Portada de Sick on You: The Album/Brats Miscellany (detalle). Imagen: Cherry Red Records.
Sencillamente, no puedo permitirme comer.
Viajar en British Rail desde Bushey a Paddington sin billete no es cosa fácil. Bajarse de un salto de un tren en marcha, correr de un andén a otro y esconderse en los retretes no es apto para gente impresionable. Escabullirse de un vagón a otro cuando se acerca el revisor puede resultar estresante. Saltarse barreras y moverse de forma veloz y furtiva es una empresa arriesgada en el mejor de los casos, pero probad a hacerlo con un vestido de noche puesto, suelas de plataforma, maquillaje completo y luciendo de vez en cuando una esvástica. Ya me contaréis hasta dónde llegáis.
Me muero de hambre a todas horas.
En medio del deslumbrante dolor y terror de la paliza les oigo gritar cosas como «hijoputa de mierda», «puto maricón», y «matad a ese cabrón».
Andrew Matheson
En los últimos años, el crecimiento de editoriales que hacen la guerra por su cuenta sirve para que nos llevemos alegrías como Te potaría encima (Contra, 2017). Aparecido en el Reino Unido en 2015 y en España en 2017, este volumen de tan sugerente título es la autobiografía de Andrew Matheson, líder de un grupo fantasmal que recorrió los setenta con el nombre de The Hollywood Brats. Un combo glam rock que no era propiamente glam ni rock, sino punk cuando no existía el punk; grupo que fracasó en el sentido de que no pudo articular una arquetípica carrera disco-gira-disco-gira por mínima que fuese, pero cuyo legado anticipaba en toda su esencia las características de la explosión del 77, la moda que impusieron Sex Pistols, Ramones, Clash, Damned, Heartbreakers y tantos otros elementos.
Brats, hubo dos Brats. Y coetáneos. Estuvieron los británicos, de los que habla Andrew Matheson en estas cuatrocientas páginas, y los estadounidenses, The Brats. Estos eran el grupo de Rick Rivets, ex New York Dolls sustituido en las muñecas neoyorquinas por Sylvain Sylvain. Kiss fueron sus teloneros cuando empezaban. Su LP recopilatorio Criminal Guitar, de 2002, lo vendió Safety Pin Rds. en España. Las pintas eran idénticas y esto daba lugar a algunos equívocos con la reedición que conocíamos de Hollywood Brats que, entre otros sellos, lanzó Get Back en los noventa, y fue la que de algún modo u otro nos llegó a la piel de toro.
Pero si del entorno de New York Dolls surgieron los mencionados Brats y los Heartbreakers de Johnny Thunders, y de Killer Kane Band, grupo del bajista de New York Dolls, aparecieron WASP, superventas del heavy ochentero; en los británicos la influencia fue equiparable e incluso mayor.
Una muestra. De dos fans de Hollywood Brats, que intentaron reunirlos tras su separación, apareció London SS, grupo de la primera ola del punk británico. Mick Jones era uno de esos chavales y luego formó los Clash, y Tony James, el otro, Generation X con Billy Idol. Los Brats fueron clave, al menos en el mapa cronológico.
Eso sin contar la verdadera joya cuarenta años después. Casino Steel, pianista de los Hollywood Brats, formó el combo punk-power pop The Boys, que llegaron a sacar cuatro LP entre 1977 y 1981, todos ellos verdaderos clásicos. También hubo unos The Boys al otro lado del charco, en Nebraska ¡y haciendo lo mismo! Con menos aristas, pero con tino como para dejar un hit en el 79, la cara A de su último single, «(Baby) It’s You». Pero mejor que dejemos aquí las presentaciones, porque el bucle puede ser infinito.
Solamente reseñar que el grupo de Andrew Matheson, los Hollywood Brats, del que trata este apetitoso libro, se encontraba en aquel triángulo de las Bermudas donde naufragaron prácticamente todos los que en los setenta se resistieron a olvidar las modas de los sesenta y no pudieron nadar hasta la orilla de lo que vino después de 1977.
La canción que da título a la autobiografía, «I'm sick on you» («Te potaría encima») no hubiera desentonado en el Raw Power o el LAMF. Para el grupo era su caramelito, su más genial creación, pero espantaba a todo el que la escuchaba. Ya fuesen los encargados de audiciones de los sellos discográficos, a lo que se les presupone ser un poco abierto de orejas para poder captar lo que está por venir, y a los técnicos de los estudios que la grabaron como demo.
Eran los tiempos del rock progresivo, del sinfónico, del hard rock, de música «buena» que tenía que estar «bien hecha» y «mejor grabada». Los protagonistas de esta historia, que odiaban de cabo a rabo toda las listas de éxitos del momento, iban por otro camino: el de aberrar. Y lo lograron. Lo que pasa es que era demasiado pronto para la humanidad y solo lograron eso. Nada más. Lo anuncia Matheson en la introducción: «Me impulsaba la más pura de las emociones: el odio». Funcionó. Demasiado. A él también le odiaron.
John Savage entrevistó a Joe Strummer en 1988 para su libro England´s Dreaming. El líder de los Clash, preguntado por el origen de su guitarrista, Mick Jones, contestó: «Estaba buscando un pianista para los Hollywood Brats, o como se llamase el grupo en el que estaba, y pensó que Bernie podía ser un buen pianista porque llevaba una camiseta que molaba». Hay dos detalles en esta respuesta que introducen perfectamente la historia que sigue: uno, Joe Strummer ni sabía quiénes eran los Brats; dos, que Mick Jones durante un tiempo se hizo pasar por uno de sus miembros con la intención de refundar la leyenda, la desconocida leyenda. Alguna importancia tuvieron ¿no?
Para mí, antes de entrar en materia, lo más interesante del libro son los puntos de vista de Matheson sobre el concepto artístico. Sus borracheras y peleas son maravillosas, que nadie se llame a engaño, pero lo bonito es ver cómo pensaba en términos musicales a principios de los setenta.
Ahora, el aficionado medio al rock clásico, por ponerle una etiqueta, llamémoslo mejor rock del pasado, es más norma que excepción que haga una amnistía y todo le parezca maravilloso. Entonces no era así. Matheson odiaba todo. Empezando por lo dominante que más ha trascendido: lo jipi. Para él nada más que era, según expresa: «barbas y vaqueros y música de mierda llena de solos de guitarra soporíferos y letras idiotas, aburridas y sin sentido».
Hilando más fino, Slade le hicieron gracia con el primer disco, cuando tenían look skinhead. A partir de ahí, una patochada (vaya por delante que para un servidor Old New Borrowed and Blue, 1973, y Nobody´s Fools, 1976, son de lo mejor de la década) De Rory Gallagher, dios en la Tierra, comenta que reunía todo aquello que detestaba «blues de doce compases, vaqueros y nada más (…) las muecas torturadas durante los solos de guitarra, los cabeceos de aprobación y miradas a los zapatos durante el solo de batería». Hasta deja claro en una conversación que odia a Cream y Led Zeppelin. En fin, todo lo que tenga que ver con el blues era para este músico: «un aburrimiento que me mata».
Ni siquiera el rock de los cincuenta, lo auténtico, el origen de todo. Salvo honrosas excepciones, lo consideraba un género muerto y enterrado. De Alice Cooper no podía ni ver que intentasen ir de andróginos pero luego les sobresaliera vello axilar en las fotos. Y encima, remataba, estaban musculados. «Eso es como mezclar agua y aceite», escribe. Y en lo estrictamente artístico, al ir de graciosos, opina, algo «huele a falso». Quizá es que él, como británico, veía cosas que nosotros no vemos: «Beben Budweiser ¡por el amor de Dios!», se lamentaba.
New York Dolls en principio les dejaron helados porque llevaban el mismo look y parecía que hacían lo mismo. La posible competencia con unos americanos les acojonó. Luego, cuando estos pasaron por el The Old Grey Whistle Test de la BBC2 y se marcaron un «Jet Boy» televisado que a mí personalmente siempre me ha contraído la bolsa testicular a tamaño garbanzo, tranquilizó a los Brats porque, decía, se veía que estaban alargando la canción con esos solos coñazo. ¡Una exhibición de Thunders como pocas ha habido!
Al coger en sus manos el primer LP de los Dolls, esa joya, con esa portada en blanco y negro, les dio lástima las pintas «forzadas» que tenían y las canciones, definitivamente, no les parecieron gran cosa. Respiraron tranquilos. En resumen, escribe: «Buen grupo, canciones flojas, producción espantosa». Solo envidiaban de ellos la muerte de Bill Murcia. Matheson estaba convencido de que todo buen grupo que se precie necesita un muerto, ya pasó en los Beatles, en los Stones y en los Doors.
Por lo demás, «Superstition», de Stevie Wonder, la detestaba. Era lo único que pinchaban todo el día en la radio. A Black Sabbath los odiaba. Con Groundhogs se moría de risa. Una gema como eran Stray, vergüenza ajena le causaban.
Mott the Hoople no le iban demasiado. Yes, «espantosos». Eagles, «caricatura californiana». De Silverhead —el grupo de Michael Des Barres antes de pasarse a competir con David Hasselhoff a la hora de colar singles en locales de intercambio de pareja— escribe una sentencia demoledora: «Un líder que no está mal, pero sudoroso, un grupo del montón y unos temas vulgares y demodé. Bazofia». Las horas que estuve yo buscando sus dos LP en Ebay…
Aparte de David Bowie y J. Geils Band «a pesar del gordo de rizos que toca la armónica», solo salen bien parados en sus recuerdos de los setenta, y en esto demostraba un gusto excelente, los Bee Gees preépoca disco, cuando solo eran pop. Se los cruzó en el estudio en una ocasión y lo describió así:
No logro resistir la tentación de merodear junto a la puerta para intentar escuchar lo que estén haciendo. Es una preciosa versión de «Sun King» de los Beatles. Las armonías son increíbles. No es que la versión original de los Fab Four sea manca, pero esta resulta decididamente etérea. Se abre la puerta y Maurice sale al pasillo seguido por una ondulante nube de humo de marihuana. Carraspea un «hola» y se larga pasillo abajo ¿Cómo podrán cantar dentro de esa humareda?
En cuanto al día a día de los Hollywood Brats, el grueso de esta historia, aquello se redujo a hambre y violencia. Y ahí está la belleza. Cuando pasas hambre porque has apostado por vestirte y pintarte como una mujer para cantar sobre una bola de ruido que nadie entiende, y en consecuencia te dan palizas ya estés sobre el escenario o en la barra o por la calle, pues tiene mucho mérito. No lo podemos negar varias generaciones después cuando quienes hacen lo mismo es fijándose en decenas de referencias de grupos que lo hicieron en el pasado. Ellos fueron de los primerísimos y, aunque resulte tópico, ahí está la calidad. En crear la música sin manual. No como los ejercicio de estilo actuales, sin margen de error. Como quien practica una modalidad deportiva concreta con su reglamento.
Y cuando hablamos del hambre que pasaron, hablamos de no comer durante días. No podían permitírselo, subraya. Leyendo a Solzhenitsyn, porque el hombre se ve que sustituía la comida por lecturas, se dio cuenta de que el personaje Iván Denísovich comía mejor que él.
Los Brats pasaron frío, fueron desahuciados. Fueron a vivir a una okupa y trucaron la luz para calentarse malamente con un pequeño radiador. La subsistencia se la dio aprender a robar en los supermercados: vivían entre las ratas, comían arroz cuando lo habían podido afanar y se lavaban el pelo con Fairy.
Palos, recibieron todos los posibles. En los conciertos para teddy boys, las mujeres de ese rollo les insultaban con más saña que nadie, convencidas de que eran homosexuales. Les sacaban del escenario arrancándoles el pelo a puñados, les pateaban y arañaban. En otra ocasión, una señora se quitó el cinturón y le dio un latigazo por el lado de la hebilla mientras cantaba.
En un concierto de una base de la RAF (la fuerza aérea británica) salieron por patas después de despedirse de un público, que no paraba de insultarles, haciendo el saludo fascista y gritando «Sieg Hail». Al batería, Lou Sparks, un señor negro le cogió en su barrio y le metió un tiro en el culo. Ese era su día a día como grupo.
Como peatones, hubo más. Tras el estreno de La naranja mecánica de Kubrick, recuerda Matheson que en Reino Unido poca gente había hecho una reflexión sobre la violencia como sugiere la película, sino que sintieron la necesidad de salir a la calle a dar palizas como los lamentables protagonistas del film. En una ocasión, los Hollywood Brats, borrachos de vuelta del pub, se encontraron una pandilla de drugos con todos los complementos, monos blancos y bombines. Los masacraron en plena calle. A Matheson le dieron con una cadena de bicicleta con pinchos hasta hacerle sangrar por todas partes. Y, de nuevo al pobre Lou, le reventaron la cara a patadas y perdió un diente. Gracias a Dios, solo uno. Se intentaron refugiar en mitad de una autopista, pero nadie se paró para ayudarlos. El tráfico seguía mientras ellos cobraban. Matheson, al menos, recuerda sentirse como un matador de toros esquivando los coches a los que pedía auxilio.
Imagen: Cherry Red Records.
Ese era el ambiente. Su día y su noche. Así, la rabia contenida no solo explotaba en sus canciones. Al guitarrista, Eunan Brady, le metieron en la cárcel, en la famosa prisión de Pentonville, por destrozar las lunas de una hilera de coches aparcados causando miles de libras en daños. No había motivo alguno para arremeter contra ellos, pero le dio por ahí, en una especie de actitud estímulo-respuesta.
Fans tenían pocos, y cuando vieron que se había formado un grupo de irreductibles adolescentes que les seguían a todas partes maquillándose como ellos, más bien sintieron lástima. No le gustaban los rebaños, y al igual que el escritor Hanif Kureishi, Matheson también fue refractario a la típica servidumbre del moralismo político y empollón que abundaba en aquellos días (también en estos, los nuestros). Reproduzco una perla:
… docenas de estudiantes universitarios. La cháchara de estos últimos es increíble. Venga a parlotear sin parar acerca del desarme, de dar de comer a los pobres, de lo mucho que mola Moscú, de que la propiedad es un robo, de que si has oído el nuevo elepé de Yes, de que si los de Sendero Luminoso son fundamentalmente buena gente y demás. Pone hasta cierto punto a prueba el reflejo de vómito.
Después de tantos pesares, tras sufrir habitando un mundo que odiaban haciéndose odiar y lográndolo con éxito, no hubo final feliz, lógicamente. La cosa se quedó tal cual, igual de muertos de hambre que antes de empezar. El sello por el que habían creído firmar no era un sello, era una compañía de la mafia que luego intermediaba con los sellos reales y le vendía las demos o se las alquilaba a las discográficas para que sacasen los discos quedándose su amplio margen. Badfinger, por las mismas fechas, también dieron con un mánager vinculado a la mafia, les robó todo su dinero y, en consecuencia, guitarrista y cantante encajaron el golpe ahorcándose, Pete Ham en 1975 y Tom Evans en 1983. Los dos se colgaron de un árbol. Sin ganar un duro, se libraron de perderlo.
Aquí, a los mafiosos no les dio tiempo a robarle nada a los Hollywood Brats porque no produjeron ni una libra. No los quiso fichar nadie. Ninguna de todas y cada una de las oficinas discográficas que tenían sede en Londres, unas veinte. Bob Ezrin, productor en esas fechas de Alice Cooper, Lou Reed y Kiss, se interesó por sus grabaciones, pero las rechazó también. Su ruido generó el silencio absoluto. No deja de ser poesía.
A todo el mundo las demos les parecían de risa. Y eso que en opinión del grupo debían sonar todavía «peor». Las grabaciones estaban edulcoradas por ingenieros de sonido que no tenían ni idea de lo que ellos querían expresar: mucha más cera, mucha más caña de lo que había habido hasta entonces. Esa era su novedad. Tanto Iggy como MC5 pasaron también por el calvario de publicar discos que no suenan porque, en aquella época, si la aguja pasaba del rojo los técnicos del estudio se ponían a llorar como vírgenes ofendidas.
De chamba, cuando ya lo habían dejado todo y el aludido Brady se enganchó a la heroína, robaron sus maquetas del supuesto sello de la mafia y las enviaron a Noruega —de allí era el teclista, Casino Steele— y finalmente el material lo lanzó la Mercury de Oslo. Vendieron quinientas sesenta y tres copias. Meritorio, teniendo en cuenta que no hubo campaña de marketing ni una sola reseña en un medio. Ahí acabó todo.
Verdaderamente reclamados solo lo estuvieron en 1976, cuando Malcolm McLaren quiso ser su mánager a toda costa. Acababa de hundir a los New York Dolls haciéndoles vestirse de rojo y girar por Estados Unidos con banderas comunistas. Por lo que fuera, no se entendió la broma en el país del Tío Sam. Matheson cuenta que para la reunión con el que sería en pocos meses el mánager de moda se maquilló y se puso su brazalete nazi, como en las mejores galas —idea previa de Brian Jones, el muerto de los Stones—, pero sentía que ya no era lo mismo. Se veía a sí mismo interpretando un papel, disfrazándose. Y solo habían pasado unos meses desde que lo hizo por primera vez.
En esos encuentros con la pandilla de McLaren y su novia, la modista del punk, Vivienne Westwood —cuyos diseños siguen reproduciendo servilmente los que se llaman punks actualmente—, es interesante cuando cuenta que asistió por casualidad al primer concierto en toda su historia de los Sex Pistols. La descripción sigue la insobornable línea de criterio de Mr. Matheson: «Nueve minutos. Cuatro canciones. Tres acordes. Un veredicto: torno dental aplicado a muela sin novocaína».
Aun así, llegó a hacer un poder para probarse en un grupo que querían formar con él sus fans —tal vez los únicos en toda Inglaterra— Mick Jones y Tony James. Fue solo para tocar una versión de Larry Williams, «Bad Boy», y bajarse inmediatamente del barco. No sin antes una última sentencia, esta vez sobre el guitarrista de los futuros Clash: «Por lo visto, se había hecho la ilusión de que el volumen, la distorsión y dar botes arriba y abajo pudieran disimular unos cambios de acorde glaciales y torpes, lo cierto es que a la postre demostró tener razón, ya que hizo carrera haciendo eso mismo».
No viene en sus memorias, pero en 1979 Matheson grabaría un LP en solitario donde traicionó todo lo ensalzado en este libro, Monterey Shoes, repleto de dulces medios tiempos para un público adulto y responsable. No pasó lo mismo en su segundo álbum, mucho después, en 1994. De vuelta en su Canadá natal, de nuevo con Casino Steele colaborando, salió un CD más consistente. Por momentos, hay guitarras que recuerdan a Billy Duffy, mientras que en otras sueña con ser Nikki Sudden o Dave Kusworth, que firmaban los mejores y más desconocidos riffs de aquel tramo de los noventa, pero no llega, qué le vamos a hacer, aunque el esfuerzo sea digno.
En una entrevista concedida el año pasado, Matheson contó que reunió todos los recuerdos para escribir este libro leyendo los diarios de sus compañeros, aunque eludió los fragmentos más «salaces». Una pena, podría haberlo soltado todo, aunque con las anécdotas de cómo hostió a Freddy Mercury —Hollywood Brats antes de llamarse así eran The Queen— y el robo que le perpetró a un pobre Cliff Richard, ya convertido plenamente al cristianismo, la historia sigue teniendo un empaque contundente.
Han comparado este libro en las islas con el relato de Spinal Tap, pero en pobre. Sin dinero. Lo que sí es cierto es que estas memorias en las que Matheson relata su fracaso se han convertido en su mayor éxito. No es paradoja: nunca es tarde si el punk es bueno.
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