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Shortcuts. En los arcenes de un país en guerra
Al igual que en la retaguardia, en el frente de Raqqa también se duerme en las azoteas de las casas. Habría que tomar algunas precauciones básicas como no fumar, encender una linterna o el móvil. El comandante Botan se lo repite a los ocho hombres a su mando pero ninguno se lo toma demasiado en serio. El monstruo usa drones que sueltan bombas, pero los de esta noche son inequívocamente americanos; lo saben por el ruido, menos estridente que los del enemigo.
Rawand rapea al ritmo del hip hop libanés en su móvil, Firaz come pipas de una bandeja y todos fuman. A las siete de la tarde, nada más anochecer, cae la primera bomba a unos centenares de metros. Un perro ladra; Rawand sigue rapeando y Firaz a sus pipas. Veinte bombas más tarde cae la primera que interrumpe la rutina de cada noche por un instante. «Ese ha sido gordo», dice alguien. «Que se jodan», responde otro.
El cielo está precioso en esta noche de estrellas fugaces. «Una, dos, tres…» cuentan los combatientes distraídos, señalándolas con unas manos que solo intuimos por sus cigarros encendidos. Luego oímos llegar al dragón. «Apache», indica alguien, refiriéndose al helicóptero americano sobre nuestras cabezas. No lo vemos porque vuela sin luces pero dicen que viene cada noche.
La siguiente explosión —dejamos de contar a partir de la cuarenta— hace retumbar las paredes bajo nuestra azotea. El perro ladra y Rawand sigue a lo suyo, como Firaz. Los hijos del monstruo disparan al cielo con un antiaéreo. Las balas trazadoras rojas se elevan impotentes ante la ira del dragón; no solo no le rozan sino que revelan su posición.
El Apache no tarda ni un minuto en reducirlo todo a escombros. No lo vemos pero lo oímos. Por un momento hemos sentido compasión por ellos, pero ha sido muy fugaz.
Como las estrellas.
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