Friday, June 9, 2017

Jot Down Cultural Magazine: ¿Es posible el ajedrez perfecto?

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
¿Es posible el ajedrez perfecto?
Jun 9th 2017, 08:46, by E. J. Rodríguez

Garri Kasparov contra Deep Junior, 2003. Fotografía: Cordon.

Todavía estoy intentando decidir si fue una maldición o una bendición que cuando conseguí el título de campeón mundial las computadoras de ajedrez fuesen flojas, cosa de risa, y cuando me retiré en el 2005 fuesen ya imbatibles. (…) Es interesante que las más grandes mentes de la ciencia de las computadoras, los padres fundadores —como Alan Turing, Claude Shannon y Norbert Wiener—, vieron el ajedrez como un test definitivo. Pensaron: «Oh, si una máquina consiguiese jugar al ajedrez y ganar a jugadores fuertes, no digamos ya a un campeón mundial, eso sería el signo del amarecer de la era de la Inteligencia Artificial». Con todo el debido respeto, estaban equivocados. (Garri Kaspárov, entrevista en Business Insider, 2017)

En 1997, año en que la computadora Deep Blue venció al campeón mundial de ajedrez Garri Kaspárov, una oleada de asombro recorrió el mundo, materializada en sensacionales titulares de prensa. Era un hito, sin duda. Hasta no muchos años antes habían abundado los escépticos con respecto a las posibilidades de victoria de una máquina frente a un Gran Maestro humano. Aquel escepticismo no era irrazonable, pues nadie imaginaba cuán rápido sería el progreso en la capacidad de cálculo y se sabía que las máquinas no sabían pensar, y siguen sin saber. Pueden calcular, pero sus análisis dependen de lo bien que las hayan programado sus creadores. Sin embargo, conforme mejoraba la tecnología, y también la habilidad y conocimiento de los programadores que enseñan a las máquinas cómo tomar decisiones, se alcanzó el punto crítico en que el mejor ajedrecista del planeta ya no estaba hecho de carne y hueso.

Hoy ya no sorprende a nadie que las computadoras puedan vencer al mejor de los ajedrecistas humanos. De hecho, visto en perspectiva, lo asombroso es que Kaspárov plantase cara con tanta dignidad a un ordenador que nunca se cansa, ni sufre la presión, ni es consciente de que las cámaras de todo el planeta están mirando, ni siente miedo a perder o ansia por ganar. Ahora tenemos «motores» de ajedrez lo bastante potentes como para que no podamos ni soñar con vencerlos. Eso sí, mucha gente podría albergar la equivocada noción de que las máquinas ya saben jugar ajedrez a la perfección, y lo cierto es que no es así. Las máquinas de ajedrez también se equivocan, incluso las mejores, aunque sus errores no sean tan obvios como los que cometemos los humanos. A día de hoy el ajedrez perfecto está fuera del alcance de los ordenadores más potentes que existen sobre la faz de la Tierra, y todos juegan cometiendo imprecisiones, por pequeñas que nos parezcan. El principal motivo de esto es la complejidad propia del juego, que escapa a toda capacidad de procesamiento de la tecnología actual. Lo interesante es que, pese a todo, se ha empezado a caminar en esa dirección, y ese camino pone de manifiesto la enorme diferencia que todavía existe entre el cerebro humano y las máquinas a la hora de procesar información y tomar decisiones. Las máquinas pueden calcular de manera asombrosa, pero nosotros, los humanos —incluidos aquellos que jamás han jugado al ajedrez—, poseemos armas de las que ellas, por ahora, no disponen.

La complejidad del ajedrez

En el primer tercio del siglo XX había quien pensaba que el ajedrez estaba a punto de ser «resuelto» por completo. Por entonces no existían ordenadores y nadie se había detenido a realizar un cálculo coherente de la complejidad matemática del juego, aunque existían algunos indicios, como la famosa fábula india de los granos de arroz. Cuenta la leyenda que un matemático inventó el ajedrez y se lo presentó a un rey; a este le gustó tanto que dejó que el sabio eligiese su recompensa; este pidió que se le pagase con arroz, poniendo un grano en la primera de las casillas del tablero, dos en la siguiente, cuatro en la tercera… así hasta completar la sesenta y cuatro. El rey, sorprendido por lo que creía una petición modesta, accedió. Sin embargo, cuando un ayudante del rey realizó el cálculo, reveló que el resultado final arrojaba una cantidad tal de granos de arroz que no había bienes ni tesoros suficientes en todo el reino para pagar al inventor del ajedrez. En efecto, el número total de granos sobrepasaba los nueve trillones.

Aun así, el número de la fábula es ridículamente minúsculo comparado con el total de partidas de ajedrez diferentes que pueden llegar a existir. Como es bien sabido, cada jugada de ajedrez da pie a un número de posibles jugadas subsiguientes, cada una de las cuales hace posible otro número de jugadas. Cada jugada individual, pues, es como un árbol que se va ramificando hasta que la cantidad de posibilidades se vuelve inconcebible. Imagine que va a jugar usted con piezas blancas. En la primera jugada tiene a su disposición veinte jugadas posibles (dieciséis jugadas distintas posibles con los peones, y cuatro posibles con los caballos, pues el resto de piezas están todavía encerradas en sus posiciones de salida). Su contrincante, que juega con negras, tiene también veinte jugadas posibles para responder a cualquiera que usted haya elegido. Esto es, veinte por veinte. Al final del primer movimiento (1 movimiento=1 jugada de blancas + 1 jugada de negras), hay cuatrocientas posiciones posibles. Este número se vuelve a multiplicar con la segunda jugada de las blancas, y de nuevo se multiplica con la segunda jugada de las negras; además, el resto de piezas van entrando en juego, lo cual aumenta todavía más las posibilidades. ¿Hasta dónde puede llegar la cifra total de posiciones? Bien, la respuesta es alucinante. El matemático Claude Shannon hizo una estimación, llamada «número de Shannon», sobre la cantidad de partidas diferentes que pueden producirse en un tablero de ajedrez usando jugadas legales. La cifra era enorme: 10120. Un 1 seguido de ciento veintitrés ceros:

10.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 partidas posibles.

Para que se hagan una idea de la enormidad de esta cifra, se estima que la cantidad total de átomos en todo el universo (esto es, sumando todas las galaxias que conocemos) es de 1082. Ningún cerebro humano puede calcular todas posibilidades que se producen durante los movimientos iniciales de una partida, no digamos ya calcular todas las opciones posibles. Por fortuna, no es necesario conocer todas esas ramificaciones para jugar al ajedrez entre humanos con un nivel aceptable. Aunque, como veremos, este número sí es un obstáculo por ahora insalvable para que las máquinas puedan alcanzar la perfección.

Cómo piensan los ajedrecistas humanos

Bobby Fischer en una partida contra Boris Spassky, 1992. Foto: Ivan Milutinovic / Cordon.

Los seres humanos no juegan al ajedrez basándose en el cálculo, o, mejor dicho, el cálculo es una parte muy pequeña del proceso mental del ajedrecista. Para empezar, aunque cada jugada implique innumerables posibilidades futuras, un jugador experimentado puede descartar la mayoría de las ramas de ese colosal árbol de posibilidades. Una partida tiene tres fases (apertura, juego medio y final) y en cada una de esas fases se aplican diversas herramientas. Bobby Fischer lo resumía con una famosa frase: «En la apertura hay que jugar como en los libros; en el juego medio, como un genio, y en el final, como una máquina».

La herramienta fundamental para los inicios de partida es la «teoría de aperturas». Ya en el primer movimiento, al menos si usted pretende obtener un buen resultado, no puede optar por cualquier jugada de las veinte disponibles. Varias de ellas pueden conducir a una derrota rápida. Los errores en la apertura resultan fatales. Por ejemplo, está la partida conocida como «mate del loco»: si el jugador que lleva las blancas mueve el peón de alfil de rey a la casilla f3 y el peón de caballo de rey a la casilla f4, se arriesga a que le hagan jaque mate en solamente dos movimientos. Es el mate más rápido posible, así que ningún jugador con algo de experiencia hará esas jugadas. Existen otros errores gruesos (como el famoso «mate pastor») que solamente cometerá un novato, pero también hay trampas menos evidentes, conocidas como «celadas», en las que puede caer un jugador aficionado, a veces incluso después de años de práctica, a poco que le falle la concentración. Para evitar estos errores y esquivar las venenosas celadas se ha elaborado una teoría de aperturas que reúne las más razonables, las que merece la pena utilizar, bautizadas con diferentes nombres, como por ejemplo «apertura Ruy López», «gambito de dama», «defensa Philidor», «defensa india de rey», etc. Cada una de ellas tiene a su vez diversas variantes que también pueden tener su propio nombre (p. ej. «variante del dragón de la defensa siciliana»).

Algunas de esas aperturas existen desde hace siglos, como la apertura Ruy López o «española», y se siguen poniendo en práctica hoy; otras, sobre todo las variantes, son algo más recientes. Estudiarse estas aperturas ayuda a descartar los malos inicios de partida, lo cual reduce de forma drástica las ramificaciones del juego, al eliminar aquellas indeseables. La teoría de aperturas funciona de manera parecida al método científico. Las aperturas son puestas a prueba en el laboratorio de la competición y el análisis posterior de las partidas; algunas aperturas son abandonadas cuando se descubre su punto débil, otras se mantienen y son mejoradas, e incluso las hay que han sido rescatadas del olvido cuando alguien ha encontrado una forma de compensar lo que se consideraban sus puntos débiles. Existen unas mil trescientas aperturas y variantes recogidas en la teoría, que suelen cubrir los primeros quince o veinte movimientos de una partida. Es un número grande, pero asequible, sobre todo porque un ajedrecista puede especializarse en sus aperturas preferidas, y hay maneras de evitar aquellas aperturas de las que uno tiene menos experiencia o conocimiento.

Con todo, incluso si usted no conoce todas las aperturas puede manejarse con ellas, al menos hasta cierto punto, cuando aparecen sobre el tablero. Es verdad que distintas aperturas conducen a distintos tipos de partidas: las hay que favorecen un juego abierto y de ataque, otras favorecen un juego trabado y posicional, y le corresponde a usted elegir las que mejor se adapten a su estilo. Pero todas siguen ciertos principios estratégicos. A cualquier jugador novato le explicarán que lo primero que necesita aprender sobre la apertura es que necesita perseguir esos objetivos estratégicos. Por ejemplo, que se debe intentar dominar el centro del tablero, lo cual hace preferible mover en primer lugar los peones de las columnas centrales, o evitar que los caballos se vayan a los extremos del tablero. O que se debe conseguir una estructura de peones sólida, sin ningún peón aislado e indefenso; o que los caballos y alfiles no queden bloqueados y puedan maniobrar; o que el rey se enroque y quede protegido; o que la dama esté en una posición segura pero desde la cual pueda lanzarse al ataque cuando la situación lo requiera; o que las dos torres queden en comunicación entre sí para dominar la primera fila y así proteger el enroque del rey. Estos principios son útiles para cualquier novato que no conozca bien las aperturas y además le ayudan a descartar un montón de jugadas que no ayudan a conseguir esos objetivos. En cualquier caso, lo mejor es saberse el mayor número de aperturas posible, lo que Fischer llamaba «jugar la apertura como en los libros».

Cuando termina la apertura y el libro ya no cubre lo que sucede sobre el tablero, comienza el «juego medio». Aquí la ventaja ya no es del jugador que más ha estudiado, sino del que interpreta mejor la posición sobre el tablero. Es imposible memorizar el inabarcable rango de posiciones que pueden presentarse, pero también hay principios estratégicos que se aplican a las diferentes situaciones que se producen conforme avanza el juego. Los buenos ajedrecistas aplican estos principios estratégicos y eso les permite descartar un enorme número de malas jugadas para centrar su atención únicamente en aquellas que contribuyen a mejorar su situación, o por lo menos a no empeorarla. Los profanos suelen creer que los Maestros profesionales se limitan a calcular ramificaciones de jugadas todo el tiempo; en realidad, lo que distingue a los grandes jugadores es su capacidad para captar de un vistazo los puntos fuertes y débiles del tablero en cualquier momento dado. El ajedrez es un lenguaje; un jugador experimentado puede leer el tablero con rapidez y precisión, por eso vemos a los Maestros ofreciendo exhibiciones de partidas simultáneas frente a muchos jugadores más débiles, y ganar casi todas ellas, o todas. En estas exhibiciones, los grandes jugadores no necesitan estar calculando cuando pasan de un tablero al siguiente; ellos ven el tablero, leen la posición y rápidamente deducen qué jugadas pueden ser beneficiosas.

A los profanos esto les parece magia, pero en realidad se trata de la facilidad de los Maestros para reconocer patrones, como cuando un músico oye una canción por primera vez y es capaz de tocarla con la guitarra o el piano sin haberla ensayado nunca. Así, usted puede mostrarle a un ajedrecista una partida que él nunca ha visto, y aunque le muestre una posición a mitad de juego sin que haya visto cómo se ha llegado hasta ahí, él sabrá reconocer lo que está sucediendo sobre el tablero, como un músico reconoce la estructura de una melodía con solamente oírla. No conocerá esa canción antes, pero quizá sí conoce otras muchas en las que hay patrones similares. De igual modo, el ajedrecista verá qué piezas están en mala posición o amenazadas, cuáles pueden atacar, o qué casillas domina cada bando. Y basándose en eso podrá elegir la siguiente jugada en función de los principios tácticos y estratégicos que se derivan de su experiencia.

También se ayudará del cálculo, por supuesto, pero el ajedrez de competición se juega con reloj y el tiempo destinado a los cálculos mentales es reducido, así que antes de calcular posibles ramificaciones, el jugador ha de saber qué ramificaciones merecen ser calculadas. Una de sus armas, relacionada con el reconocimiento de patrones, será la intuición (que es un reconocimiento de patrones pero más subconsciente o, si lo prefieren, automático). Kaspárov ha explicado muchas veces que durante una de sus partidas más admiradas, la «partida inmortal» que jugó contra Topalov en 1999, inició su genial combinación de jugadas ganadoras por puro instinto, sin haber calculado muy bien a dónde iban a conducir, pero teniendo el pálpito de que el resultado iba a ser bueno. Sin esa intuición, que sin duda era producto de la combinación entre su experiencia y su talento, quizá no hubiese iniciado un árbol de jugadas que a primera vista podían parecer demasiado arriesgadas. Precisamente por la existencia de patrones, unos más bonitos que otros, el ajedrez es un juego tan «artístico». En el ajedrez, como en la música, las posibilidades «razonables» una vez iniciada cada partida son limitadas en número, y las posibilidades «bellas» todavía más limitadas, pero ahí estriba el encanto de su práctica. A esto es a lo que Fischer llamaba «jugar el juego medio como un genio», esto es, tratando de ver lo que otros no ven.

En la fase final de la partida, el ajedrecista también se apoya en principios estratégicos que en algunos casos pueden estudiarse. También hay una teoría de finales, pero esta ya no estudia secuencias fijas de jugadas como la teoría de aperturas, sino simulaciones de lo que puede suceder cuando quedan pocas piezas sobre el tablero. Saberse manejar en esas circunstancias también depende de la experiencia y la intuición, pero el cálculo gana importancia. A esto Fischer lo llamaba «jugar el final como una máquina», aunque lo dijo más como una metáfora que como un paralelismo con la manera en que las «máquinas» piensan (cuando Fischer pronunció esa frase, no existían computadoras de ajedrez dignas de ser tenidas en cuenta por su nivel competitivo).

El ajedrez entre humanos es pues una mezcla de estudio, capacidad para el reconocimiento de patrones —incluyendo la intuición— y una muy pequeña parte de cálculo. En general, se trata de ver quién lee mejor la partida, no quién calcula más jugadas de antemano. Si un ajedrecista tuviese que calcular todas las posibles ramificaciones de cada jugada, no existirían ajedrecistas porque la tarea sería inalcanzable. El ajedrecista humano sabe, ante todo, separar el grano de la paja. No lo hace a la perfección, pero sí lo bastante bien como para jugar a buen nivel. Para él, cada posición significa algo concreto, por eso algunos pueden recordar partidas enteras después de muchos años, o incluso jugar a ciegas. Esto es lo que las personas, por ahora, hacemos mejor que las máquinas: saber al instante por dónde debe y no debe discurrir la partida. El jugador humano, en primer lugar, evalúa la posición del tablero. Solo después de esa evaluación se preocupa de intentar prever las consecuencias de las pocas jugadas que su razón dicta como susceptibles de ser elegidas.

Cómo piensan las máquinas

Los ordenadores lo hacen todo justo al revés. Carecen de intuición, una herramienta que por ahora no puede ser programada. Lo que sí tienen es una enorme capacidad de cálculo. Primero elaboran un árbol de posibles jugadas —los ordenadores más potentes pueden calcular cientos de millones de posiciones por segundo—, y es después de haber realizado cálculos cuando evalúan las posiciones resultantes. ¿En qué se basa su evaluación, si carecen de intuición? Pues se basa en las reglas que sus programadores hayan introducido en su código; miles de reglas que, combinadas, producen un resultado numérico: 0 si la partida está igualada, un número positivo si las blancas tienen ventaja, y un número negativo si las negras tienen ventaja. Así, cuando un ordenador juega con blancas, calculará miles o millones de posiciones y elegirá la que arroje un número positivo mayor. Si juega con negras, elegirá la jugada que arroje un número negativo mayor. Las reglas que utilizan los motores de ajedrez son demasiadas para ser enumeradas aquí, pero su filosofía puede explicarse con algunos ejemplos. Por ejemplo, cómo calculan el valor de las piezas. El cálculo del valor del material del que dispone cada bando es una de las reglas básicas que deben utilizar para evaluar la posición. Por defecto, los valores son estos: peón=1, caballo o alfil=2, torre=5, dama=9 (el rey, cuya captura es el objetivo final del juego, es de valor incalculable, o más bien necesita reglas de evaluación distintas). Durante la partida estos valores pueden cambiar dependiendo de muchos factores. Veamos un ejemplo:

En la figura 1 vemos que cada bando conserva, además de su rey, dos peones. La máquina podría establecer que el valor del material para cada bando es de 1+1=2. La partida está igualada. En la figura 2, sin embargo, un peón blanco está en la séptima fila; cuando llegue a la octava —cosa que sucederá en la siguiente jugada, pues las negras no tienen forma de impedirlo— se «coronará», y podrá convertirse en otra pieza (siempre se elige la dama porque es la pieza más potente). Esto significa que ese peón está a punto de convertirse en dama y por lo tanto vale prácticamente lo mismo que una dama; esto es, ahora no vale 1, sino 9. En este caso, pues, la máquina calculará que la ventaja material del blanco es de 10 a 2. Ahora veamos la figura 3. El peón también está en la séptima fila, pero el rey negro le impide avanzar y, como además el peón está indefenso, el rey negro podrá «comérselo» en la siguiente jugada. Así pues, ese peón nunca podrá coronarse y su valor ya no es 9 como el de una dama, y ni siquiera 1 como un peón normal, sino prácticamente igual a cero, porque está a punto de desaparecer del tablero. Ya ven cómo cambia el valor de una pieza según la posición; pues bien, cuando hay muchas más piezas sobre el tablero, la cosa se complica muchísimo más. Las reglas para calcular el material son muchísimas. Un alfil que está bloqueado y no puede moverse (un «alfil malo») puede valer menos que un peón. Una pieza que amenaza con capturar a otra aumenta su valor intrínseco, mientras que la pieza amenazada lo disminuye. Una pieza que puede hacer jaque e iniciar una combinación ganadora aumenta su valor; las piezas defensoras, si no son capaces de detener ese ataque, pierden parte del suyo. ¿Cuántas reglas de este tipo puede emplear la máquina? Tantas como su programador haya querido o podido introducir. Así pues, el número final con el que la máquina decide qué jugada le conviene es el resultado de una compleja serie de fórmulas que, cuantos más y mejores algoritmos incluyan, más efectivo harán su juego. En conjunto, lo que determina cómo de bien jugará la máquina será la combinación entre la calidad de su programa (el «motor de ajedrez») y la capacidad de procesamiento de su hardware. Por esto existen competiciones entre ordenadores, que son como la F1 para los fabricantes de motores de automóvil: todo un campo de pruebas

Ahora bien, aunque una computadora actual pueda calcular millones de posiciones por segundo, siempre cometerá errores. Para jugar a la perfección debería saber cuál es la mejor jugada posible en cada posición posible. Como vimos antes, el número de partidas posibles es 10120, más que los átomos del universo. Es verdad que en muchas de esas partidas habría coincidencia de posiciones (a una misma posición del tablero se puede llegar por varios caminos), así que la máquina no necesita conocer todas las partidas posibles sino las posiciones posibles. Aun así, el número sigue siendo descorazonador: alrededor de 1045 posiciones legales. Una cifra inasequible para nuestra tecnología. Así pues, a las computadoras les sucede lo mismo que a las personas: llega un momento en que no son capaces de calcular más y han de tomar una decisión con cierto grado de incertidumbre. Eligen entre las posibilidades que han calculado, que son muchísimas (y por eso nos vencerán siempre a los humanos), pero hay otras posibilidades que no han llegado a calcular. ¿Qué implica esto? Que las máquinas juegan muy bien, pero aun así cometen imprecisiones.

Una partida de ajedrez entre dos máquinas que supieran jugar a la perfección, eligiendo siempre la mejor jugada posible, sería la «partida perfecta». Si no aplicásemos las reglas de competición entre humanos que determinan que una partida termina en tablas cuando se alarga más de la cuenta, para no agotar a los contrincantes, suponemos que una «partida perfecta» podría durar miles y miles de movimientos. El juego tardaría muchísimo en decidirse. No sabemos cómo terminaría esa hipotética partida perfecta. Sí se ha calculado el resultado de la partida perfecta en juegos mucho más simples. Por ejemplo, en el «tres en raya» la partida perfecta arroja un empate perpetuo. En el «conecta cuatro», la partida perfecta la gana quien haga la primera jugada. Pero, ¿en ajedrez? No se sabe. Las dos posibilidades razonables que se manejan son que la partida terminase en empate o que ganasen las blancas por tener la ventaja de salir primero, pero hoy resulta imposible de saber. Y, sin embargo, se han dado los primeros pasitos, todavía humildes, en pos de averiguarlo. Todo lo que se necesita es una herramienta nueva, cuya construcción quizá termine siendo la obra más longeva en la historia de la humanidad.

El largo, y quizá imposible, camino hacia la perfección

Para que una máquina pudiese elegir siempre la mejor jugada desde el principio y conseguir una partida perfecta, necesitaría conocer todas las posiciones posibles del ajedrez. Al principio de la partida, con treinta y dos piezas en el tablero y 1045 posiciones posibles, esto no puede ser calculado. Pero ¿y al final de la partida, cuando quedan muy pocas piezas sobre el tablero? ¿Puede llegar a construirse una tabla donde estén todas las jugadas posibles con unas pocas piezas, para que, con ayuda de esa tabla, la máquina pueda jugar un ajedrez perfecto al menos en la parte final?

Pues bien, esto es en lo que se está trabajando desde hace años. Se llama «base de datos de tablas de finales». En la actualidad existen bases de datos completas para posiciones donde hay hasta siete piezas sobre el tablero. La base de datos de siete piezas fue completada hace poco; se estima que la de ocho piezas podía estar completada hacia el 2020-22, pero de ahí en adelante, con cada nueva pieza que se añade, la complejidad se multiplica. Al ritmo actual, se tardará siglos en llegar a la base de datos completa, la de treinta y dos piezas. O, mejor dicho, no se llegará nunca, salvo que la tecnología informática avance lo suficiente como para almacenarla y manejarla. Con nuestra tecnología es y será imposible. La esperanza está depositada en el desarrollo de ordenadores cuánticos. Si ese momento llega, tampoco sabemos si se conseguirá o cuánto tiempo se tardará. En cualquier caso, ahora tenemos una pequeña muestra de «ajedrez perfecto», jugado con siete piezas como máximo. Es una muestra incompleta, pero ya arroja algunos resultados sorprendentes.

Garri Kaspárov comentó en una entrevista el asombro que le causó ver un final «perfecto» de pocas piezas jugado de acuerdo a esa base de datos, gracias a la cual una máquina, sin necesidad de calcular o evaluar posiciones, puede sencillamente elegir la mejor jugada posible en cualquier posición que se le presente. ¿Cómo era ese «ajedrez perfecto» con pocas piezas? Kaspárov tuvo la impresión de estar viendo un ajedrez jugado casi al azar. Las piezas se movían sin sentido, o, mejor dicho, sin seguir los patrones lógicos que los humanos estamos acostumbrados a reconocer sobre el tablero. Es evidente que el ajedrez perfecto usa una lógica tan, tan afilada que los humanos no somos capaces de seguirla. Esto es chocante, porque los ordenadores, cuando no juegan con ayuda de esa base de datos, sí juegan un ajedrez reconocible. Sin embargo, el juego perfecto sigue patrones cuya lógica se extiende a lo largo de centenares de jugadas, y eso escapa a nuestra comprensión. Es como estar viendo una partida entre dos alienígenas. Cabe preguntarse si una partida jugada a la perfección desde el inicio sería también irreconocible, o hasta qué punto seguiría la actual teoría de aperturas; o acaso viésemos un baile de piezas sin sentido (para nosotros), y más incomprensible cuanto más avanzada estuviese la partida. Es como si hubiésemos inventado una máquina capaz de componer música «perfecta» con unas pocas notas, pero al escucharla comprobásemos que nos parece un ruido sin sentido. En cualquier caso, la hipotética base de datos completa con treinta y dos piezas, que contendría el secreto de la partida perfecta, de la mejor partida posible, será inalcanzable durante generaciones. Quién sabe si la humanidad llegará a desarrollar la tecnología que lo permita.

Lo que sí sabemos es que, con bastante probabilidad, el ajedrez perfecto nos dejará fríos. La belleza del ajedrez entre humanos reside en su imperfección. Vemos que un jugador comete una imprecisión, y disfrutamos viendo cómo el rival aplica su talento para aprovechar esa imprecisión. No es la matemática del ajedrez lo que se disfruta, sino la humanidad de los jugadores, con sus errores e intuiciones geniales. Imaginemos que se fabricasen máquinas tenistas que nunca se equivocasen; obtendríamos el partido de tenis más aburrido de la historia. Lo bello del tenis entre humanos es que es imprevisible, que no hay un golpe igual a otro, y que los jugadores han de recurrir a su talento para afrontar lo imprevisto, ya sean imprecisiones propias o del contrario. En eso, el tenis o el baloncesto no se diferencian en nada del ajedrez. Sobre el tablero también suceden cosas imprevistas, y la emoción emana de la contemplación de los jugadores de talento sumidos en el trance de solucionar problemas sobre la marcha, con sus propias e imperfectas armas. Además, siempre hay una historia detrás: los jugadores pueden estar cansados, o nerviosos, o tensos, y eso es lo que crea el relato de la partida. En el último campeonato mundial, disputado por Magnus Carlsen y Serguéi Kariakin, tuvimos un buen ejemplo; incluso los empates podían llegar a ser muy tensos, porque la guerra psicológica entre ambos contendientes se hacía patente con cada nueva jugada. Así pues, el ajedrez perfecto quizá sea inalcanzable, pero nunca sustituirá al ajedrez imperfecto, del que emana la belleza del juego. La fotografía, que puede obtener una imagen perfecta de lo real, no acabó con la pintura, que es más bella cuando se aleja un poco de la realidad, porque lo que queremos ver y disfrutar en un cuadro no es la realidad, sino la interpretación del artista. Por ello sigue impresionando más el trabajo de Velázquez o Rembrandt que el de pintores hiperrealistas. En el ajedrez existe una verdad matemática, que no hemos descifrado, pero la verdad y el arte no son la misma cosa, igual que un lienzo con un paisaje no es el paisaje, sino otra cosa; es arte.

Quizá haya personas que nunca han jugado al ajedrez y piensan que se trata de una especie de pasatiempo matemático. Es difícil expresar la sensación de jugar a quien nunca lo ha hecho, pero sí se le puede decir esto: sería como pensar que hacer música es un mero pasatiempo matemático porque la materia prima de la música sean las frecuencias sonoras y las reglas matemáticas que determinan las armonías o los ritmos. El ajedrez, como la música, es un acto creador. En toda partida llega el momento en el que el jugador ha de tomar decisiones, y esas decisiones no están determinadas por el mero cálculo. Su propia personalidad, sus aspiraciones, su inclinación hacia la belleza o hacia el pragmatismo son los ingredientes que conforman el relato del ajedrez. No hay dos ajedrecistas iguales como no hay dos músicos iguales. Es un juego que, cabe recordar, no fue inventado por máquinas. Es dudoso que máquinas inteligentes hubiesen querido inventar algo como el ajedrez. Lo inventamos los seres humanos porque es una expresión de las luchas humanas. Así pues, si usted juega mal al ajedrez, no se desanime: sus partidas siempre serán más interesantes que las de una máquina.

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