Fotografía: Cordon.
Hay fechas especialmente nostálgicas. Fechas que son propicias a hacer pequeños elogios del pasado, a evidenciar de la necesidad que tenemos, a veces, de mirar atrás para ver de dónde venimos y el camino que debemos escoger; fechas para darse cuenta de cómo pasa el tiempo y de qué forma todas las cosas que nos rodean cambian o evolucionan.
De Homero a Kavafis, de Safo a Pasolini, el ser humano es un animal nostálgico, no puede vivir en el presente, lo hace entre la expectativa anticipada del futuro (como decía Kant) y la nostalgia de los orígenes (como explicaba Mircea Eliade). La nostalgia se adapta a lo que era, concierne al pasado, aunque le pese a Borges, que escribió un poema sobre la nostalgia del presente donde el deseo luchaba con la realidad en una insinuación de no vivir lo suficiente, de no tener ningún rastro de lo que está sucediendo, como si hubiera terminado antes de que estuviera completamente realizado. Pero esta reflexión es más íntima y cósmica; es más de En busca del tiempo perdido de Proust, concierne más a ese sentimiento de distancia temporal, al deseo de recordar para revivir, porque el pasado no vuelve y eso es bueno. Lo malo es olvidarlo, negarlo.
En realidad no se trata de ser nostálgico, el pasado es continuamente superado por la historia misma, envejece y se marchita como un fruto caído. Pero la podredumbre que se adueña de lo orgánico es fundamental para que germine una nueva vida perfectamente abonada. Una vida distinta nacida de un fundamento sólido.
La locura del día a día pretende abolir y negar el pasado. Y eso significa, por un lado, la eliminación de la memoria, pero, por otro, también la verosimilitud utópica de proyectar el estado del tiempo en el momento presente, vivir en la ilusión del puer aeternus, creyéndonos niños permanentes y siempre jóvenes. El síndrome de Peter Pan, vamos.
Y al final, el tiempo que pasa, y la vida normal y corriente nos trata como soldados heridos tras un largo período de guerra. Y la vuelta a casa no es nada fácil. Respirar contando los minutos pensando que pueden ser los últimos y volver a vivir y no sobrevivir.
Porque el pasado nos ha llenado de heridas. Somos la herida, decía Aute en una canción. Esa palabra que tanto cuesta pronunciar: la herida. Esa que, al fin y al cabo, supone un orgullo. Una herida de dolor que significa que nuevos tiempos se acercan. Una herida de dolor que representa nuestra lucha vencida. Una herida de dolor que, como dice el antiguo arte japonés Kintsukuroi, muestra nuestra mayor fortaleza. Y es que las cicatrices imborrables de algo roto y reconstruido son un símbolo de fragilidad y a la vez de fortaleza. Nunca hay que ocultar las cicatrices.
Entre la afanosa multitud de metáforas que relacionamos con la vida, la de la cicatriz es universal. El mundo se encarga de rompernos, de llenarnos de fisuras, y es allí donde la herida se convierte en una ocasión para enfrentarnos al mundo. El poeta persa Rumi decía que «la herida es el lugar por donde entra la luz».
¡Qué utópico este Rumi! O no. La utopía es necesaria para curar las heridas, aunque el propio deseo irrealizable abra otras sobre las antiguas cicatrices, como si la vida fuera un ouroboros. Es cierto, la utopía es un territorio que pertenece a los sueños, a la esperanza y los deseos, pero desde la perspectiva de su estudio analítico, la utopía también ejerce un poder sobre el carácter individual, en la medida que el no lugar al que hace referencia remite a otro lugar en nuestra interioridad.
En términos sociales tener una utopía en nuestra mente no deja de ser una crítica a una situación vivida, pasada, contestada. Y a veces se vuelve universal. El deseo secreto de Tomás Moro: anteponer una realidad ante otra realidad no aceptada. La intuición de este otro lugar, del lugar como deben ser las cosas, o como deseamos que sean, es una intuición solo posible a través del imaginario.
Es decir, las utopías son la manifestación de una energía que canaliza posibilidades en el orden simbólico por medio de una voluntad individual que muchas veces se transforma en una voluntad colectiva. Es la energía del soñador, del revolucionario, pero está presente también de manera implícita en nuestro comportamiento cotidiano.
Claire Bishop, en una conferencia ofrecida en 2006 en la Tate Modern a propósito de las utopías, declaraba que en el arte de los noventa del siglo pasado había existido un desplazamiento del concepto de utopía, que, en lugar de buscar grandes utopías, se trataba de crear «Microtopías» que incidieran en ámbitos más cercanos. Claire Bishop hacía una crítica interesante a esta noción, pues advertía que las Microtopías podían convertirse en una visión conformista del mundo, una visión muy de la mano de la posmodernidad, ya que las personas en lugar de buscar cambiar el mundo podrían contentarse con realizar pequeños cambios en su entorno más cercano. Pero eso no tiene que ser especialmente malo. Cuando pensamos que todo está dado, no hacemos nada para cambiar y por lo tanto, nada cambia. Al renunciar a la utopía, renunciamos a toda posibilidad de ser diferentes.
Puedes amar el pasado y honrarlo, pero no puedes devolverlo a la vida. Murió y solo puede vivir en el mito. La nostalgia es un sentimiento noble, íntimo y universal, pero es ingenuo idealizar el pasado. Utilicémoslo para generar utopías. El pasado sirve para soñar un mejor futuro.
Hay fechas idóneas para pensar en el irrevocable y devastador efecto del paso del tiempo, en esas distancias que sentimos cerca, en las ausencias que sentimos presentes. Está bien que así sea.
No obstante, no me negarán que hay días y noches en que sientes que el peso sordo de tu vida se fue.
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