Wednesday, August 30, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Juego de tronos VII, segunda parte: lo mejor

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Juego de tronos VII, segunda parte: lo mejor
Aug 30th 2017, 10:18, by Bárbara Ayuso, Rubén Díaz Caviedes

Imagen: HBO España.

(Lo prometido es deuda: después de repasar ayer los siete patinazos de la última temporada de Juego de tronos, toca señalar los siete mayores aciertos. Y lo haremos con muchos SPOILERS).

Lo mejor

1. Farewell, Olenna

Pues qué pena que no sea yo Westley y tú Vizzini. Imagen: HBO España.

A estas alturas del culebrón es como si Weiss y Benioff le hubieran dado pasaporte a Logroño entero, lucroniense arriba, lucroniense abajo. Y no es un decir. El número de muertes desde que comenzó la serie se estima en más de ciento cincuenta mil, por la cuenta de la vieja. Pregunta: ¿cuántas recuerda usted que se produjeran con higiénica placidez? No se esfuerce: muy poquitas. Exceptuando al maestre Luwin, Aemon Targaryen y Hoster Tully lo de irse al otro barrio dignamente se lleva poco en Poniente. Como mucho, te conceden una elipsis. Pero en general el canon son las decapitaciones a gogó, desmembramientos rumbosos y unos venenos con más efectos secundarios que el Mentos y la Coca-Cola. Incluso cuando tocó quitarse de en medio a una dulce e inocente niñita, D. B. Weiss y David Benioff no racanearon en sadismo. Equivocadamente.

Pero claro, Olenna era Olenna. A uno de los personajes favoritos de la audiencia no se le podía finiquitar de cualquier manera, ni jugársela con un adiós falto de la elegancia y el carisma arrollador de la Redwyne. Ya da igual lo que nos temiéramos, porque Weiss y Benioff lo han clavado. Una escena sobria y contenida que (además de plantear paralelismos nada sutiles entre los mellizos Lannister dando matarile a sendas enemigas) rebosa coherencia narrativa. Tras asomarse al balcón y divisar las tropas entrando en Altojardín, Olenna entiende que le queda un pasmo en este mundo, pero, cuidado: no se va a lanzar al foso (aunque, como ya señalamos al revisar los puntos flacos de esta temporada, eso le habría salvado los muebles a Jaime) ni a beberse la lejía. Pues solo faltaba. Que una es señora. Y hay algo todavía más satisfactorio que privarles a los Lannister de acabar con la última Tyrell: amargarles la victoria.

Y vaya si lo hizo. Despachó al manco con su característica sarta de zurriagazos dialécticos. Él se las deseaba muy felices porque venía en plan misericordioso a quitarle la vida pero ahorrándole lo de acabar vomitando fosforito, y salió de los aposentos escaldado. Atiende, Jaime, que Olenna te va a cantar las verdades del barquero: ¿Que vienes a matarme? Pues una cosa te digo: a tu hijo lo maté yo, que lo sepas. Lo que le costó morir al niñato, ¿eh? Y tú ahí, a por uvas, que se supone que tenías que proteger al crío. Que por cierto, estaba loco. Como tu doña, por otra parte. De chiflada nada, una puta psicópata, eso es lo que es. La peste. Y tú, un memo. Un alfeñique, un tontaina. Que no te enteras. Que de sus hermanas ya se habían enamorado antes otros, pero el encoñe patético que tienes tú es para hacérselo mirar. Te estás poniendo tú solito los clavos del ataúd y encima dando las gracias… ¿! Pero qué!? ¡No se te ocurra ponerte a hacer pucheros! Tira, anda, corre a llorar en el regazo de Cersei.

Y así, damas y caballeros, es como se muere la Reina de las Espinas: a soplamoco limpio y con una copita de vino. Triunfal, digna, espléndida y sin brizna de esos arrepentimientos tan cinematográficos y tramposos. Entonando el «soy una mala bicha y lo volvería a ser», con la barbilla apuntando al cielo. Regodeándose en la estupidez ajena. Mofándose de su propio fracaso. Dejando tras de sí un reguero de afilados consejos no pedidos. Y honrando la naturaleza misma de su personaje, la quintaesencia del robaescenismo: tú me matas, pero gano yo. «Es el único personaje que se ganó la escena de su muerte», dicen Weiss y Benioff. Esperemos que también una entrada al infierno a hombros y por la puerta grande. Y un volquete de putos.

2. Daenerys y Jon: tentamos a la suerte, tenemos que ir a muerte

El camino estaba tan empedrado para el encuentro de estos dos (hashtag Jonaerys, hashtag baephew, hashtag SOPOR) que no quedaba una carpeta en Occidente por forrar con el romance en ciernes. En ese sentido todo ha discurrido como era previsible, con una fábula muy de Quimi y Valle de excursión en Navacerrada. Miradita por aquí, miradita por allá, que si jijí, que si jajá, y al final, tocotó: casquete triunfal en el barco del amor. Y con culo, lo cual significa que flojito, como la gente que se quiere. Por lo menos nos ahorraron la escalada de mamoneo, porque solo faltaba: ha sido la historia de la tensión sexual más anticipada de la historia de la televisión.

— Hola, Quimi. —Hola, Valle. Imagen: HBO España.

Y a eso vamos. En el capítulo de las alabanzas no incluimos el romantiqueo de tía y sobrino sino su encuentro en Rocadragón, allá por el capítulo tercero de esta temporada. Eso sí que fue épico. Épicamente estúpido, vamos. Jon y Daenerys tenían un mensaje para nosotros y se cuidaron de transmitirlo con minuciosa claridad: «Somos a cada cual más idiota». La una declamando títulos como la lista de los reyes godos, el otro con cara de susto porque los helechos se menean, que si tú, que si yo, y entre los dos Rocadragón sin barrer y la rodilla sin hincar. Festival del reproche y de antepasados muertos, competición de sufrimiento acumulado en sus estirpes. Pero no nos confundamos: esta oda a la repelencia era completamente necesaria para el relato de la serie, y no solo para crear conflicto.

Juego de Tronos idealizaba mucho a estos dos, de eso ya hemos hablado. Daenerys y Jon tenían que molar y sanseacabó. Ahora nos lo explicamos mejor, claro: el destino del mundo, que se dice pronto, acabaría reposando sobre sus hombros. Y ya desde hace tiempo, si te fijas bien, puede verse una constelación de expectativas de hielo y fuego sobrevolando sus respectivos pelazos. Quizá sea precisamente por eso que sus tramas, en ocasiones, han incurrido en el bostezo por puro empacho (si no nos creen, repasen, repasen temporadas anteriores). Pero ahora que se aproxima el desenlace, Weiss y Benioff quieren dejar que se tambaleen algunas convenciones que parecían inamovibles: ni Daenerys es la impecable estadista de retórica revolucionaria que tanto admiran en Essos ni Jon tan espabilado ni incorruptible como un héroe que sigue el camino de Joseph Campbell. Ambos tienen lealtades, egos, privilegios y servidumbres personales. Y a ambos, también, el traje y la situación les vienen muy grandes. A una la criaron para acumular poder (no para luchar por él) y al otro para no ambicionar nada; si acaso, un apellido (no para luchar por él). A Daenerys la legitima su linaje, y a Jon la democracia de su entronización. Por eso es acertado que colisionen, que se suban cada uno a su burra y hagan ñi-ñi-ñi, aunque sea una desavenencia circunstancial entre un (ex) bastardo y una ungida por los dioses. La alianza (como el fornicio) eran inevitables, no instantáneos. Construirlos a partir de un choque garantiza su solidez y también su verosimilitud. Le han sacado jugo, no vamos a negarle el mérito. Pasión encendida, la emoción servida.

3. Rocadragón, oh Rocadragón

Que, por cierto, menudo portento Rocadragón. Cómo se las han maravillado para que en la cima de ese camino empedrado y sinuoso corone una fortaleza escarpada, oscura; sin rastro de la ermita de San Juan de Gaztelugatxe. Ni de los acantilados irlandeses donde también se rodaron parte de las escenas. Tan logradísimo cinematográficamente, tan 360 y tan realista geológica y geográficamente, que casi nos olvidamos de que habíamos estado allí antes. Con Stannis Baratheon, concretamente. Lo recordarán de capítulos anteriores como «Cuando Melisandre se embarazó y parió un puag» o «Sir Davos refunfuña por los rincones porque esto es una casa de locos» de la tercera temporada.

Pero hacía falta más leña. Rocadragón no era (solo) una fortaleza, un castillo góticomedieval que, según George R. R. Martin, fue levantado en la falda de un volcán por los magos de Valyria. Rocadragón posee un significado trascendental para Daenerys, el enclave que encarna su vuelta a casa tras una laaaaaaaarrrga travesía. Por eso toca teatralmente la arena al bajar de la barca, por eso deambula por los corredores como en trance, por eso casi besuquea el suelo como si fuera ella el papa… En definitiva, por ESTO se han guardado Weiss y Benioff todo el esplendor de la arquitectura dragónica, para enseñárnoslo ahora y no antes. Muy listos. No han defraudado ni las colosales cabezas de dragón que custodian la entrada ni la sala de de audiencias, con ese encanto desconchado de oler a cerrado. Tampoco los fugaces detalles de los pasadizos, construidos replicando la arriscada orografía de la costa vizcaína. Y ese trono de rocoso dramatismo, intimidante, en el que curiosamente nunca vimos que Stannis se sentara a juntar las yemas de los dedos y maquinar sus planes. Hemos pillado por qué.

Ocho apellidos valyrios. Imagen: HBO España.

Con los dragones sobrevolando los acantilados fue ya para volverse del revés del gozo; y lo de Daenerys pavoneándose de ellos en un clarísimo «aquí está mi coño moreno» ante un ojiplático Jon Snow, eso ya de ovación cerrada. Otro sobresaliente también para el emplazamiento de ese Pozo Dragón, una Itálica a la que le han exprimido toda la grandiosidad decrépita que se le presumía al único encuentro entre (lo que queda de) las casas Stark, Targaryen y Lannister. Y ha sido donde debía ser: en un anfiteatro en ruinas.

Ahora, tampoco vais a iros de rositas, Weiss, Benioff. Nunca mejor dicho. ¿Podéis explicarnos, por favor, qué narices es esto y esto otro? Porque Roca Casterly y Altojardín no, desde luego. El asentamiento Lannister tenía que meter miedo, literalmente. Que tú lo vieras y dijeras pies, para qué os quiero. No se trataba de subir un castillo a una roca y hala, solucionado. Será que no hay castillos, en España concretamente, para auparlos ahí en lo alto y que quedaran más resultones. Y de Altojardín ni hablemos. Cuatro arboletes sobre una peñasco pelao y a correr. Es un jardín (porque hay verde) y está en todo lo alto, ¿no? Pues eso: alto-jardín. Pues no, mirad, no. Hasta en Francia había alternativas mejores para caracterizar la capital del Dominio. Vergüenza nos da tener que decir esto. Que Peter Jackson rodó las Minas Tirith con maquetitas hace veinte años y como escarpias, miren. Encarecidamente os pedimos que no os pongáis chapuceros con estos particulares, que una cosa es tirar de alfombras de Ikea para maquear los vestuarios y otra arruinarnos visualmente la fiesta. Pero sigamos con lo bueno, no nos envenenemos.

4. Davos, Tormund y otros señores descolgados

Tía, fóllatelo. Imagen: HBO España.

¿Recuerdan cuando Juego de Tronos era una serie repleta de tramas y subtramas, con un cholón de personajes a los que costaba ubicar en el mapa? Pues olvídenlo, porque ya no. Por lógica pura (se van matando entre ellos) y cinematográfica (hay que ir recogiendo, que esta gente querrá irse) la galería de personajes es progresivamente menor. Es una obviedad que, para encajar en pantalla, Weiss y Benioff han restado complejidad y para subirle decibelios a la espectacularidad.

Lo que sucede es que por el camino hemos perdido la paja, y el grano resulta que aún no está maduro del todo. Muchos de esos personajes y subtramas desaparecidas ayudaban a digerir el hilo principal y de paso, a darle tiempo a que Daenerys acabase de peregrinar. Y a que su sobrino espabilara. Perdimos al afable Mag, a Mance Rayder, Barristan Selmy, a Oberyn, a Dorne entero… Y ahora los frentes están más que definidos, casi compactos. De las casas que iniciaron la disputa, solo quedan tres en pie (cuatro, si contamos a los Greyjoy, o la parte lunática de los Greyjoy). Solo una de ellas tiene lealtad oscilante (los Arryn). Y del otro lado, los chungos del muro. Por eso se agradece especialmente la presencia de «agentes libres» o correas de transmisión, personajes que han ido desempeñando misiones diversas, reciclándose a empujones y librándose del paredón, para que desengrasen esta dicotomía buenos-malos tan perentoria.

Hablamos, entre otros, de sir Davos Seaworth. Los pellizcos de monja que le ha pegado a Jon Snow esta temporada (oyoyoy, le estás poniendo ojitos a la oxigenada) hacían más falta que un nuevo burdel en Poniente, y en cierta parte, hereda el rol de Olenna de senil gruñoncete cuyos consejos atiende básicamente nadie. A pesar de todo el Caballero de la Cebolla no se ofusca y, además, aligera la serie con su sola presencia.

Lo mismo que el mastuerzo de Tormund y sus sicalípticos comentarios (un Emmy para esa mirada de «¡en tiempo de guerra, todo agujero es trinchera!») que tanta falta nos hacía, ahora que el Perro se ha sumido en una oscuridad y misticismo que ríete tú de Iñárritu. O Bronn, nuestro Han Solo de misión en Poniente, probablemente el personaje con la motivación más sólida (y macarra) de todo el elenco.

Weiss, Benioff: gracias por esto. Son detalles tontos y por eso, importantes. Muy incierto sería que estos personajes equilibren la balanza de un lado o de otro, pero la serie necesita respirar de vez en cuando. Y ellos soplan bien fuerte. Otro año hablaremos de la tremenda injusticia que insistís en cometer con Varys: ¿quizá el personaje más menospreciado de la serie? Quizá. Hemos disculpado lo de su teletransporte, así que, igual merecíamos algo a cambio. Dadle una vuelta.

5. D&D versión Poniente

Lo que no me mata me da puntos de experiencia. Tiro iniciativa. Imagen: HBO España.

Pues sí, señores y señoras, nos la han colado. Porque no van ganando los malos, como siempre parece en los Siete Reinos. Lo curioso es que los buenos tampoco. Y no, en tablas no están. Entonces, ¿quién? Pues los nerds, ni más ni menos.

Ya está dicho y requetedicho que Juego de Tronos es un hito histórico televisivo, una serie que es más que una serie porque es un fenómeno de sincronía colectiva. Tu madre la ve por las intrigas palaciegas y los romances locos, tu jefe lo goza con el pezonerío, la sádica de tu prima por las batallas hemoglobínicas y su hermano, por los zombis. Los hay que lo consumen como una lección de política pactista y teorías sobre el poder. Y luego, están los que llevan (llevamos) salivando más de siete años con que Drogon, Viserion y Rhaegal pegaran el estirón, rabiando porque la fantasía explotara definitivamente en un acabose de espadas mágicas, mamuts gigantes, fuegos valyrios, redivivos sin putrefacción y árboles con caras.

Está claro quiín llevaba razón: ni culebrón pseudohistórico con intrigas de salón ni ficción medievalista con destellos de sci-fi. Esto es, era y será una FAN-TA-SÍ-A. Repetimos para que entiendan el sentido de esta frase inobjetable: Fan-ta-sía. Juego de Tronos se ha erigido como una de las producciones más relevantes de su época, apostando todo a las tres cartas teóricamente más estigmatizadas por el academicismo cultural: el género fantástico, la televisión y el fanfiction. Y da rematadamente igual cómo se las compongan algunos para enmascararlo.

¿No le convence? Pues vuelva al sexto capítulo de esta temporada. Sí, el la expedición extravagante que parte de Guardiaoriente en busca de un zombi random, que ya ves tú los brillantes estrategas. ¿Qué tenemos? Recapitulemos: un explorador (Jon Snow), un clérigo (Thoros de Myr), un paladín (Beric Dondarrion), un bárbaro (Tormund), y varios guerreros (el Perro y número elástico de extras según las circunstancias). Añadan un mago y vuelvan a mirar: ¿Qué es esto? ¡Una partida de Dungeons & Dragons! Una en la que los jugadores derrochan más química que un Wild Bunch en la Antártida.

En el fondo y en la forma, un cliché tras otro, magistralmente apilados y aptos para digerir incluso por los paladares más selectos, a los que todo lo que huela a juegos de rol o cruzadas épicas entre el bien y el mal les suena a bufonada adolescente salpicada de efectos especiales. ¡Já! Ahora estamos todos en el mismo nido: con el pico abierto, a la espera de que Weiss y Benioff regresen con más bocados de fantasía para saciarnos. A que lancen los dados en otra tirada de embrujo. Y, por qué no, dinamiten de una vez por todas las fronteras entre la baja y la alta cultura. Por el momento, el nerdismo se ha anexionado otro territorio del mainstream, y eso siempre es algo que celebrar.

6. Choque de reinonas

Es un bonito espectáculo, qué menos se puede decir. Una mujer de maldad jupiterina, Cersei, se pasea sobre un mapa con aires de gigante de Goya; y en torno a otro mapa, uno con forma de mesa y de tablero, le disputan la partida cuatro mujeres más: Ellaria, Olenna, Daenerys y Yara. Les acompañan tres eunucos, una libérrima criada y un (la palabra es suya) mediohombre. Echen las cuentas de penes, que salen a devolver. ¿Saben lo mejor que tiene esta guerra? Que en ningún momento lo es de sexos, aquí metáforas ni media. Es la guerra, punto. Y no porque la libren mujeres se le ha añadido un apunte, un matiz, una pincelada de rosa. Quizá eso, más que cualquier otra cosa, es la auténtica (y sanísima) novedad.

¡Y reina, y reina, y reina, reina, reina! Imagen: HBO España.

Se le celebra mucho a Juego de tronos, y más en las últimas temporadas, el protagonismo que vienen adquiriendo los personajes femeninos. Contexto: cuando empezó, esta serie no era diferente de cualquier otra. Unos señores conspiraban contra otros señores y ellas ocupaban los roles tradicionales bajo el techo de cristal: la madre sufriente, la pérfida esposa, la hijita inocentona. Siete años después la cosa ha cambiado mucho y las testas coronadas de Poniente son casi todas mujeres. Y a ver, sí: bienvenido sea. Aplauso, plas, plas, plas. ¿Ustedes han visto la realidad? Toda ayuda es poca. Pero ocurre eso mismo, literalmente: que toda es poca. Y si vamos a aplaudir, pondremos también un pero. Y recordemos a tal efecto lo que Ned Stark pensaba de los peros.

He aquí una idea disparatada, loquísima y extravagante: Caminantes Blancas. Una o dos, con eso bastaba. No nos lo diga, ya lo sabemos: los Caminantes convierten a los bebés entregados por Craster, todos varones, y por eso ellos mismos son varones. Al menos para esto se nos ha aportado una explicación; peor fueron los Hijos del Bosque, que en la serie son todos hembras, aparentemente. ¿Recuerda que un párrafo más arriba censurábamos pintar las guerras de azul y rosa, convertirlas en guerras de sexos? Allí donde triunfa Juego de tronos a la par fracasa, porque entre los seres de fantasía la cosa es dolorosamente convencional: ellos son las criaturas tenebrosas y ellas las gentiles. Ellos los magos feúchos y envejecidos, ellas las hechiceras jóvenes y hermosas. Y en los libros no es así. Ni los Hijos del Bosque son hembras ni los Caminantes son machos (de hecho, el primer Rey de la Noche «contrajo» su condición de una mujer); ninguna norma obliga a las hechiceras a ser hermosas; ni se nos priva de Lady Corazón de Piedra, una mujer entrada en años que se convierte en el monstruo sobrenatural más temible al sur del Muro. Sobre aquel desastre ya nos detuvimos el año pasado.

Al menos Daenerys se ha pasado la temporada comportándose como una auténtica garrula, eso sí. Al menos, cuando quedan solo dos dragones en el bando de los buenos, existen razones narrativas para intuir que uno pueda cambiar de sexo y producir descendencia (los dragones de Juego de tronos son hermafroditas secuenciales, sabe usted, como los peces payaso y los dinosaurios de Parque Jurásico). Y hasta quizá ocurra (ya verá que idea más loca se nos ocurre, estamos que lo tiramos) que el que lo haga sea Drogon, el más poderoso y sanguinario, en lugar de Rhaegal, el secundario. ¿Recibirán las criaturas de fantasía el mismo tratamiento que se ha puesto en práctica en el orbe humano, y podremos entonces aplaudir sin poner un pero, como quisiéramos? Quedan seis capítulos de Juego de tronos y se nos ha prometido que en ellos se abundará más que nunca en la FAN-TA-SÍ-A: quizá todavía no esté todo perdido.

7. El caos es una escalera

Seguro, segurísimo que usted se maliciaba ya lo de Meñique, que apestó a pino toda la temporada. La engañifa de las Stark tirándose de los pelos no le convenció ni un minuto. Lo mismo que lo del villano (inserte carcajada aquí) de esta temporada: la espantada con el rabo entre las piernas de Euron Greyjoy fue de no dar crédito. Y de Cersei, qué nos va a contar. Ni con la oxitocina desbocada iba esta pájara a jugar limpio con los bandos rivales. Mejor ni hablar del asunto de la falsa bastardía de Jon o del revolcón con Daenerys, vox populi desde hace meses, oiga. ¿Y a santo de qué iban a resucitar un dragón los Caminantes si no eran para echar abajo el muro? Cantadísimo.

Bien. Dirá usted entonces que la traca final de esta temporada ha sido «previsible». Que en el capítulo de cierre la sorpresa ha alcanzado mínimos históricos. Es probable que su sagacidad haya adelantado por la izquierda a los guionistas, como un Bran en diferido, oliéndose todo lo que iba a ocurrir punto por punto. O quizás ocurra otra cosa.

Detengámonos un segundo: ¿Quién dijo que Juego de tronos era una serie de Shyamalan? ¿Que todo tenía inexorablemente que acabar en un titánico twist-plot que torciera culo y mandíbula? Que sepamos, hasta la narrativa en la que se basa (o basó, hasta donde pudo) la serie, estaba preñada de augurios que predecían el desarrollo de los acontecimientos. George R. R. Martin disfrutaba (sí, conjugado en un doloroso pasado) desperdigando guijarros durante los libros, pequeños o grandes indicios de lo que estaba por venir. Pistas vagamente ocultas que iban preparando el terreno para los giros sorprendentes. Todo era previsible… siempre que se pudiera discernir lo que era señuelo y lo que no, claro está.

Díganos, ¿cuánto llevaba sin morir un personaje fundamental, protagónico? Porque hemos interiorizado tanto el mantra ese de que «en Juego de tronos no te puedes encariñar de nadie porque está claro que puede morir cualquiera» que quizás no nos hemos fijado que desde la cuarta temporada ninguno verdaderamente central (no confundir con «querido» o «carismático») ha sido sacrificado.

Allí donde vamos (el apocalipsis venidero) está el caos. Y nosotros ascendemos por una escalera. A veces, a trompicones. Otras, de dos en dos. Con sus caídas y peldaños tambaleantes. Pero en general se mantiene una regla: después de un escalón, viene otro. Punto. Y eso es lo que está ocurriendo en Juego de tronos: que si miramos hacia delante, somos capaces de vislumbrar lo que está por venir, con un margen de error cada vez más pequeño. ¿Es esto intrínsecamente malo? No necesariamente. A los pies de la escalera, antes de iniciar el ascenso, era más difícil divisar lo que había en lo alto. En parte por nuestra limitación visual y en parte por la bruma que rodea esta metáfora que se está haciendo demasiado larga.

Dicho en plata: que es muy fácil confundir la previsibilidad con la coherencia. Que sí, que en el último capítulo no ha habido un gran OYOYOY que nos haya arrancado alaridos de desconcierto. ¿Y entonces por qué estamos aquí, incluyéndolo en lo mejor de la temporada?

Porque en el encuentro entre Cersei y Tyrion honestamente nos temimos lo peor, y sufrimos como una madre mandando el hijo a la guerra. Porque la conversación cómplice entre el Perro y Brienne nos masajeó el corazoncito. Porque el capítulo arrancó con un chiste de pollas a cargo de Bronn. Porque a Cersei por fin le vimos una mueca nueva (la del canguelo) y otra genuinamente cerseica («¡Qué voy a ir yo a matar zombis ni qué niño muerto, hombrepordios!»). Porque cuando estaba a puntito de mandar a Jaime a su habitación a reflexionar por lo que había hecho, el Matarreyes despertó. Porque la reunión del G-5 fue teatral, calamitosa y, con tanta gente vestida de negro que por momentos nos colamos en una cita de góticos que han quedado para mirarse mal. Porque no hubo Cleganebowl, pero casi. Porque en Invernalia por fin las cosas se enderezaron: la coreografía Stark funcionó a la perfección, y nos regaló a un Meñique viviendo el primer Sansaexplaining de la historia. Porque las muequitas del intrigador al verse acorralado fueron patéticamente deliciosas. Porque nos devolvió a unas hermanas unidas, cómplices, comprensivas y poderosas. Porque regresaron los diálogos de grabar en mármol. Porque nos vamos a tener que zampar la intriga de qué cojones acordaron Cersei y Tyrion a puerta cerrada, y por qué el enano asistió como un voyeur enfurruñado al ayuntamiento Targaryen. Porque escuchar eso de «nunca ha sido un bastardo. Es el heredero del Trono de Hierro» intercalado con planos de las magnas nalgas del heredero anteriormente conocido como Jon Snow fue turbiamente satisfactorio.

Sí, en términos de espectáculo quizá faltó fuego valyrio y sobró la desbandada Euron, el truco menos creíble de la historia de las jugarretas. O el espanto de Theon haciendo capoeira en la playa (si solo le habían privado de la flauta, ¿acaso tampoco duelen los rodillazos en los platillos?). Y un poco menos de rotulador amarillo para subrayar Aegon Targaryen tampoco habría venido mal.

Y qué. Tenemos estas dos escenas para revolcarnos un año (o dos más).

ESTA.

Imagen: HBO España.

El invierno. La manada. El padre perdido. El reconocimiento del sufrimiento ajeno. La madurez peleada. Todo está aquí.

Y ESTA.

Imagen: HBO España.

El Rey de la Noche a lomos de Viserion. La otra manada precipitando los terrores que alberga la noche. El adiós del muro. El hola del apocalipsis.

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