Vista del sesierto de Taklamakán cerca de Yarkand. Fotografía: Colegota (CC).
De manera que usted, joven insensato, aspira a ingresar en nuestra humilde comunidad monástica. Bueno. De entrada, le felicito: no abundan los individuos que, en tiempos tan nihilistas, se deciden a abandonar la acción y abrazar la contemplación. Pero antes de abordar los oportunos formalismos, permítame tratar de disuadirle, como es costumbre entre nosotros antes de aceptar la solicitud de un novicio.
Si nos hacemos llamar los Guerreros del Desierto es porque, en el plano espiritual, luchamos contra nuestros propios egos, para matarlos y transmutar nuestro espíritu en un desierto lleno de esa gran nada llamada Dios; pero también porque en el plano físico vivimos en el corazón de un desierto.
Seguro que piensa usted que sabe lo que es un desierto, pero yo sé que no es así porque muy pocos lo saben. Pero descuide, que yo se lo explico. Esta será la primera enseñanza que recibirá de mí, el más anciano de los Guerreros del Taklamakán.
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En el libro In den Wüsten dieser Erde [En los desiertos de la Tierra], el documentalista y escritor alemán Uwe George considera el desierto como el estado natural de nuestro planeta, y el mundo contemporáneo, animado con plantas y animales, como un corto entreacto. Por el momento, que yo sepa, nadie ha rebatido tan arriesgada afirmación. Lo que sí sé a ciencia cierta, porque incluso a estos andurriales llega el demonio de internet, es que, cada día, el desierto universal se expande más y más. Según un informe del Programa de la ONU para el Medio Ambiente titulado La perspectiva global de los desiertos, «casi una cuarta parte de la superficie terrestre de la Tierra —unos 33,7 millones de kilómetros cuadrados— se ha definido como desierto». Pese a que en esos lugares inhóspitos, especialmente en sus oasis, viven más de quinientos millones de personas, amén de incontables animales y plantas, hay vastas zonas deshabitadas. Y cada vez más: el espacio yermo avanza de forma implacable año tras año. Tan solo en el país del que usted procede, España, el 80% del territorio está en riesgo de convertirse en desierto. Y con la inestimable ayuda de ese gran agente desertizador que es el ser humano, llegará un momento en el que el mundo vuelva a ser tal como era antes de la creación: un redondo secarral deshabitado dando vueltas tontamente alrededor de un sol cansado de brillar.
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Para habituarse a ese estado desértico que, dada la velocidad implacable del progreso, llegará más pronto que tarde, la persona singular puede tomar varias medidas. La primera es meditar para profundizar en el silencio espiritual, en el desierto interior, algo que está latente en nosotros, pues es nuestra condición normal antes del nacimiento y después de la muerte.
El doctor Luis Montiel, profesor de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense de Madrid, afirma que «la vida es la negación transitoria de la eternidad, la anomalía en medio de la única norma casi perfecta; solo 'casi' por culpa, precisamente, de la vida». ¿Lo pilla? Bien. Pues nosotros, los místicos, construimos puentes entre la vida y la eternidad. Nosotros, los místicos, nos adentramos en nuestros espacios interiores porque son profundos e ilimitados y llenos de estrellas brillantes y también de tinieblas: ahí dentro todo es posible, todo horror y toda gloria.
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El desierto interior también podría buscarse en la gran urbe de asfalto: incluso en una ciudad moderna es posible «implosionar», volver al origen, a la esencia, más allá del útero materno: atisbar el rostro que teníamos antes del nacimiento de nuestros padres. Pero con todo y con eso, hay muchas más dificultades para el buscador de la Verdad en una metrópolis, pues esta se halla oculta bajo asfalto y hormigón. ¿Recuerda aquella frase de Juri Camisasca cantada por Battiato? «Forastero que buscas la dimensión insondable, la encontrarás fuera de la ciudad, al final de tu camino». Y, sin duda, todos los caminos llevan al desierto.
Los jardines zen que se esconden en ciertas ciudades son oasis de arena y piedra, trocitos de desierto ocultos en plena aglomeración. Del mismo modo, en el Carmelo Teresiano, el término «desierto» tiene un significado espiritual, aunque esté en una urbe: hace referencia a un espacio tranquilo y silencioso donde encontrarse con uno mismo, con otros hombres y con Dios, para comprender que, aunque suene a herejía, las tres cosas (yo, ellos y Él) son la misma cosa.
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Los profetas bíblicos, para desmontar las religiones agrarias de una fecundidad vital que enlazaba con lo orgiástico, no cesaban de presentar su religión como la más pura de Israel «cuando vivía en el desierto». Y, no en vano, Cristo fue conducido por el Espíritu de Dios al desierto para ser «tentado por el diablo», tal como nos transmitió el evangelista Mateo en el Nuevo Testamento. Es ese el Cristo al que nosotros amamos e imitamos: el que pasó cuarenta días en el desierto meditando, ahogado en un mar de dudas: así es como lo retrató el pintor ruso Iván Kramskói en su revelador cuadro Cristo en el desierto (1872). Para nosotros, solo existe ese Cristo eternamente dubitativo, sentado y cabizbajo con rostro avinagrado, mientras la claridad del amanecer amenaza sus espaldas. Por eso nuestra comunidad monástica no es reconocida por la Iglesia, porque en su galopante heterodoxia no desdeña la duda: se abraza a ella hasta deshacer su nudo, cabalga sobre su trágica incertidumbre hasta comprender que todo es impermanente y, al mismo tiempo, eterno.
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En su Diccionario de símbolos, el poeta y crítico de arte Juan Eduardo Cirlot subraya el valor específico del desierto como «lugar propicio a la revelación divina, por lo cual se ha escrito que "el monoteísmo es la religión del desierto". Ello es a causa de que, en cuanto paisaje en cierto modo negativo, el desierto es el "dominio de la abstracción", que se halla fuera del campo vital y existencial, abierto solo a la trascendencia». Para Cirlot el desierto es un reino solar, y no porque el astro rey desencadene corrientes energéticas sobre la tierra, sino porque constituye el supremo fulgor celeste, cuya contemplación ilumina pero también ciega.
Desde el prisma climático, la aridez del desierto es el caldo de cultivo ideal para una espiritualidad pura y ascética, frente a la fertilidad física y la disolución moral que caracterizan a las zonas húmedas y tropicales. Aquí, jovencito, su próstata se encogerá y se secará hasta tener el tamaño y la textura de una pipa de calabaza. Y como su próstata, menguará ese deseo ardiente y juvenil del que brotan pensamientos y actos impuros, y su espíritu no se tambaleará ante las tentaciones, como le ocurría al Simón de Buñuel sobre su endeble columna. A la postre, la sequedad ardiente es el clima que más facilita la consunción del cuerpo para la salvación del alma. He aquí el lado sagrado de la desertización: convertir este condenado planeta en un entorno propicio para el nacimiento de una luminosa civilización de santos ajena a la oscuridad inherente al Homo sapiens.
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Paisaje en Taklamakán. Fotografía: Mike Locke (CC).
La cultura popular, que es la que predomina y la que se consume masivamente en nuestros días, al menos en los núcleos urbanos occidentales, ha usado los parajes yermos y arenosos del desierto para transmitir valores muy opuestos a los de la santidad que nos interesa, y que tan bien han transmitido libros casi sagrados como Eremitas de Isidro J. Palacios, El solitario del desierto de Edward Abbey, El amigo del desierto de Pablo d'Ors, La voz del desierto de José Martorell o Peregrino del desierto, donde el naturalista y explorador Théodore Monod escribe: «Tuve la suerte de encontrar el desierto, ese filtro, ese revelador. Me ha moldeado, me ha enseñado la existencia. Es hermoso, no miente, es limpio. Por eso debe abordarse con respeto».
Y, ciertamente, el cine no suele abordar el desierto con respeto. Cintas como Mad Max (George Miller, 1979), Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977), El tiroteo (Monte Hellman, 1966), Dune (David Lynch, 1984), Paris-Texas (Wim Wenders, 1984) o Carretera al infierno (Robert Harmon, 1986) se limitan a trasladar al individuo moderno a zonas desérticas, como para subrayar su deriva existencial y su vacío espiritual. Pero, aunque en estos filmes predomine la acción sobre la contemplación, en ellos se refleja el duro trance de sobrevivir en el desierto, que no es poco.
Lo mismo ocurre en una de las obras menos citadas del novelista J. G. Ballard, La sequía, donde el escritor británico nos pinta un mundo sin lluvia en el que las demenciales montañas de sal producidas por las plantas dan lugar a un paisaje desértico, aderezado por los marchitos vestigios de una tecnología que es culpable de la sequía: fueron los excesivos vertidos tóxicos los que formaron una impermeable película sobre el mar que impidió que el agua se evaporase y diera lugar a las nubes de la lluvia.
En el fondo, los surrealistas personajes de Ballard, insectos desesperados que corretean sin rumbo por ardientes arenales, no están tan lejos de la caricaturesca deriva de Facundo, Anacleto y otros monigotes de Bruguera, extinta editorial de tebeos española que a buen seguro conocerá. Creo que fue Manuel Vázquez, el anárquico padre de las Hermanas Gilda, quien dijo que, como la censura no le permitía meter sexo en sus historietas, enviaba a sus personajes al desierto para que se desfogaran con largas caminatas a menudo interrumpidas por tragicómicos tropezones y espejismos bufos. No iba desencaminado, el tal Vázquez, pues el desierto es también una sublimación deshidratada de la libido.
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Pero la mejor forma de familiarizarse con ese desierto que nos invadirá tarde o temprano es residir en uno de ellos. Este interminable arenal de dunas que tiene ante sus ojos, y que si Dios quiere y usted se lanza será a partir de ahora su casa, se llama, como ya sabrá, Taklamakán, pero también puede escribirse Takla Makan o, en chino tradicional, 塔克拉瑪干沙漠. Se trata del segundo desierto de arena más grande del mundo, solo superado por el Rub al-Jali árabe.
El Taklamakán es una extensión de 270.000 kilómetros cuadrados donde abundan bellísimas dunas de más de trescientos metros de altitud. El nombre de Taklamakán no significa «entra y nunca saldrás» ni «mar de la muerte», como dicen por ahí, sino «lugar del abandono», porque aquí lo abandonará todo, empezando por su propia vida, y resucitará como Lázaro de Betania. Mas no habrá ninguna Marta esperando su regreso. Solo esa arena sorda, ciega y muda. Y el inefable ojo de Dios que nos vigila desde el interior del sol.
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El Taklamakán se encuentra en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang, en la República Popular China, en plena Cuenca del Tarim, en el corazón de Eurasia. La vida aquí no debe ser muy diferente a la que se vive en el infierno, pues se alternan días de sol abrasador con noches gélidas y continuos vendavales. En invierno, las temperaturas caen por debajo de los 20 grados bajo cero, el desierto se cubre de nieve y sus dunas blancas se asemejan a montañas de la Antártida.
A pesar de las inclemencias meteorológicas, no somos los únicos habitantes de este lugar. Por aquí pululan tribus como los uigures, los kazajos o los han, amén de una buena cantidad de bicharracos. ¿Que cómo sobreviven? Pues gracias a la nieve que, al derretirse y correr entre las altas montañas, da lugar a cuatro ríos de agua purísima, llamados Hotan, Keriya, Niya y Andir, que fluyen a través del desierto hasta morir devorados por la arena.
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Nosotros, los Guerreros del Desierto, despreciamos los oasis, fuentes de pecado y hedonismo, y vivimos en la zona más seca e inhumana del Taklamakán, en cuyo interminable horizonte, como puede ver, solo hay cielo y arena. Peregrinando sin rumbo por este laberinto de dunas, nos sentimos pequeños como escarabajos de Namibia. Rumiando ad nauseam nuestras plegarias con las lenguas secas, la frase «predicar en el desierto» adquiere una nueva dimensión. El religioso vulgar sostiene que en la prédica es preciso contar con un público, y que sería una tarea ridícula hacerlo en un lugar donde no hay nadie para escuchar: Isaías llamó a Juan el Bautista «voz que clama en el desierto» cuando este predicó apelando al arrepentimiento en las solitarias colinas de Judea. Mas los cenobitas del desierto Taklamakán estamos lejos de preocuparnos por que nuestras plegarias no lleguen a oído humano, pues sabemos que esas oraciones son los pilares del mundo: seguimos rezando porque estamos convencidos de que tenemos el más crítico y furibundo de los públicos: Dios.
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Si otro de los significados que se le da al topónimo Taklamakán es «la vieja patria» es porque en la Antigüedad brotaron de él numerosas civilizaciones. Según indican los restos arqueológicos, ya el pueblo de los tocarios anduvo por aquí entre el primer milenio antes de Cristo y el primer milenio de nuestra era: existen momias con más de cuatro siglos de antigüedad y rasgos europeos que lo demuestran. Después, llegarían los habitantes de origen euroasiático y, finalmente, los chinos, que entraron en el desierto para controlar los oasis y hacerse con la Ruta de la Seda. No siempre lo lograron: hubo épocas en las que el monopolio les fue arrebatado por los mongoles o los tibetanos, que tampoco son mancos.
Fueron los ríos antes mencionados los que dieron lugar, en el siglo I antes de Cristo, a la Ruta de la Seda, que solo pasaba por los bordes del desierto sin llegar a internarse en su letal zona interior. La Ruta llegó a tener más de 70.000 kilómetros, y atravesaba el Asia Central para conectar la antigua civilización china con la griega, la egipcia, la babilónica y la india. Gracias a estas grandes culturas, el Taklamakán vio desarrollarse inventos, tecnologías, religiones y toda suerte de sabiduría. Pero, como pronto comprobará en sus propias carnes, este desierto es extremadamente cruel, los movimientos de sus dunas y su meteorología son tan inescrutables como los designios divinos, así que con tanta facilidad como benefició el crecimiento de dichas civilizaciones las destruyó y las sepultó per omnia saeculam saeculorum.
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Desde el siglo XIX, son los arqueólogos y los investigadores quienes más disfrutan del vasto e inhóspito territorio de Taklamakán, descubriendo en sus tripas vestigios de ciudades-Estado en su momento tan ricas y avanzadas como Luan o Miya. Aún hoy, los más variopintos expertos continúan liándose el turbante a la cabeza y adentrándose en tan inclemente territorio para profanar los misterios que se ocultan bajo su arena. Buscan tesoros y hallazgos arqueológicos, pero reciben además una dura lección de la historia: Shiva, dios indio de la creación y la destrucción, no deja de dar vueltas a su inmenso reloj de arena, invirtiendo periódicamente las relaciones ente el mundo superior y el inferior, entre el caos y el orden, entre la civilización y la barbarie.
Aquí, entre cambios extremos de temperatura y tormentas de arena, es más fácil asimilar que el destino de nuestra civilización en particular y de la humanidad en general pende de un hilo, y que basta un simple estornudo de Dios para que todo desaparezca para siempre. Como dijo el escritor H. P. Lovecraft, «somos microorganismos insignificantes que en cualquier momento podríamos ser borrados de nuestro estúpido planeta». Será entonces cuando, como augura Uwe George, nuestro estúpido planeta recupere su estado legítimo y natural: el desierto.
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Y ahora, si pese a todas mis advertencias aún sigue empeñado en unirse a nuestra humilde comunidad cenobítica, procederemos a rasurar su cabeza y a hacerle entrega del hábito monástico, que es blanco porque aquí, en China, el blanco es el color de la muerte: porque los cadáveres y los esqueletos son blancos y porque los miembros de esta comunidad, de alguna manera, ya estamos muertos para el mundo, ya somos polvo o, si quiere, granitos de arena perdidos en la inmensidad del desierto.
Vista del desierto de Taklamakán. Foto: Pravit (CC).
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