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Tendría yo doce o trece años. Era, como hoy, 5 de enero. Pasaba la tarde y mientras nuestros mayores comían roscón y bebían mistela, los hijos jugábamos en mi habitación. Yo sabía desde hace tiempo que los Reyes Magos eran los padres. Pero estábamos con otros niños que no tenían ni idea. La ventana de mi cuarto daba a la calle. Alguien pasó por la acera y uno de los pequeños especuló en voz alta: «¿Será uno de ellos?». Recuerdo perfectamente sentir la misma emoción que sentía cuando aún creía en su existencia, y al mismo tiempo preguntarme: «Pero qué te pasa, si sabes perfectamente de qué va esto». Al final, claro, decidí que era muchísimo más divertido dejarme llevar.
Estoy seguro de que prácticamente todos nosotros tenemos guardado un momento similar en nuestra memoria. Estas anécdotas demuestran que los Reyes Magos son un potentísimo artefacto cultural, al ser capaces de generar un sentimiento de sobrecogimiento que es al mismo tiempo profundamente privado y necesariamente compartido. Asimismo, repiten una tensión en la que se basa la gran mayoría de nuestro consumo cultural: aquella que tiene lugar entre la búsqueda de la novedad y la sorpresa, y la necesidad de usar estructuras, referencias que, orientándonos y ubicándonos, nos resulten familiares y nos permitan reconocernos a nosotros mismos, pero también entre nosotros, en forma de comunidad. En estos cuatro puntos cardinales (individuo, sociedad; nuevo, viejo) se mueve la música. También la arquitectura, o cualquier forma de arte plástico. Hasta la política. Se mueve nuestro mundo, en definitiva. Pero si hay una herramienta particularmente adecuada para resolver ambas tensiones, esa es la narrativa.
Es muy probable que la primera vez que atendamos a una buena, nueva historia sintamos al mismo tiempo sorpresa y familiaridad. Las narraciones suelen recurrir a un menú de recursos comunes que van más allá de la estructura básica que a todos nos enseñaron en la escuela (ya saben: situación inicial, nudo o problema que la perturba, desarrollo, y desenlace final). A medida que uno se encuentra con cuentos, novelas, películas, series, chistes, cómics o cualquier otro formato de historias a lo largo de la vida, dichos recursos se nos van haciendo más conocidos. Los arquetipos de los personajes. Los formatos de situaciones clave. Al final, la combinatoria limitada garantiza que el número de estructuras narrativas posibles es finito. Por eso, por ejemplo, el recién estrenado episodio VIII de Star Wars se nos antojará parecido a los episodios IV y V, aunque los separen cuatro décadas: está el aprendiz llamado a ser improbable héroe y salvador cuando resuelva sus propios conflictos internos (Luke, Rey), el maestro descreído y oculto por un fracaso personal que terminará por redimirse (Obi Wan, el viejo Luke), el sabio que revela la simplicidad de la verdad oculta (Yoda, aunque he de confesar que mi ejemplo favorito de este personaje siempre ha sido Rafiki, de El rey León), la lucha entre el bien y el mal, la paradoja de que uno no existe sin el otro. Y sin embargo, cuando vemos a Rey descubrir la Fuerza en su interior, o a Luke enfrentarse al mal absoluto, no podemos evitar que la ola de entusiasmo nos invada. Aunque conocemos el truco que hay detrás, aunque ya lo hayamos visto antes, decidimos dejarnos llevar.
En una versión mucho más simple, la historia de los Reyes Magos consigue exactamente lo mismo. Las primeras veces que nos la cuentan nos engancha la magia arquetípica de los protagonistas (¡Reyes! ¡De Oriente!), pero sobre todo el nudo crucial (la víspera del 5) y la duda inevitable (¿llegarán a repartir todos los regalos? ¿llegarán a mi casa?). La noche de Reyes no es ni más ni menos que uno de los mayores cliffhangers de la historia. Y correspondiente es el alivio, la alegría, la emoción que sentimos al amanecer al día siguiente con los regalos bajo el árbol. Pero es que años después, cuando ya nos sabemos todo lo que hay, nos seguimos emocionando igual.
En este equilibrio entre lo viejo y lo nuevo se produce una suspensión de la realidad y la creación de un mundo totalmente nuevo hacia el que dejarnos llevar. En la novela The Amazing Adventures of Kavalier and Clay, protagonizada por dos jóvenes que acabarían por convertirse en grandes figuras de un mundo del cómic que todavía estaba naciendo en los Estados Unidos de la posguerra, uno de ellos lo describe con las siguientes palabras, que un amigo mío tenía a bien recordar en su muro de Facebook precisamente con motivo del lanzamiento del nuevo tráiler de Avengers:
It was the expression of yearning that a few magic words and an artful hand might produce something — one poor, dumb, powerful thing — exempt from the crushing strictures, from the ills, cruelties, and inevitable failures of the greater Creation. It was the voicing of a vain wish, when you got down to it, to escape. To slip, like the Escapist, free of the entangling chain of reality and the straitjacket of physical laws … The newspaper articles that Joe had read about the upcoming Senate investigations into comic books had always cited «escapism» among the litany of injurious consequences of their reading, and dwelled on the pernicious effect, on young minds, of satisfying the desire to escape. As if there could be any more noble or necessary service in life.
Michael Chabon, el autor de la novela citada, definía así en boca de su protagonista lo que mi amigo califica como «that wonderful, gleeful, kid-again sense of wonder and spectacle». Lo verdaderamente alucinante es que ese sentido de maravilla y espectáculo puede reproducirse de manera casi infinita tanto a pesar de como gracias a la repetición de arquetipos, estructuras y, en definitiva, historias que ya conocemos.
Pero dicho sentido no se desarrolla solamente de manera individual, hacia adentro de uno mismo. Es comprensible, y en todo sentido deseable, que la mezcla producida por la aventura y la familiaridad nos estimule la imaginación, ayudándonos a construir un mundo interior rico y matizado. Cuando, además, las narrativas tienen lugar en universos propios, detallados, casi completos, este proceso de autoconstrucción puede volverse incluso más prolijo. La galaxia de Star Wars o Arda, la tierra de Tolkien, ofrecen maquetas de nuestra realidad puestas a escala manejable por una mente que se está moldeando, que desea moldearse. Son juguetes en el mejor y más complejo sentido de la palabra. También las historias más sencillas, como las fábulas o los cuentos, o el simple relato de los Reyes Magos, funcionan en ese mismo sentido. Pero es tanto o más importante lo que estos instrumentos logran una vez puestos en su contexto social.
El efecto más obvio e inmediato es el de la alegoría: las narraciones nos ayudan a entender el mundo que nos rodea, nos ofrecen ejemplos comprensibles a los que después recurriremos para detectar regularidades en los comportamientos sociales (no en vano la novela fue la primera forma de sociología). Pero quizás el más fuerte sea el de construcción de comunidad. Por un lado, las historias que se vuelven populares se convierten en símbolos compartidos, y pasan a convertirse por tanto en parte del código comunicativo que manejamos. Por otro, y de manera más definitiva, la experimentación conjunta del asombro y del aprendizaje crea lazos entre quienes lo viven. Es por eso que la primera saga de Star Wars marcó a una generación entera (que escuchó más o menos al mismo tiempo el «Luke, yo soy tu padre» de Darth Vader) de la misma manera que la venida de los Reyes Magos hace lo propio cada año, con cada nueva hornada. Se trata de un fenómeno que prácticamente equivale a una comunión. No de almas, sino de algo mucho más abstracto pero al mismo tiempo más real: una comunión de codificación simbólica. Las narrativas populares y compartidas nos ponen de acuerdo para interpretar información. Pocas cosas consiguen algo tan poderoso, sobre todo en un mundo como el de hoy, hecho de cámaras de eco y mensajes fragmentados que se suelen quedar en nuestras cómodas burbujas sociales.
Es curioso: suspendemos la realidad y nos escapamos de ella, pero al mismo tiempo volvemos una y otra vez a considerarla y reconsiderarla bajo la óptica de lo que hemos aprendido en nuestros viajes por Narnia, el Ministerio de la Magia, o más allá del espejo. Cuando ya somos adultos miramos a nuestro alrededor y vemos a nuestros pequeños ilusionarse, despistarse, preguntarse o incluso asustarse ante la aparición de cualquier ser mágico, extraño a este mundo, y ello nos ayuda a comprender un poco mejor el proceso que nosotros mismos seguimos.
Creo que voy a dejar de escribir aquí. Porque mientras tecleo estas líneas resulta que es medianoche. Ya estamos en la víspera de Reyes. Y, como cada año, siento cómo poco a poco vuelve a invadirme ese maravilloso, alegre, infantil sentido de maravilla y espectáculo.
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