Thursday, June 1, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Bailar en la cuerda

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Bailar en la cuerda
Jun 1st 2017, 09:04, by Jenn Díaz

Imagen: United Artists.

Un hastío rapaz me ató a este árbol.
Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.

(Sylvia Plath)

La Biblia no dice nada abiertamente del suicidio como pecado, pero sí del asesinato. Si entendemos el suicidio como un asesinato contra nosotros mismos, solo queda descifrar si cometer un autoasesinato es pecado o no. Ah, no es tan fácil, porque para que eso no ocurra, para que el suicida no sea además un pecador, debería arrepentirse para poder ser perdonado por Dios. Pero ¿cómo va a arrepentirse a tiempo el suicida?, ¿de cuántos segundos dispone? Así que técnicamente la Biblia no habla de este asunto, aunque sí del suicidio, pero es una regla no escrita: es Dios, y no tú, quien decide cuándo debes morir. ¿Quién demonios —perdón— te has creído para adelantarte al Señor?

De la lista de posibles suicidios, el ahorcado es, quizá, el que menos material necesita. Una cuerda de cortina, por ejemplo, y listos. ¿Quién no tiene una cortina a mano? Acerca de la muerte del ahorcado hay muchas teorías. La mandrágora, por ejemplo, que es la planta que crece donde ha caído el semen de los ahorcados. Porque se contaba que el ahorcado, en las últimas convulsiones, eyacula. Y a esas convulsiones se las llamaba bailar en la cuerda, por cómo se mueven los cuerpos sin llegar a tocar el suelo, sufriendo espasmos que podrían recordar —a las mentes más morbosas— a un baile.

Aunque la horca es aún un método legal de ejecución en algunos países, los suicidas que la utilizan por voluntad propia lo que buscan es una muerte rápida. No necesitan tiempo para pensárselo, no dudan y, sobre todo, no necesitan el perdón de Dios. Se han creído con el derecho de elegir cuándo y cómo morirán —un atrevimiento anticristiano—. Pero, en fin, esto no es un manual de la horca y sus distintos modelos, no es un catálogo de posibilidades —suicídese en tres cómodos pasos—. La horca es también un motivo literario, aunque menos utilizado como recurso en la literatura que entre los suicidas o en ejecuciones reales.

El ahorcado y el cine

La primera ahorcada y bailarina es Björk, que en Bailar en la oscuridad da ya suficientes datos sobre cómo la literatura y las creencias populares te advierten desde el título. Ciega y tiernamente confiada, necesita dinero para operar a su hijo, que también perderá la vista, y es así, en un rocambolesco drama de Lars Von Trier, como acaba con la soga al cuello en contra de su voluntad. La pena de muerte no podía ser más literal. Sin embargo, en los libros el ahorcado es perfectamente consciente de que quiere acabar con su vida, y necesita que se acabe ya. Son personas que necesitan huir sin dejar rastro, ninguna explicación. Podrían ser suicidas de pistola, de los que se arrojan por la ventana o toman cicuta —pero tienen mucho más a mano una cuerda—.

El ahorcado y el niño

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre: ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea.

Así es como empieza La hojarasca, un libro breve y brillante de Gabriel García Márquez. El niño llega a la casa del ahorcado y se sorprende de que un muerto no tenga el aspecto de un hombre dormido. La boca la tiene un poco abierta, los labios se han vuelto morados, se ha mordido la lengua, y el color de la piel es oscuro. Los ojos, desorbitados; la piel, apretada y húmeda. Así es, un ahorcado no es un muerto amable —si es que los hay—. El ahorcado de esta historia es, además, un ahorcado para el que en vida todos deseaban un final terrible. Y eso es lo que ocurre con los que, además de suicidas, son dobles pecadores: nadie quiere enterrarlos. No merecen el descanso cristiano, eterno; no merecen ni el perdón de Dios ni el de sus iguales. Pero el abuelo del niño que creía que los muertos llevaban sombrero… se empeña. ¿Y quién peca más, el ahorcado o el que entierra al ahorcado?

El ahorcado y la huida

Los hay con prisa, eso sí. En El ahorcado de León Tolstói y en El ahorcado de Saint Pholien, de Georges Simenon, el caso es distinto. Tolstoi nos presenta un conflicto bien diferente al de un crimen o un suicidio. Deben elegir al quinto que irá como soldado, y entre la comisión que lo elige y la patrona no se ponen de acuerdo. Todos quieren mandar al frente al borracho y ladrón, por su mala conducta. Pero la señora se ha encaprichado con él, porque desde que tuvieron una conversación, ha cambiado por completo. Si ahora que está siendo un buen siervo lo castiga y lo manda como quinto, ¿no estará cometiendo una injusticia? Así que decide salvarlo, y para salvarlo lo libera y lo manda a hacer un recado. El mentiroso, borracho y ladrón pasará unos días solo, en carro, y deberá llevar una cantidad de dinero que le solucionaría la vida. Él, que no es de fiar, merece toda la confianza de la señora. Se promete a sí mismo y a su esposa que no tomará ni una gota de alcohol y lo cumple, y mientras va y viene de su recado, feliz por haberse reformado, se duerme en el carro, galopando. El dinero, que oculta bajo el sombrero, ha salido volando por un agujerito de la tela. Ser pobre es no tener dinero para un buen sombrero que te cubra la cabeza en invierno, un gorro que debe guardar el dinero que te salvará. Y ser pobre y desdichado significa que, ante la reacción de la señora por no cumplir con tu palabra, ¡para una vez que haces bien las cosas!, es mejor suicidarse. Esto es: desaparecer rápido del mapa.

Igual que en Saint Pholien. Al ser novela negra, por supuesto el suicidio tiene mayor misterio y dramatismo y la información está dosificada astutamente. Aunque hasta el capítulo cinco no aparecen los ahorcados, ya desde las primeras páginas asistimos a un suicida con pistola. Busca, también, después de que le roben una maleta con un traje viejo y manchado de sangre, una solución rápida: pero este pecador tiene pistola, no necesita sus cortinas. Cuando llegas a los ahorcados, son solo pinturas. Sí, cuadros y más cuadros de un hombre ahorcado en… ¡una iglesia! El colmo el anticristianismo. Suicidarse en una iglesia es algo más que pecado, por supuesto. Y el ahorcado de esta historia de misterio y detective es mucho más inocente de lo que cabría esperar —pero no a ojos de Dios—. Klein, el chico de la horca, era solo un joven trastornado y pobre que no supo afrontar el crimen que cometió. No solo se autoasesinó, sino que mató a otra persona. Y, además, pone por testigo a Dios, suicidándose en su propia casa. El detective de Simenon va poco a poco acercándose al secreto que guardan Los compañeros del Apocalipsis, el club de un grupo de universitarios que quieren revolucionar el mundo y acaban arrastrando durante todas sus vidas el baile de un ahorcado.

El ahorcado y el secreto

Charles Dickens, en cambio, propone otro de los aspectos del ahorcamiento y no solo del ahorcamiento, sino del suicidio en general. En su relato El secreto del ahorcado se plantea, sin demasiado dramatismo, cómo un error lleva al personaje del relato a la soga. Expulsado de su familia y sin nada que llevarse a la boca, se acaba cruzando con un muerto: un muerto que tiene más que él, dinero y ropa. Así que cambia su identidad y se hace pasar por él, pero Muller, a quien suplanta, ha cometido algún pecado… perdón, algún crimen. Algo ha pasado con un niño. De modo que cuando se encuentran con el nuevo Muller y le interrogan, no sabe qué contestar. La muerte es así, no tiene respuestas. Y la de los suicidas, como las muertes inesperadas, menos aún. El Muller de mentira soporta chantajes y preguntas, pero de verdad no sabe dónde está el niño, quién es ese niño, qué ha pasado con ese niño. Pero no importa, porque él es quien creen que es. El verdadero Muller, que sabría cómo contestar a la pregunta, se ha llevado con él —no se sabe si al cielo o al infierno— el secreto. Y el pobre diablo que no puede responder en los interrogatorios ha dejado al narrador del cuento sin desvelar el misterio. Nadie sabe qué ha pasado con el niño, porque el Muller embustero, el que asume una identidad problemática, ha sido condenado y ya cuelga de su soga, ya baila en la cuerda.

El ahorcado y la poesía

Hay un último estadio del ahorcado, del suicida en general, que lo aúna al romanticismo. Sí, hasta el momento todos los ahorcados citados son hombres pobres que no tienen escapatoria, que no saben qué hacer con su vida y buscan el atajo —un atajo que Dios no les ha autorizado a utilizar, pero aun así toman—. Sylvia Plath, en cambio, una de las poetas suicidas célebres, le dedica un poema al baile de las convulsiones. Ella, por supuesto, sabe cómo vestir de gala a la muerte, no necesita al pobre, y lo triste puede ser también embellecido con palabras.

Asiéndome del cabello, un dios se adueñó de mí.
Sus descargas azules me achicharraron como a un profeta del desierto.
Las noches se volvieron invisibles, como el tercer párpado de un lagarto,
Un mundo de días blancos y descarnados en una cuenca sin sombra.
Un hastío rapaz me ató a este árbol.
Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.

Así es como la poesía se alía con Dios y cubre el ahorcamiento de hermosura, ya no hay pecado, porque es Dios quien se adueña del suicida, y si es Dios quien ahorca, no hay lugar para el arrepentimiento ni tampoco para la falta. Plath es una poeta maldita capaz de volver lírico el más espeluznante de los sentimientos, por eso estos versos, pese al motivo, son espléndidos. Hay algo del misterio que encierra el ahorcamiento, la decisión de morir, pero es infinitamente más lícito bajo la perspectiva de la poeta, porque ella ya ha justificado lo injustificable. Dios no permitiría tal ofensa si no fuera porque es él quien la dicta, y si un dios es capaz de ahorcar a una de sus criaturas, y una de sus criaturas fuera Dios, haría lo que hizo —adueñarse del ahorcado, atarlo a un árbol… dejar que baile—.

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