos a los taberneros. El Guerrero Americano, La justicia del Ninja, Desaparecido en combate, Cobra, Delta Force o Yo, el halcón fueron algunos de los títulos que dejaron una huella considerable en nuestra memoria y todos ellos se deben al talento singular de dos primos israelís que emigraron a los Estados Unidos persiguiendo un sueño: postrar Hollywood a sus pies.
A Menahem Golan se le considera el padre del cine en Israel. Desde muy pequeño sintió una atracción especial por el séptimo arte y de él cuentan que se negaba a abandonar las salas hasta que le permitían ver el proyector y tocar con sus propios dedos las tiras de celuloide. Afirmar que las películas dirigidas, producidas o simplemente concebidas por Golan respondían a un interés evidente por cubrir una necesidad desatendida del mercado resultaría temerario. En su lugar, cabría apuntar a un ego desmedido, un carácter transgresor y una mezcla de locura y perseverancia como los culpables de un legado tan prolijo como discutido. Cualquier idea que le rondara por la cabeza se convertía en una película y en todas ellas se volcaba Menahem con una pasión y un convencimiento por las que parecía dispuesto a arriesgarlo todo. «No tengo coche, no tengo nevera… Ni siquiera tengo casa. Lo único que tengo es esposa y tres hijas: si pudiera hipotecarlas lo haría», llegó a decirle a un productor ejecutivo en Israel para convencerlo de que financiase una de sus primeros trabajos.
La otra columna sobre la que se sustentaba Cannon Films era su primo pequeño, Yoram Globus: el verdadero empresario tras aquel monstruo dispuesto a devorar el mundo, escupirlo, rodar una película con todo ello y ganar montañas dinero. La ortodoxia desaconseja retratar a Yoram como un mago de las finanzas pero no existe un modo más justo de definirlo. Frío, perspicaz y agresivo, suyo es el mérito de que una pequeña productora con un producto de calidad discutible lograse inundar los circuitos de distribución más importantes de la industria del cine. La producción en masa fue una de sus grandes bazas. Con la popularización del vídeo, la demanda se disparó a unos niveles que los grandes estudios parecían incapaces de atender y Yoram no perdió la ocasión de responder a las necesidades de las nuevas distribuidoras independientes. Apoyado en la efervescencia creativa de Menahem, Globus no cesó en su ambición de cerrar acuerdos y poner en marcha un proyecto tras otro.
Imagen: Cannon Films.
Un documental escrito y dirigido por Mark Hentley, Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films, retrata a la perfección la especial naturaleza de estos dos personajes de leyenda que sentaron las bases de lo que hoy se conoce como la industria del cine independiente. En él se relatan situaciones tan esperpénticas que uno no puede evitar relacionar la calidad final del producto con el delirante proceso de gestación. Un buen ejemplo de ello fue la intención de Menahem de adaptar una serie de libros infantiles muy populares durante su infancia, en Israel, y que tenía como protagonistas a un mono y a un niño. Se puso en contacto con el despacho de abogados que gestionaba la carrera de Clyde, el orangután que daba la réplica a Clint Eastwood en Duro de pelar y exigió una entrevista con el simio para decidir si era el apropiado para el papel. En un momento de la reunión, según relatan en el propio documental algunos de los presentes, Menahem se dirigió directamente a Clyde y comenzó a explicarle los entresijos emocionales de la película: «Hay un chico y estás tú, Clyde. Tú quieres a ese chico y notas que ese chico te quiere a ti», aseguran que le decía. Uno de los abogados del orangután, un tanto superado por la situación, acertó a preguntar si Clyde tendría que hablar en la película a lo que Menahem contestó: «Todavía no lo sabemos pero lo importante es que entienda la parte emocional». Cerrada su contratación, Clyde mordió al niño durante las primeras pruebas de rodaje y el costoso proyecto —que incluía rodar en África durante varias semanas— estuvo a punto de suspenderse. Una mañana, Menahem telefoneó a sus más estrechos colaboradores anunciándoles que había encontrado la solución y emplazándolos a una reunión urgente. Cuando llegaron, se encontraron con un enano disfrazado. «¿Parece o no parece un mono?», les preguntaba visiblemente emocionado. Todo lo que sucedió después es, ya, historia del cine.
«Todo el mundo tiene ideas malas pero el problema de Menahem es que tenía malas ideas todo el tiempo», explica Richard Kraft, uno de los asesores musicales de Cannon y claro exponente de esas élites intelectuales que todavía hoy se niegan a reconocer la importancia del legado que dejaron tras de sí Menahem Golan y Yoram Globus. Su locura y perseverancia conformaron un universo único e irrepetible que se coló en millones de hogares y recondujo la frustración propia de los olvidados hasta convertirla en una seña de identidad. Con sus películas aprendimos a manejarnos en la vida con la inexpresividad violenta de Chuck Norris, la sensualidad arrolladora de Barbie Benton y la oratoria sencilla de Charles Bronson, una filosofía asequible y manejable que nos preparaba para un futuro apocalíptico que, al parecer, todavía está por llegar. «El público no estaba preparado para sus locuras», sentencia en el documental de Hentley uno de esos críticos incapaces de admitir que son ellos, precisamente, los amos de la verdad absoluta y los guardianes del supuesto buen gusto, quienes no están preparados para la chifladura habitual del gran público: hace tiempo, sospecho, que al cine le sobran críticos y le faltan gitanos.
Imagen: Cannon Films.
La entrada La Generación Cannon Films: violencia, sexo y frases cortas aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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