Monday, January 22, 2018

Jot Down Cultural Magazine: Alfredo Evangelista y la sombra de Dios

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Alfredo Evangelista y la sombra de Dios
Jan 22nd 2018, 23:15, by Alberto Gamazo

Combate entre Mohammed Ali y Alfredo Evangelista, 1977. Foto: Cordon.

En un juego en el que no le pintaban más que bastos, el lince de Montevideo ganó. El hijo del distrito 24 ascendió a los cielos de Europa y a los altares de escay de la noche madrileña, y se consiguió sacar a golpes el hambre voraz que le iba detrás desde la cuna. Subió tan alto tan pronto que perdió la cuenta de lo que tardó en caer. Los puños le abrieron unos horizontes que su origen le vedaba. Y sin embargo, el mito de Alfredo Evangelista Chamorro se forjó en una derrota, la que hace cuarenta años le infligió el deportista más influyente de todos los tiempos. Aunque mañana curara el cáncer, o matara al papa, Evangelista seguiría siendo, para la memoria colectiva, el púgil ignoto con trazas de guerrero apache que una noche de mayo le metió el miedo en el cuerpo a Muhammad Ali.

***

Siempre poniendo el carro antes que los bueyes, Alfredo Evangelista se asomó al mundo del año 54 en Villa Española, la barriada montevideana aposento de contrabandistas y proletarios que olas tenaces de inmigrantes europeos habían ido haciendo suya y a la inversa. Allá había ido a dar con sus huesos el abuelo Evangelista, un laburante italiano que prosperó lo que le dejaron, o sea poco. En La Isla, el mísero ranchito de ladrillo y chapa que dejó en herencia a la turba católica de vástagos de rigor, se amontonaban tíos, primos y chinches sin filiación, y la comida era un término difuso que a veces significaba pan de anteayer y a veces un café negro como una tele apagada y un andá a buscar changas y dejate de joder. Bichuchi (el alias le cayó de rebote, por mirar) pudo ir unos años a la escuela de la calle Algarrobo, que por las mañanas era la 89 y por las tardes la 118, hasta que (sabe Dios cómo, en vista del plan nutricional) pegó tal estirón que le empezaron a llamar, con sorna, el Maestro. A la espalda, claro, porque, aunque tranquilote y distraído, cuando Bichuchi se enciende arrima unos sopapos de los que quitan las manías. Con eso y con todo, el boxeo no le vino de vocación. Es papá Evangelista, de nombre Vicente Roque, el que idolatra la dulce ciencia. El viejo frecuenta gimnasios y clubes, departe con los preparadores y no perdona una velada. El problema es que Roque es rengo. Un accidente le dejó una pierna más corta que la otra, y en una historia más vieja que el fuego se le mete entre ceja y ceja calzarle al pibe los guantes que él nunca podrá lucir. Pero el pibe quiere seguir siendo pibe, la disciplina del saco no va con él, prefiere jugar en la calle a ser Pedro Virgilio Rocha llevando a Peñarol a ganar otra Libertadores. Un mal día, harto de doblar la grupa por migajas, Roque hace el petate y se va, a dedo, rumbo a la tierra de Mickey Mouse. «Elsa, si no hago plata no vuelvo». María Adelcia Chamorro llora. El pibe le promete medio forzado al padre que se subirá al ring al menos una vez, para dedicarle la victoria. Las cartas desde la carretera, frecuentes y optimistas al principio, se vuelven exiguas con los años. En la nochebuena de 1972, un terremoto de 6,2 asola Managua, su última dirección conocida. No se vuelve a saber.

Siendo el mayor en talla y primaveras, Alfredito se echa la familia al lomo y pasa sus primeros años de adolescencia ejerciendo cualquier oficio no cualificado que le deje unos chavos en la repisa. Mira de cuando en cuando la bolsa de deporte con toallas enrolladas que tiene bajo la cama, hasta que un día esta le devuelve la mirada con ojos de Roque. Bichuchi se plantifica en la entrada del Club Social y Deportivo Villa Española, donde empieza a tirar manos bajo la tutela de Adrián Rivero, y ya no mira atrás. El bigardo candoroso que se distrae con el vuelo de una mosca resulta tener maneras de boxeador, un instinto de los que no se entrena y una movilidad de piernas que, sin ser la de Nijinsky, es difícil de ver en un peso pesado. Alfredo avanza en su instrucción al doble de velocidad que el resto de la recua del Villa Española, y en tres años de amateur presenta una hoja prácticamente inmaculada, con veintitantas victorias, muchas antes del límite, y tan solo una derrota. Son los primeros y duros años de la dictadura uruguaya, y Alfredo busca pastos más verdes en Brasil y Argentina, donde estiba en los muelles y le hace de sparring al malogrado campeón argentino Víctor Galíndez, que le zurra como si le hubiera matado un hijo. A la chita callando, Alfredo se sube a lo alto del cajón en el campeonato amateur de Sudamérica. El nombre Evangelista comienza a resonar por las parcas estructuras del pugilismo uruguayo y, durante una visita a casa para acercar cuartos, Alfredo recibe la llamada del ojeador Hortencio Gularte. Él la había recibido a su vez de Evelio Mustelier, Kid Tunero, un legendario púgil cubano afincado en España y reconvertido en preparador. Mustelier y Gularte se habían hecho amigos casi cuarenta años atrás, cuando el primero puso fin a la carrera del segundo mandándolo a la lona del Gran Parque Central de Montevideo. Tunero busca un joven con aptitudes para nutrir la maltrecha categoría pesada en Europa, y Gularte solo tiene un nombre en la cabeza. Alfredo hace que se lo piensa, pero le falta tiempo para subirse al avión. A la pobre Elsa por poco le tienen que hacer una tortilla de Valiums mientras ve salir tarifando a otro cabeza de familia con una fantasía en la cabeza y cero en la buchaca.

II.

Alfredo Evangelista aterriza en Madrid un domingo yermo de 1975. Al dictador de aquí ya le están haciendo la cuenta de diez, pero el franquismo goza aún de una lozanía envidiable. Tunero lo instala en una pensión detrás de la Cibeles, y Alfredo descubre a sus veinte años la comida diaria y la cama caliente. La gazuza acumulada es tal que en pocas semanas coge diez kilos de los buenos, de los de acero pa’ los barcos. Tiene una idea fija en la cabeza: amasar la plata que su padre no pudo y traerse al resto de la familia a España sin saltarse un cumpleaños. Los amaneceres le sorprenden corriendo por el Retiro y las tardes se le hacen noche hostigando al saco en el aledaño Palacio de los Deportes. Si el Museo del Prado se asentara sobre setenta y dos escalones como el de Philadelphia, no es difícil imaginarle haciendo cima, puños en alto, bajo la funkfarria de Bill Conti. Alfredo ni se imagina hasta qué punto su futuro discurrirá en paralelo al del guion que Sylvester Stallone está escribiendo en esos mismos momentos, aunque la idea le surgiera tras presenciar la pelea de Ali con Chuck Wepner. El cubano Mustelier le invita los domingos a su casa, y le habla de la bohemia parisina, de su amistad con Hemingway, le da consejos zen. Alfredo de eso no sabe y solo quiere que lleguen los mamporros. Su desvirgue profesional no se hará esperar. El primer rival de la carrera de un boxeador suele buscarse asequible, un picapedrero con cierta experiencia y consciente de su labor de fogueador. Tunero le pone delante a Angelo Visini, un trozo de carne con ojos que a esas alturas presenta un grotesco historial de una victoria y quince derrotas. Alfredo le cambia el eje Y por el X a los noventa segundos del primer asalto. En los siguientes cuatro meses, despachará sin melindres a media docena de bultos sospechosos (italianos mayormente) de los que vagan por los cuadriláteros europeos como orquesta por romería, y al jamaicano Neville Meade. El runrún sobre la presencia de un joven pesado sudamericano con posibles se intensifica en los albores de 1976, y flota como una mariposa por los mentideros de una España con una pobre tradición boxística pero que ha pasado los últimos años viendo a sus púgiles brillar en el escenario internacional

El boxeo español había vivido efectivamente una edad dorada en los diez años anteriores, con la pragmática sanción de un régimen al que le venía de perlas un nuevo single que añadir a los greatest hits de fútbol y toros, y con los que tener bien apamplinado al personal. En los dos lustros que van del 66 al 76, una treintena de campeonatos europeos y ocho cinturones mundiales pasarán a engrosar las raquíticas vitrinas rojigualdas. Pero a ojos profanos todo lo que hay por debajo de los noventa y un kilos es caza menor, y España solo parecía capaz de producir plumas y ligeros, así que los mecanismos federativos patrios, presididos por Vicente Gil, a la sazón médico personal de Franco, se habían lanzado a finales de los sesenta a la búsqueda de un peso pesado de relumbrón. La tarea se adivinaba complicada en un país que en toda su historia solo había dado un Maciste de talla mundial, en la figura del guipuzcoano Paulino Uzcudun, y tal fue el páramo que encontraron los enviados del Dr. Gil que no les quedaría más remedio que fabricar un campeón de la nada. La fábula del auge y caída de José Manuel Ibar Urtain es demasiado improbable y jugosa como para glosarla aquí en la extensión que merece, pero para cuando Alfredo entra en escena, a finales de 1975, el Tigre de Cestona ha arramblado con dos campeonatos de Europa, llenado polideportivos y plazas de toros hasta dejar gente fuera, y protagonizado una lisérgica película sobre su vida, impregnando el subconsciente colectivo a un nivel que es difícil de concebir hoy en día. Urtain es un icono pop en las postrimerías del régimen, y aunque para entonces ya ha comenzado a mostrar unas hechuras de juguete roto más que evidentes, un latigazo de su estruendosa derecha de harrijasotzaile aún es capaz de arruinar una familia. El Morrosko es el hombre a batir en la desangelada categoría de plomo en España, y Alfredo fija sus miras en él para su octavo combate, con un triple objetivo: una bolsa suculenta, la promesa del promotor de traer a su familia de Uruguay si vence, y la posibilidad de ganar el favor de un país que ya ha demostrado que no tiene remilgos en asimilar por la vía rápida a púgiles foráneos cuando vienen con los panes del triunfo bajo el brazo: El soberbio pluma cubano Pepe Legrá, la otra gran importación excolonial de Kid Tunero, puede dar testimonio de ello.

La escenificación de este choque atávico entre el pasado y el futuro, que tan periódicamente se da en el boxeo, se produce una vez más el 15 de mayo de 1976 en el Palacio de los Deportes de Madrid. El combate en sí no tuvo mucha historia: la diferencia de trayectorias, de peso y de edad (Urtain cumple treinta y tres años sobre la lona, una edad geriátrica para la época; Evangelista ha soplado veintiuna velas hace unos meses) decanta desde el principio la pelea para el aspirante. No hay título oficial en juego, pero todo el mundo sabe que lo que se dirime es el trono de la categoría máxima, y que el Rey lleva demasiadas batallas encima. El contraste de estilos es total: Evangelista mantiene en la distancia con piernas de ligero a un Urtain que le busca como un miura por el cuadrado, y castiga al de Zestoa cuando se acerca más de la cuenta, con una izquierda que no mata pero marca. Con más pundonor que juicio, Urtain carga una y otra vez para encontrarse con que su dinamita no conecta en la zona de puntos y que Evangelista no desaprovecha ninguna de sus sempiternas aperturas de guardia para reconfigurarle los rasgos faciales. A la salida del quinto asalto, el histórico preparador Manolo del Río arroja la toalla desde la esquina de un Urtain bañado en sangre que ya ha conocido lona dos veces y que solo puede aspirar a salir vivo de esta. El público madrileño, que no pocas veces en los últimos años había abandonado el Palacio molesto con la apatía de Urtain, pero que nunca le ha dado realmente la espalda, despide al ídolo caído con la nostalgia instantánea de las últimas ocasiones, y acoge con calor al forastero, que cae de rodillas en medio del ring asumiendo la coronación. La nacionalidad tardará casi un año aún en llegar, pero Alfredo se hace español aquella noche ante diez mil testigos.

El remanente del año transcurre con cierta placidez, haciendo pleno de victorias en siete peleas de limitada relevancia mientras llega la ansiada ciudadanía española que otorga el derecho a optar a títulos en el continente. Esta segunda parte de 1976, sin embargo, quedará marcada por un suceso extradeportivo de aquellos en los que la realidad se adentra peligrosamente en el terreno del folletín más inverosímil. La cosa es tal que así: en el furor periodístico que sigue a la pelea con Urtain, Alfredo concede unas declaraciones a la Agencia Efe en las que, rememorando su vida antes de España, relata la desaparición de su padre en Nicaragua y cómo su ausencia le ha marcado la vida adulta. Sus palabras encuentran eco mundial gracias a las filiales de la agencia, y al cabo de unas semanas recibe un anónimo dirigido a él y remitido al Palacio de los Deportes. En él, una señora le cuenta que su señor padre no solo está vivo y coleando, sino que ella les puede poner en contacto. Remata la carta una dirección de la ciudad de Panamá. Alfredo aterriza a los pocos días en el país centroamericano y se echa a la búsqueda con el corazón en un puño y un papel arrugado en el otro. Da vueltas durante horas por un barrio deprimido de la capital panameña buscando el número de una casa que parece no existir. Cuando está a punto de darse por vencido, una mujer se le acerca y le pregunta si es Evangelista, el boxeador. Le lleva hasta un ranchito cercano, más mísero aún que el que Alfredo dejara en Montevideo. Es entonces cuando la mujer se identifica como la esposa de su padre, y a tres mocosos que corretean por la propiedad como sus hermanos pequeños (la rumba de Peret la tenemos todos en la cabeza, pero no dejemos que nos coloree el momento conmovedor que sigue). Ajeno a este improbable cónclave familiar, el pobre Roque Evangelista regresa después de otro día de escamotearle cuartos a la miseria. Al doblar la esquina de la chabola escucha algo que identifica al instante pero no comprende: es un silbido particular que él mismo enseñó a su primogénito muchos años atrás, y solo a él. No puede ser, y sin embargo es. Hijo y padre se abrazan y lloran. Alfredo le cuenta que no solo se ha subido una vez al ring, sino cuarenta, y que casi todas las ha ganado y se las ha dedicado todas. También llega a un acuerdo insólito con la familia sobrevenida: se lleva al padre para España, que ya está bien de zascandilear y la mamá estará preocupada, y a cambio Alfredo girará unos cuantos billetes al mes al sarmiento panameño de este particular viñedo genealógico. Y aquí paz y después gloria. Tracatrá.

III.

Combate entre Mohammed Ali y Alfredo Evangelista, 1977. Foto: Cordon.

Muhammad Ali, el peso pesado más grande de todos los tiempos, el icono del siglo XX, se retira de facto en septiembre de 1976. Acaba de vengar por segunda vez su derrota de 1973 con Ken Norton. Ya lo había hecho (dos veces también) con la otra L de su casillero, la que le infligiera Joe Frazier en 1971. Ha sido tres veces campeón lineal. Ha sobrevivido al Rumble in the jungle, al Thrilla in Manila. No hace ni tres meses que el combate publicitario con el wrestler Antonio Inoki en Japón le ha salido rana, con una infección en una pierna que le ha llevado a la cornisa de la amputación. Bordea los treinta y cinco años y el cuerpo le pide clemencia. Ya no le queda nada por hacer en el boxeo. Pero hay un pequeño problema: The Greatest ha venido acumulando durante los últimos quince años una corte ambulante de allegados, gorrones y saltimbanquis (un entourage, que se dice) que sus contables estiman en unos ciento cincuenta jetas y que, claro, quieren lo suyo. Además, está en proceso de divorciarse por segunda vez en unos términos que no presagian nada bueno para sus arcas. El artista anteriormente conocido como Cassius Clay ya no es ni de lejos el de antes del parón obligado por negarse a combatir en Vietnam. Ni siquiera es el de después del parón, pero sigue siendo un imán publicitario, y a una bolsa de tres millones por poner en juego el cinturón mundial es muy difícil decirle que no. Al infame promotor Don King le queda la labor de extraer un nombre asequible de la proverbial chistera. El pito pito gorgorito que le lleva hasta ese nombre se ha escurrido por los sumideros de la historia, pero cuando King levanta el teléfono para asignar contrincante en febrero del 77, la voz que contesta del otro lado es la de Kid Tunero. El cubano no lo ve nada claro: Ali ya no es el que era, pero Alfredo tampoco es aún el que puede ser, y catorce peleas (incluida su reciente y primera derrota, en la que Lorenzo Zanon, otro italiano de segunda fila, consigue desquiciarlo y le arrebata la decisión final) no son bagaje suficiente para subirse a un ring con el tipo que ha mandado a dormir a las últimas dos generaciones de pesos pesados. Le pide seis combates más antes de considerarlo. Evangelista se rebela. Si el ser casi mitológico que él se escabullía para ver en el maltrecho televisor de un vecino en Villa Española le ha elegido a él, por algo es. Y si viene con una bolsa millonaria (aunque estos millones sean en pesetas), ¿quién es él para rechazarla? Dentro de seis combates quizás el tren haya pasado de largo para siempre. Cierto es que él aún no es nadie, pero, pase lo que pase con Ali, lo será. Es la apuesta de Pascal hecha pelea: no perder nada contra ganar la eternidad.

La discrepancia lleva a Alfredo a distanciarse de Tunero, que ha ejercido de padre desde que llegara a España, pero ahora Alfredo ha recuperado a su padre de verdad y nadie le marca los tiempos. La voz que se encuentra Don King la siguiente vez al otro lado de la línea será la del ganadero y promotor José Luis Martín Berrocal, lo más parecido a un homólogo que el exconvicto de Cleveland tiene en España. Berrocal se lo lleva a Nueva York a firmar la pelea (por si acaso, le dice que van a firmar el europeo a París; si le entra el temblor de piernas que sea cuando ya está el bacalao repartido), y lo concentra cuatro meses en el complejo que otro santo varón, Jesús Gil y Gil, tiene en Los Ángeles de San Rafael. El combate se fija para el 16 de mayo de 1977 en el Capitol Centre de Landover, un deslavazado suburbio de Washington D. C. que cae ya en la vecina Maryland, y se pacta a quince asaltos. Alfredo nunca ha peleado más de ocho (en realidad, pocas veces ha necesitado pasar del tercero), así que la preparación aeróbica ha de ser concienzuda. Puede que Ali lo despache a las primeras de cambio, pero si cabe la posibilidad de recorrer la distancia con él, las piernas y los pulmones tienen que aguantar. De eso se encarga José María Martín Búfalo, el preparador físico abulense que más tarde habitará las esquinas de colosos como Azumah Nelson y Julio César Chávez. Las palabras con las que Búfalo arengaría años más tarde al mexicano en la esquina de su Ragnarök particular contra Meldrick Taylor («¡Hágalo por su familia, Julio! ¿Quiere que su madre vuelva a fregar escaleras?») ya retumban en la cabeza de Alfredo, porque son las mismas que retumban en las cabezas de todos los boxeadores, porque el boxeo es un caramelo envenenado que pone millones en las manos de infelices que solo saben prenderles fuego. En la rueda de prensa aledaña al pesaje, los periodistas no se molestan en reprimir sonoras carcajadas cuando Evangelista afirma venir a destronar al campeón. La policía del condado de Prince George remata la faena al detenerle, junto con miembros de su equipo, tras sorprenderlos corriendo por la carretera a las cuatro de la mañana y carecer del mínimo dominio del inglés con que explicarse. Parece claro que se va a tener que ganar el respeto a guantazos. A ser posible, dándolos.

«Cuando podía, no quiso. Y ahora que quiere, no puede». Con este sobrio retruécano clava el maestro Manuel Alcántara, de cuerpo presente en Landover, la papeleta en la que se encuentra Ali en los minutos finales del combate ante Evangelista. Se ha tirado los primeros siete asaltos haciendo el payaso, dejándose perseguir por el ring y llevar a las cuerdas, fingiendo que los golpes le llegan y, básicamente, siguiendo al pie de la letra la liturgia del Ali crepuscular que sus seguidores conocen y temen. El modus operandi sirve a dos propósitos: exasperar al oponente, madurándolo para rematarlo en los rounds finales, y asegurarse de que el combate llega al número de asaltos que hacen la retransmisión publicitariamente rentable para la cadena ABC (en este caso siete). Lo interesante llega a partir del octavo asalto: Ali siente que necesita subir una marcha más. Ha ido acumulando puntos con su jab y sabe que si se llega a las cartulinas la decisión le va a favorecer. Pero no se fía. El don nadie que tiene enfrente, al que literalmente pretendió torear con una camiseta durante la rueda de prensa, se ha preparado el examen y aún está en pie. Alfredo no es precisamente un pegador temible, pero un cross mal encajado en los asaltos de fondo y estaríamos ante la mayor sorpresa en la historia de las doce cuerdas. El problema es que no solo la marcha que Ali necesita no está ahí, sino que la palanca de cambios es un uruguayo de cien kilos que acaba de abrir la cortina de Oz y ha visto que el mago es un mero mortal. Evangelista se había mostrado cohibido los primeros asaltos. Una mezcla lógica de cautela, reverencia y no acabar de creérselo le han tenido atenazado. Pero el temido cambio de tercio del campeón no acaba de llegar, y el aspirante le empieza a salir respondón al Elvis de Las Vegas en calzón corto que tiene ante sí. En el minuto final del duodécimo asalto, Evangelista cierra el paso contra su propia esquina al de Louisville. Con Ali nunca se sabe, pero por momentos se muestra realmente vulnerable. Alfredo le tira todo lo que tiene, entrando desde abajo con uppers de ambos brazos que conectan como no lo habían hecho hasta ahora, mientras esquiva los esporádicos zarpazos de Ali con una agilidad casi presciente. El público parece despertar también de un letargo que solo han venido interrumpiendo intermitentes pitos al campeón. Alfredo aprieta y Ali se resiste como puede. Lo imposible parece, por un instante, inevitable. Pero el epílogo del asalto doce se lleva por delante la inercia, y el milagro se aleja sin remedio. En los tres últimos rounds un extenuado Ali tira de oficio para conseguir llegar sin más sobresaltos a la campana final. Con ella, a Evangelista se le cierra la improbable puerta del mundial, mientras se le abre la ventana infinita de la historia.

IV.

«El boxeo me lo ha dado todo». Este revelador mantra fluye sin excepción de la boca de todo boxeador cuando se ve abocado a echar la vista atrás, que suele ser más pronto que tarde en un oficio que prejubila a treintañeros desprovistos de otro renglón con el que surtir sus anémicos currículos. Y cuando el boxeo lo es todo, tras él solo está el abismo. Salvo notables excepciones que supieron ver desde la cresta de la ola las rocas que esperaban abajo, la hermandad de los expúgiles relata, con distintos timbres de voz, una historia unívoca: una de amigos que se desvanecen, llamadas que no se devuelven, de favores sin retribución, de catastróficas decisiones empresariales, humillantes reapariciones alimenticias y combates contra la adicción y la enfermedad donde son meros comparsas para mayor gloria del oponente. No es difícil imaginar a Alfredo Evangelista, en julio de 1995, haciendo inventario vital desde la celda de Carabanchel que será su casa durante los próximos años. Luego vendrán Navalcarnero, Alhaurín de la Torre. La sentencia de ocho años por delito contra la salud pública, que escuchó como en un sueño, se vuelve de repente tan real como la coz de Urtain que le dejó medio brazo negro una eternidad atrás.

Y, sin embargo, oteados desde la cama de esta suite de la séptima galería, los veinte años que han pasado desde aquella noche de Landover que le situó en el planisferio celeste parece haberlos vivido otro. Otro, que ese mismo septiembre del 77 le arrebató el cinturón europeo de los pesados a Lucien Rodriguez, y lo defendió con solvencia durante dos años contra lo mejor que el Viejo Continente podía ofrecer: Jean-Pierre Coopman, Billy Aird, Dante Cané… dos años en los que reinó sin apenas oposición en el continente, mientras esperaba la oportunidad de cruzar el charco de nuevo. Pero la distancia entre Europa y América era entonces mucho mayor que los 5577 kilómetros que separan el York Hall londinense y el Madison Square Garden. Las bisoñas promesas europeas se estrellaban una y otra vez contra el muro americano (y se llevaban las mayores bolsas de su vida por sus esfuerzos) y Alfredo no fue una excepción: en su segundo y último asalto al título mundial, Larry Holmes lo tira en el séptimo round; Leon Spinks hará lo propio en el quinto; Greg Page, en el segundo. Las sufridas victorias ante Pedro Soto y Renaldo Snipes hacen poco por desterrar la noción de un Evangelista reducido en Estados Unidos a uno de los papeles más desagradecidos del boxeo: el del journeyman, el púgil domesticado al que llamar cuando hay que cubrir un expediente o inflar un récord, y que sabe que la siguiente llamada depende en buena medida de no dar demasiados problemas. Así, Alfredo vive el cambio de ciclo post-Ali a medio camino entre una América que le ve como un sparring venido a más (la prensa lo llega a bautizar jocosamente the Spanish Scallion, en una cruel referencia a Rocky) y una España que certifica el final de su época de opulencia boxística a ritmo de movida madrileña y socialismo cool. La recién inaugurada democracia no se puede permitir mantener dos espectáculos sangrientos, y el apoyo mediático e institucional decae dramáticamente, mandando al pugilismo patrio a una edad oscura de la que ya no se recuperará, ni con el chispazo de popularidad de Poli Díaz ni con la irrupción de Javier Castillejo, el boxeador español más laureado de la historia.

Los años ochenta se convierten para Evangelista en un trayecto sisífeo, persiguiendo un nuevo aspirantazgo a la corona europea (su bestia negra, Lorenzo Zanon, se la había apropiado en 1979) que nunca acaba de llegar, mediante grises victorias frente a rivales de escasa entidad (y en más de una ocasión rodeados de escándalo) y que con frecuencia desatan la indignación de un público desencantado y menguante. La noche era otra cosa bien distinta. En los discobares de Capitán Haya nunca había dejado de ser el campeón, y las invitaciones a saraos, palcos e inauguraciones siguieron fluyendo. Era un fijo en los jurados de concursos de belleza, incluso de las revistas del corazón. Empezó a ser más habitual verlo descendiendo la escalera de una sala de fiestas, cual Henry Hill cañí, que la del gimnasio. Dice mucho sobre el nivel del boxeo europeo del momento que, cuando finalmente se vuelve a proclamar campeón en 1987, su coaspirante sea Andre van den Oetelaar, un estrafalario exjudoka y piloto de motocross holandés que se había inaugurado como profesional a la tierna edad de veintisiete años. Es igualmente elocuente sobre su propia motivación que pierda el título dos meses más tarde, en su primera defensa. Lento y pasado de peso, con la ilusión cercenada por años de frustraciones, bolsas nimias y tejemanejes de promotores cicateros, sumando derrotas innecesarias a un casillero otrora muy respetable, los focos de la carrera de Alfredo Evangelista se apagan sin ruido en abril de 1988, tras una deshonrosa victoria ante Arthur Wright, un esperpéntico contrincante (llamarlo boxeador sería un acto de caridad tal que debería desgravar en el IRPF) cuyo mayor logro en toda su carrera fue acabar un combate en pie.

Y entonces, el abismo. A la clásica sucesión de negocios de hostelería fallidos y trabajos de relaciones públicas y seguridad para locales nocturnos que parecen ser las únicas salidas laborales para púgiles recién jubilados, se suman dos escarceos con la justicia que marcarán su década más aciaga: en marzo de 1989 es detenido junto a su hermana por uso fraudulento de la tarjeta de crédito de una vecina: medio millón de pesetas de entonces en billetes de Iberia, productos de Galerías Preciados y viandas de Mantequerías Leonesas. (Si se les ocurre un botín más tardoochentero, el área de comentarios es suya). En noviembre de ese mismo año, un control rutinario de la policía municipal le sorprende en compañía de su señora, una amiga y treinta gramos de cocaína. Al multazo y sentencia suspendida le siguen tres años oscuros que culminan con su detención por tráfico de cocaína en julio de 1994 en un pub de Vallecas. La policía llevaba meses vigilándolo. Esta vez la sentencia de la sección XVI de la Audiencia de Madrid es tajante. En Carabanchel Alfredo ejerce de pintor, intercambia con los guardias fotos firmadas por pequeños privilegios y departe con Jesús Quintero, que le entrevista para su programa Cuerda de presos. Medita aprovechar los permisos carcelarios para una posible reaparición que nunca se llegará a producir, y llega a remitir una carta a su viejo conocido Jesús Gil en 1998 pidiéndole un cable con algún trabajo, «de boxeador o de lo que sea».

V.

Desde la casa de Alfredo Evangelista en el barrio zaragozano de Jesús, se intuye el chapitel con el que Giovanni Battista Contini remató la torre del campanario de la catedral de La Seo en los albores del siglo XVIII. A medida que uno se acerca al balcón de San Lázaro, el espectáculo barroco de la basílica del Pilar sobre un Ebro en horas bajas se va revelando en toda su magnitud. Alfredo se instaló en la capital aragonesa, después de varios tumbos, a finales de la pasada década. Su salida de prisión prometía dejar atrás su etapa más negra, pero la vida aún le tenía reservado un marrullero 1-2 en forma de cáncer de vejiga y trombosis en una pierna que le tuvo ingresado varios meses con un pronóstico muy poco optimista. Cuando finalmente consiguió salir por el otro lado, reunió una vez más a su familia y todos juntos se transplantaron a orillas del Ebro, lejos de la noche, de las palmadas alevosas. Allí se unió a otro excombatiente arriba y abajo de la escalerilla, el campeón del mundo José Antonio López Bueno, en la misión de hacer de una nave del polígono de la Cogullada un lugar donde dar refugio boxístico a chavales con poco y nada, como ellos fueron, y, quién sabe, incluso sacar un campeón.

«La experiencia es un peine que te dan cuando estás calvo», solía decir el bonaerense Ringo Bonavena, otro de los rivales de Ali, que acabó sus días tiroteado a la puerta de un burdel de Reno. Alfredo portó el plomizo féretro de Urtain cuando este, paranoico y destrozado por años de castigo, se tiró por la ventana de un décimo piso. También el de su gran amigo Perico Fernández, un genio indisciplinado que terminó viviendo en la calle, intentando malvender por las tascas sus cuadros de pincelada infantil. Y a lo mejor la enseñanza es esa, que en este oficio gana quien llega a viejo. Viéndolo por el paseo de la Ribera con una nieta en cada mano desde luego parece difícil discutir que al final ganó. Y a veces, cuando la casa duerme, saca del estuche una cinta de VHS que ha vivido días mejores y vuelve a escudriñar el último minuto de aquel duodécimo asalto. Sabe que no es posible, pero algo le dice desde el fondo del cráneo que, cualquier día de estos, la campana no llega y Ali caerá.

Combate entre Mohammed Ali y Alfredo Evangelista, 1977. Foto: Cordon.

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