Sunday, January 21, 2018

Jot Down Cultural Magazine: Te amaré cuando no estés

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Te amaré cuando no estés
Jan 21st 2018, 09:56, by Adrián Viéitez

John Lennony Yoko Ono after, 1968. Foto: Cordon.

Nadie tiene ni puta idea de lo que es el amor. Quizá sea por eso que casi todo el mundo lo persigue a ciegas, chocándose contra las paredes del mundo. De toda la vorágine de constructos sociales que nos envuelven, que nos revisten como si fuésemos cuerpos desnudos ávidos de ser cubiertos por cualquier cosa, no hay ninguno tan complejo, tan inaccesible, tan sórdido como el amor. Se trata de una cuestión impermeable a las generaciones, a las vidas y las muertes. Es el mástil, el epicentro de todos los temas que existen. La cumbre de la conversación, el pensamiento último.

El amor, esa cosa invisible, es la columna vertebral del arte. Se extiende a través de él como una mano enorme, una mano de dimensiones desproporcionadas. Uno puede pensar que una obra escapa a su yugo, para encontrarse entonces con el perfil desdibujado de su sombra eterna, por el vértice carcomido de sus restos, de las huellas que deja en la espalda de cualquier creación. Alrededor de él han pivotado movimientos completos tanto en el campo de las artes plásticas como en el de la literatura. Es algo común a todos los creadores del mundo, a lo largo de todo el tiempo y el espacio: hacer lo que decía Lennon en el arranque de «Julia» (half of what I say is meaningless, but I say it just to reach you, «la mitad de lo que digo no significa nada, pero lo digo solo para llegar a ti»). Todos han escrito, han pintado, han compuesto a ese ente inconquistable, esa cima imposible de coronar.

Las derivaciones temáticas del amor son infinitas. De sus raíces surgen todas las ramas posibles; de ellas brotan la pérdida, la memoria y la identidad. De ellas nace la muerte. Nadie ha enfrentado jamás la muerte como una cuestión ajena al amor. Como línea de creación se la vincula, de hecho, con el romanticismo. Morir es un desgarro, la culminación eterna de los amores extraviados. El adiós es el último adversario del amor, o su consecuencia. Trabajan ambos siempre en consonancia, indisolubles. Escribió García Márquez en El amor en los tiempos del cólera que lo único que le dolería de morir es que no fuese de amor. Ahí, en esa frase, se recoge todo lo que se ha escrito sombre ambos temas; de ella se deduce que el amor es una vía lícita (de hecho, la única) para alcanzar la muerte. Morir nunca estaría justificado de otro modo, sería algo banal, estúpido.

Florentino Ariza, protagonista de la novela, pasa medio siglo esperando al amor conocido, el único amor. Gabriel García Márquez construye su romanticismo en una historia de ausencias, de imaginar. Nadie podría imaginar que su vínculo, el de Ariza con Fermina Daza, pudiese haber llegado a ser lo mismo, a contar con ese vigor invencible, de haberse consumado su relación tras su primer encuentro, al pie de los almendros. Sería absurdo plantear la posibilidad de que ambos, ya sobrepasados los setenta años, viviesen empapados en pasión noches y noches al borde de un barco de haber sumado medio siglo en común. Es lo malo del tiempo: es incompatible con el amor. Uno avanza y el otro retrocede, y se tiene la sensación de que una persona solo puede amar más a otra en caso de perderla, de crearla y recrearla en su mente todos los días, con el esmero y la dedicación con que uno vuelve siempre a las cosas que no querría perder.

Se ha extendido a nivel social la idea de que el amor perdido es algo a superar, una especie de valla que habría que saltar. Está todo por correr tras esa valla, nadie podría atravesar su mundo futuro sin sobrepasarla. Esa idea, sin embargo, todo ese pragmatismo, colisiona de forma frontal con las grandes historias de amor que componen nuestro imaginario cultural, con la concepción que cualquiera de nosotros puede llegar a tener de la idea de amar. Desde luego, García Márquez lo tuvo claro al contar el viaje de Florentino Ariza a través de las décadas, con su amor primigenio atado a las vísceras para siempre. Para el nobel colombiano, todo se reducía a eso; a esperar cada día, durante toda la vida, a una única persona, aun con la consciencia hábil de que ese momento pudiese no llegar jamás.

El amor se desvirtúa conceptualmente cuando se entiende de forma múltiple. En Alta Fidelidad, Nick Hornby realiza un repaso de todas las relaciones románticas de su atormentado protagonista para acabar reduciéndolas todas a la misma: la única que importa, la corona de todas las demás. Multiplicar al objeto amado hacer perder fuerza romántica al concepto. Lo hace porque implica suponer dos vías diferentes, ambas igualmente traídas a lo terrenal. La primera, que el amor tiene fecha de caducidad. Si pudo morir una vez, podrá hacerlo de nuevo, y así sucesivamente. De lo contrario, la segunda: que el amor ha de ser repartido entre su reciente receptor y todos aquellos que lo precedieron, como si de una reubicación se tratase. Como si hubiese lugar para las matemáticas en la habitación.

Blue Valentine, 2010. Imagen: Karma Films.

Las historias que conmueven son las historias de amor perdido, amor eternamente no correspondido, no asimilado, no traído a la rutina. El día a día es territorio vedado al enamoramiento, es el hogar del desamor. Ahí se mueve Blue Valentine, esa película de Derek Cianfrance en la que se nos explica por qué dos personas que pretendan encerrar la intensidad intacta de la primera pasión entre cuatro paredes están destinadas a destrozarse, a matar al amor, a asesinarlo a cuchillazos y empapar el papel pintado con su sangre. La sangre visceral del amor que no quiere morir pero tiene que hacerlo. García Márquez y Florentino Ariza habrían querido que los dos protagonistas de Blue Valentine muriesen intentándolo, que no se rindiesen nunca en su propósito de sostener en los cielos ese sentimiento de pertenencia, esa cosa inmortal que todo lo justifica. Cianfrance, sin embargo, evita la tragedia y mata al amor para salvar a sus personajes, para cubrirlos de lógica, de ese pragmatismo adquirido que, de haber nacido previamente en sus conciencias, les habría evitado la ridícula idea de siquiera conocerse.

El amor solo vive en la ausencia. En la esperanza. En el dolor. Se puede utilizar la breve pero contundente discografía de Damien Rice, compuesta por tres únicos álbumes, para comprenderlo. En el primero de ellos, O, el músico irlandés canta a lo que nace. En él, el amor crece como una enredadera que escala por su voz. En «The Blower’s Daughter» repite la frase I can’t take my eyes off you no puedo apartar mis ojos de ti») tantas veces que uno acaba creyéndoselo, acaba imaginándose a Rice mirando a Lisa Hannigan sin parar, con sus ojos ahí parados, inamovibles, fijados por un soporte atornillado al suelo. Es lo mismo de lo que habla García Márquez al comienzo de El amor en los tiempos del cólera, cuando Florentino Ariza se desvive por arrancarse música de los adentros, música que llegue al corazón de Fermina Daza, el único destino que podría jamás anhelar.

En su segundo disco, 9, Damien Rice habla de la muerte por contacto. Pasa lo mismo que en Blue Valentine: las cosas explotan por los aires. Del I can’t take my eyes off you se pasa al Fuck you, it’s hell when you’re around que te jodan, el infierno es estar cerca de ti») de «Rootless Tree». Precisamente «Rootless Tree» fue una de las últimas canciones a las cuales Lisa Hannigan puso los coros. Aunque ella no lo hubiese explicado en repetidas ocasiones, podríamos hacernos una idea bastante nítida del motivo. Si uno escucha Odetenidamente, parece imposible pensar que esa misma persona llegaría a escribir, cuatro años después, una canción tan dolorosa, tan rota como «The Animals Were Gone». También resulta ridículo colocarla en el mismo plano que «Rootless Tree», pese a que pertenezcan al mismo disco. Desde luego, no es difícil imaginar el orden en el que fueron compuestas.

«The Animals Were Gone» es, precisamente, un preludio anticipado a su tercer álbum, publicado ocho años después que 9 y llamado My Favourite Faded Fantasy. En él, la figura amada está más idealizada de lo que podía haber llegado a estarlo en cualquier otro plano de posibilidades. Desde luego, lo está más que en O, a pesar de que aquel disco describía un amor palpable y este no habla más que de memoria, de recuerdos, de papel mojado. Pero, una vez más, el amor vive y arde en la ausencia, y muere cuando llega, cuando se convierte en parte material de la realidad.

My Favourite Faded Fantasy es un álbum de fácil vinculación con Blood on the Tracks, el disco que Bob Dylan vomitó tras su separación con Sara Lownds y uno de los trabajos de un romanticismo más desaforado de la historia de la música. No existe un amor más vivo que el de «If You See Her, Say Hello» o «You’re Gonna Make Me Lonesome When You Go», y lo paradójico es que ambas canciones hablan de un amor ya muerto, de un amor que no existe más allá de la mente del creador, de la mente de un músico roto por el dolor que sucede a su pérdida. Con la definición del término en la mano, podríamos decir que Bob Dylan nunca estuvo más enamorado de Sara Lownds que cuando acabó por separarse de ella. Su amor, igual que el de Damien Rice, volvió a nacer nada más morir.

La única vía sostenible para la permanencia de un sentimiento vivo a lo largo de un vínculo real la ofreció Charlie Kaufman en Olvídate de mí, esa parábola sobre el amor dirigida por Michel Gondry y protagonizada por Jim Carrey y Kate Winslet que lo deconstruye absolutamente todo acerca de una relación real entre dos personas. El problema está en su conclusión; en que esa solución es inverosímil, inviable, puesto que uno no puede, en ningún caso, eliminar a una persona de su cerebro, extraerla como si fuese un virus del que despojarse. Kaufman presenta ese mundo ideal en el que dos personas se encuentran y se enamoran para adivinar, a posteriori, que ya lo han estado antes, y que ese amor que ahora les resulta atractivo, seductor como ningún otro que hayan conocido antes, es un amor que ya han vivido. Uno que ya han roto y lanzado al desagüe con pavor, ambos derruidos por su efecto.

¡Olvídate de mí!, 2004. Imagen: TriPictures.

En el momento álgido de su conexión, en su punto máximo de felicidad, el personaje interpretado por Carrey dice todo aquello que se podría decir sobre el amor. Recostado sobre la nieve, dejando la marca de su silueta sobre la misma y con su amada incipiente (el personaje de Kate Winslet, entiéndase), dice: «Podría morir ahora mismo, Clem». Podría morir. Esa sentencia, tan aparentemente banal, tan repetida por cualquiera de nosotros de forma inconsciente, es un continente universal. Contiene la idea de que ya no quedan peldaños en la escalera; se está arriba, tan arriba como se podría estar. Se ocupan unas alturas a las que uno solo podría volver en soledad, en retrospectiva, como Dylan cuando dice eso de she might think I have forgotten her, don’t tell her it isn’t so ella podría pensar que la he olvidado, no le digas lo contrario»).

Así que se abraza esa idea de la muerte como perpetuadora del estado de enamoramiento, se le proporciona a ella la posibilidad de extender en el tiempo algo que la vida, a buen seguro, acabará por asesinar a sangre fría. La muerte es el único candado posible para el amor, el único paraguas que existe. La única forma de que este sobreviva es que el individuo muera enamorado. Charlie Kaufman, en Olvídate de mí, otorga a su personaje principal el anhelo de elegir ese momento, casi como quien se entrega a un acto de exacervada heroicidad.

Esa misma heroicidad es la que se entrega a la muerte de Gatsby, el personaje central de la literatura de Fitzgerald y uno de los símbolos más expresivos de la idea del amor en la ausencia. Gatsby, al igual que Florentino Ariza, sostiene su voraz sentimiento en los hombros de la esperanza durante años, y convierte la conscecución de un amor que él mismo sabe improbable en su redifinido sueño americano. Se trata de un personaje, como canta Springsteen, nacido para correr, para hacerlo eternamente en busca de esa luz verde que siempre está a una bahía de distancia, por mucho que uno crea acercarse, por mucho que la sensación de proximidad engañe.

Daisy Buchanan, el anhelo de Jay Gatbsy, es un personaje de mayor cinismo que Fermina Daza, quizá porque ambas habitan contextos diferentes, y porque las circunstancias de la primera la obligan a someterse a ciertas reglas sociales que la segunda puede permitirse ignorar. Sin embargo, ambas comparten ese pragmatismo absurdo, ajeno al deseo y la voluntad propia. Es curioso que García Márquez y Fitzgerald construyesen seres amados tan similares, tan lejanos, tan inaccesibles, curioso aunque comprensible, ya que es el único modo mediante el cual el enamorado puede sostenerse en la ausencia, sin llegar nunca a conseguir su objetivo.

Tanto para Gatsby como para Florentino Ariza, todo se reduce a una cuestión de expectativas. Ambos generan su propio universo mental de futuras posibilidades, los dos se aproximan ligeramente a la idea de lo que querrían conseguir. Tanto uno como el otro someten su éxito profesional a la romántica idea de que el amor que nunca muere pueda llegar a justificarlo en alguna ocasión, y de hecho lo hace en ambos casos; lo hace en el barco que navega por el Caribe, lo hace en ese encuentro definitivo con Daisy en el salón de estar de Nick Carraway.

A priori, parece obvio que la resolución de El amor en los tiempos del cólera es más optimista y vitalista que la de El Gran Gatsby. La primera termina con los amantes, septuagenarios, inmersos en la idea de viajar para toda la vida entre puertos, sin pisar nunca la tierra firme, ese lugar que siempre los mantuvo separados, sin llegar a tomar nunca consciencia de un mundo real en el que las cosas mueren, en el que las cosas terminan. La segunda, por su parte, lo hace con Gatsby muriendo solo, abandonado por el amor que fue combustible de su vida. Sin embargo, leyendo los últimos pensamientos que cruzaron su mente, en su última conversación con Carraway, uno entiende que Gatsby murió realmente esperanzado, convencido de que aquello por lo que había esperado durante años, el sueño americano de su propia vida, estaba finalmente al alcance de su mano.

Para Florentino Ariza el amor era el olor de las almendras, mientras que para Jay Gatsby lo era la luz verde. Al final, el amor acabó siendo para ambos una cuestión de ausencias, un constructo solitario, una batalla personal por la supervivencia de un sentimiento frente a todo lo demás. Nadie en su sano juicio habría luchado tanto por una persona presente, por alguien que sí está, como ellos lo hacen por quien solo habita, aunque inmensamente, las habitaciones de la memoria. Quizá el amor no sea eso, quizá no implique lucha ni sacrificio y deba ser algo sencillo, hogareño, que no duela. Es posible que no sea más que la justificación más romántica que se ha podido dar al hecho de morir, también al de vivir. La vida sin amor sería menos vida, la gente sin amar perdería determinación, se disiparía la fuerza de voluntad. O quizá no. Quién sabe. Al fin y al cabo, todo el mundo habla de amor, pero nadie tiene ni puta idea de lo que es.

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