Bill Nighy en La librería, 2017. Imagen: A Contracorriente Films.
El arte es sin duda uno de los mejores estudios históricos sobre la imaginación de la humanidad. Cada época no solo ha producido, sino también merecido, a sus artistas y sus obras, fiel reflejo de lo que la sociedad ha sido capaz de pensar, soñar, prohibir, sentir, desear o temer. Señalo esto a cuento de tres películas inquietantes que he visto en los últimos días: Mother, de Darren Aronofsky, La librería, de Isabel Coixet y The Square, de Ruben Östlund. (Procuraré escribir sobre ellas sin ofrecer spoiler alguno; las tres son inteligentes, merecen mucho la pena y quien no las haya visto y guste del cine debería reparar esa carencia).
La coincidencia en tiempo y espacio de estas tres entregas cinematográficas da que pensar. Son el síntoma de un estado de la cuestión. ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es el diagnóstico? Las tres películas se acercan de tres maneras muy distintas a una de las grandes lacras que asolan este mundo contemporáneo nuestro, llamémoslo egoísmo, falta de empatía o, incluso, falta de amor. Léase por amor la perfecta combinación entre respeto y confianza. Los tres filmes nos dejan con la desoladora sensación de que no hay lugar en que sentirse a salvo. Nos dicen, de algún modo, que estamos perdidos, que hemos quemado las naves, que queda poco o nada que hacer.
Los títulos de Aronofsky y Östlund cuentan su historia desde el lugar de lo que podríamos denominar el verdugo. La película de Coixet lo hace desde el papel de la víctima. Las dos primeras indignan. La tercera emociona. Las dos primeras apelan a la mente, la tercera, al corazón. Las tres tienen unos guiones espléndidos, fruto de una sensibilidad aguda y analítica. Son dos caras, pero de una misma moneda: la incapacidad de entender al otro, de incluirlo, de que nos importe. El imperativo del capricho, profundamente relacionado con la tiranía del placer. Una tiranía atada a la idea del consumo, de la velocidad, de lo fugaz. Si todo debe darme placer, el otro se convierte en un obstáculo a menos que se trate justamente del objeto de mi placer, algo por supuesto efímero, insustancial, llamado a fenecer en el instante en que mi placer desplace su atención hacia otro objeto.
¿Qué queremos? ¿Adónde ha ido a parar la idea de que ningún fin justifica los medios? ¿Dónde queda la idea de colectividad, de colaboración, de justicia? ¿Por qué estamos más cerca del miedo al otro que de la curiosidad por él? ¿Por qué nos puede más el remordimiento que la solidaridad?
Jennifer Lawrence en Mother!, 2017. Imagen: Paramount Pictures.
La película de Aronofsky hace una revisión del Génesis, el Apocalipsis y la Eucaristía, una lectura personal de lo bíblico que muestra a un dios a cuya imagen y semejanza más nos valdría no estar hechos. Östlund muestra un primer mundo alienado a través de una fenomenal metáfora basada en la obra de arte que da nombre a la película: the square, ‘el cuadrado’. Coixet elige el choque de la cultura, representada por los libros —defendida por tan pocos—, y el poder —detentado por los elegidos y respetado por la masa—. Las tres muestran el peso de la única soledad subsanable, la relacionada con no tener un espacio en que sentirse a salvo.
Películas que no dejan cobijo y que suponen un diagnóstico desesperanzado de la sociedad en que vivimos. El capitalismo, el poder, el arribismo, la injusticia en el reparto de la riqueza, la soledad de quienes creen y la impunidad de quienes están dispuestos a arrasar.
La referencia a la ausencia de empatía me recuerda una anécdota real, referida a la Primera Guerra Mundial, que cuenta que en Flandes, el 24 de diciembre de 1914, cuando ya el enfrentamiento bélico iba por su quinto mes, los soldados apiñados en trincheras enemigas, apabullados por el frío, agobiados por la cantidad de cadáveres que los rodeaban y por las condiciones de absoluta precariedad a que estaban sometidos, establecieron de pronto, de modo espontáneo, una tregua. Fueron los soldados alemanes quienes, ya en plena noche, empezaron a decorar sus árboles con la luz de las velas y acto seguido se pusieron a cantar villancicos. Al otro lado los ingleses no daban crédito ni a lo que veían ni a lo que oían, pero respondieron con aplausos. Y en cuanto los alemanes terminaron de cantar, los relevaron; también fueron recibidos con aplausos. Poco a poco fueron saliendo de las trincheras, primero unos pocos, luego a cientos, y se encontraron a medio camino, en tierra de nadie. Compartieron cigarrillos y whisky y los pocos dulces que tenían. Se ayudaron a enterrar a los muertos de uno y otro bando. Y estuvieron charlando hasta el amanecer, que los encontró mezclados y en paz. Hombres que unas horas atrás habían estado en pie de guerra, odiándose y temiéndose.
¿Podría ocurrir algo así ahora? ¿Estamos preparados para confiar en el otro, en los otros, y ser los primeros en salir de las trincheras? ¿O el único testigo que vamos a pasarnos en esta carrera de relevos que es la vida es el de la certeza de la soledad, el de la incuestionable sensación de que ya no hay lugar ni forma de sentirnos a salvo?
Tregua de Navidad de 1914. Fotógrafo desconocido (DP).
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