La cúpula abierta del vestíbulo de los apartamentos imperiales del Palacio de Diocleciano. Fotografía: César González Palomo (CC).
Diocleciano, si estás aquí con nosotros, manifiéstate
Bueno, pues resulta que este verano han decidido pasar sus vacaciones en las playas del Mediterráneo; ahora toca abrir el mapa —o el TripAdvisor— y elegir cuidadosamente dónde van a gastarse los euros que han podido ahorrar durante el año. Gandía y el Levante español les recuerdan a funestos programas televisivos y a tramas políticas corruptas; el archipiélago de las Pitiusas está muy bien, pero lo mismo les cae del cielo un joven británico intentando batir la plusmarca mundial de balconing; Italia es demasiado cara y un viaje a las islas griegas, por mucha crisis que las azote, también sale por un pico.
¿Y Croacia? Vaya, las cristalinas aguas del Adriático, las cristalinas aguas del Parque Nacional de los Lagos de Plitvice, las cristalinas aguas que acarician la magnífica muralla medieval de Dubrovnik, y algún otro sitio que no tiene agua pero que también mola mucho, como el castillo de Varaždin, al norte del país. Ahora bien, si finalmente van a la república balcánica, deben saber que un fantasma les seguirá por todos lados. Se meterá entre su ropa, en su bolsillo y en su cartera y su imagen les asaltará en cuanto tengan que pagar con un billete de quinientos kuna. Lo bueno es que no es un espectro intangible y maloso, es de los que se pueden tocar y de los que, aun sin palabras, hablan mucho. Es el Palacio de Diocleciano en Split.
In medias res
Corría el año de Nuestro Señor de 1757 cuando el señor Robert Adam regresaba a Albión desde Roma. Quizá para compensar tan escueto nombre, además de arquitecto y escocés de nacimiento, Adam era miembro de la Sociedad Real de Edimburgo, de la Sociedad de Anticuarios de Escocia y seguramente de alguna otra sociedad británica de nombre pomposo y maneras aún más pomposas. El caso es que lo de la pomposidad debía de ir con el tipo, porque para volver a Londres Adam decidió dar un estupendo rodeo por el otro lado del Adriático. Le acompañaba el anticuario y delineante francés Charles-Louis Clérisseau, quien había hecho de tutor de Adam por las Italias junto a nada menos que Giovanni Battista Piranesi, afamado dibujante de cárceles oscuras, escaleras laberínticas y ruinas romanas en estado de protorromanticismo.
Sea como fuere, Piranesi se quedó en su tierra pero Adam y Clérisseau se llevaron esa pasión por la ruina clásica en su viaje a Dalmacia. La parada obligada era la ciudad de Spalato, cuyas bondades les había glosado Johann Joachim Winckelmann, arqueólogo alemán y pionero del helenismo neoclásico. Winckelmann ya les avisó de que lo que se iban a encontrar en la ciudad dálmata no eran unas ruinas al uso sino algo más. Sin embargo, lo que descubrieron allí no era algo más. Era mucho más. Era todo.
Literalmente, toda Spalato estaba encerrada en el Palacio de Diocleciano porque, salvo un par de barrios levantados extramuros, toda la ciudad era el Palacio de Diocleciano. Cerramientos, columnas, frisos y capiteles romanos que además, como ya había advertido el erudito alemán, mostraban un estado de conservación tan perfecto como el del mismísimo Panteón de Roma. Se diría que el tiempo hubiese mirado a la ciudad como un navío que pasa a millas de la costa sin tocar puerto. Desde lejos. Pero no era una cosa mística; era una de las ventajas del uso y el mantenimiento continuado. Es lo que tiene abarcar una superficie tan colosal: treinta y ocho mil metros cuadrados.
Casi cuatro hectáreas habían sido colonizadas por viviendas y comercios, una vez abandonado su uso palaciego. Por no hablar de que, aparte de los motivos puramente arquitectónicos, la construcción estuviese dotada de las infraestructuras punteras del Imperio. O sea, cloacas, saneamiento, canalizaciones y unos sistemas estructurales a prueba de los siglos. Y eso que habían pasado unos cuantos. Catorce y medio, concretamente.
Cuando Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto nació en Salona más o menos a finales del año 244 aún no tenía un nombre tan —lo diré otra vez— pomposo. De hecho, le llamaron Diocles, vocablo de origen griego, como consecuencia lógica de la influencia helenística que todavía conservaba su Dalmatia natal. Su familia no era precisamente de alta alcurnia sino más bien de clase baja; tan baja que, según los historiadores, su padre era un esclavo liberto que trabajó como escriba del cónsul Anulino, y es incluso posible que fuese el propio Diocles el primer hombre libre de su árbol genealógico. No obstante, y pese a la procedencia humilde, al muchacho se le debían de dar bien los oficios guerreros, porque con treinta años ya servía como comandante de las fuerzas imperiales en el bajo Danubio y a los treinta y ocho ya era jefe del cuerpo de élite de caballería del emperador Caro, los Protectores domestici. El hombre era tan bravo como buen estratega, así que Caro se lo llevó a la campaña persa como tercero al mando tras él mismo y su hijo Numeriano. Lo malo es que las guerras son una cosa muy peligrosa y ambos palmaron en la contienda, dejando a Carino, el otro hijo de Caro, como único heredero imperial.
Aparte de bravo y buen estratega, Diocles debía tener unas pelotas como islas del Adriático, porque decidió que los lazos de sangre se la iban a traer floja, tiró para el norte y venció a Carino en la batalla del Margus. Era julio de 285, Diocles tenía cuarenta y un años, se cambió el nombre por Diocleciano, le puso delante unos cuantos prenombres y detrás el sobrenombre de Augusto, convirtiéndose así en el quincuagésimo primer emperador de Roma.
El reinado de Diocleciano no fue especialmente pacífico. Por un lado, por las guerras fronterizas, y por el otro, porque, aunque era un firme defensor de la autoridad única como sistema para devolver la estabilidad al Imperio, lo cierto es que apenas gobernó un año en solitario, desde el 285 al 286. Después cedió el territorio occidental a Maximiano mientras él mandaba solo en el este y, de hecho, durante algún periodo, formó parte de una tetrarquía que se dividía el Imperio en cuatro regiones más o menos independientes.
Para el año 305, Diocleciano estaba un poco bastante hasta las narices de tanto trajín, así que abdicó y se retiró al palacete que había hecho construir unos años antes a apenas un par de leguas al suroeste de su pueblo natal.
El peristilo del Palacio de Diocleciano en 1910. Fotografía: Franz Malota / Scanprojekt Bundesdenkmalamt Österreich / DP.
Victoria vero populusque
Llamar palacete a lo que levantó Diocleciano es como llamar vehículo a motor a la Estrella de la Muerte. Seiscientos cincuenta pies de largo por quinientos de ancho con torreones fortificados en sus cuatro lados salvo el que daba al mar, que ya llevaba su propia defensa en forma de acantilado rocoso. Dentro se conformaba un programa arquitectónico muy complejo, a medio camino entre la villa romana y el campamento militar, pero a lo bestia: hasta nueve mil personas vivieron allí a principios del siglo iv entre patios, aposentos castrenses y habitaciones —más de un centenar— para la corte del exemperador. Todo ello ordenado en una estructura clásica ortogonal alrededor de dos ejes, cardus y decumanus, con un formidable peristilo en la confluencia. Esta plaza central porticada no solo servía de núcleo generador de toda la arquitectura del palacio sino que también anticipaba el acceso al mausoleo que los restos de Diocleciano ocuparían a partir de su muerte en el año 311.
Pasaron mil cuatrocientos cuarenta y siete años y así es como se lo encontraron Robert Adam y Charles-Louis Clérisseau. Arcos y frontones y columnas de orden corintio; calzadas y pavimentos y frisos y balaustradas de piedra caliza local y mármoles de la mejor calidad, que el Imperio no reparaba en gastos. Habían construido un enorme campanario a la puerta del mausoleo como consecuencia de su transformación en la catedral de San Domnius, pero todo lo demás permanecía en un estado prácticamente impoluto. Y eso que el palacio estuvo abandonado durante más de trescientos años, hasta que los habitantes de los alrededores lo ocuparon en el siglo vii para defenderse de los invasores croatas. Ni que decir tiene que no tuvieron éxito y los croatas acabaron tomando el palacio y lo convirtieron en el centro de una ciudad a la que, en su lengua materna, llamaron Split.
Entre que las comunicaciones medievales eran bastante deficientes y que luego llegaron las guerras contra los turcos, el Palacio de Diocleciano permaneció esencialmente oculto para la intelectualidad de Occidente. Era una leyenda, un rumor, un espectro que aparecía aquí y allá en textos mal traducidos y en algún croquis de dudosa fiabilidad.
En estas que nuestro intrépido arquitecto escocés regresó a Londres, abrió su propio estudio y, en 1764, publicó Ruins of the Palace of the Emperor Diocletian at Spalatro in Dalmatia. El volumen estaba repleto de mediciones y anotaciones hechas durante su visita al lugar, además de una abultada colección de dibujos de precisión realizados con la ayuda de Clérisseau y un equipo de delineantes. El libro tuvo un éxito tal que no solo permitió a Robert Adam colocarse unos cuantos títulos más —miembro de la Sociedad Real de Londres, de la Sociedad de Anticuarios de Londres y de la Sociedad Real de las Artes—, sino que asentó el vocabulario de la incipiente arquitectura neoclásica occidental. Un fantasma recorría Europa en forma de columnas y arcos romanos primorosamente conservados y descritos. Un fantasma que se manifestaba a través de dibujos, tratados y una descendencia construida que dominaría el continente hasta los albores del siglo xx.
En 1979, la UNESCO concedió al Palacio de Diocleciano en Split el título de Patrimonio de la Humanidad. Era más un reconocimiento oficial que un llamamiento a la conservación porque, en realidad, la institución no temía por el estado del conjunto. Al igual que había sucedido cuando Robert Adam se lo encontró, el palacio estaba en uso: como viviendas, restaurantes y un buen número de locales comerciales, lo cual había obligado a las autoridades a realizar una labor continuada de mantenimiento y rehabilitación, siempre de la forma más respetuosa posible. Es más, al dar forma a prácticamente la mitad del casco histórico de la ciudad, el Gobierno lo usaba como reclamo turístico de una Yugoslavia bastante más aperturista que el resto de los países del bloque soviético.
Curiosamente, fue el turismo lo que estuvo a punto de desafiar a una construcción que había resistido invasiones y batallas durante casi dos milenios. En 2006, el Ayuntamiento de Split decidió que la UNESCO era una mandanga, así que abrió el permiso de construcción al interior del palacio. Se plantearon más de veinte nuevos edificios incluyendo un centro comercial con sus correspondientes plantas subterráneas de garaje. Cuando, un año después, el público tuvo conocimiento del plan, montó un pollo ciudadano de dimensiones considerables, además de presentar una demanda contra el Gobierno municipal. Pero el pueblo ganó y, casi como conmemoración, la fábrica de moneda croata colocó el palacio en el reverso de sus recién emitidos billetes de quinientos kuna (unos sesenta y cinco euros).
Si al final visitan Split este verano se encontrarán una ciudad de ciento ochenta mil habitantes repartidos a lo largo de la península a la que da nombre. Una urbe cálida y ajetreada con un buen montón de reclamos turísticos tanto culturales como playeros. Eso sí, cuando visiten el centro, den un paseo hasta la plaza del Peristil. Quizá haya muchos visitantes y quizá tengan que hacer un pequeño esfuerzo, pero, una vez allí, toquen una de las columnas corintias y pregunten por Diocleciano. Con un poco de suerte y un mucho de atención tal vez sean capaces de escuchar la respuesta del emperador. Una respuesta construida en caliza y mármol y pronunciada hace mil setecientos años.
El palacio de Diocleciano, aún identificable en el callejero de Split. Fotografía: E. Coli (CC).
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