Ghost in the Shell, 2017. Imagen: Paramount Pictures / DreamWorks Pictures.
Ya sé que no eres más que una forma de vida basada en carbono, pero yo siempre pensaré en ti como en un montoncito de titanio.
(Bender, Futurama)
El cuerpo como cárcel del alma: nos encontramos ante un precioso símil platoniano que ha vuelto a ponerse de moda en la época de la biónica. Aquello de que el cuerpo es nuestra naturaleza material, lo sensible, y el alma habita la naturaleza espiritual, lo inteligible, tal vez esté algo demodé desde hace algún que otro siglo gracias al método científico, pero no deja de evocar conceptos relacionados con las investigaciones más punteras en neuroimplantes, prótesis robóticas o exoesqueletos de última generación. En la actualidad, la mente o la conciencia aparecen como sustitutas de aquella alma que anhelaba librarse de los lazos que la mantenían atada firme al débil cuerpo, buscando retornar a su origen primitivo.
Además, las soluciones tecnológicas que aporta la biónica cobran todo el sentido del mundo cuando se emplean en personas con algún tipo de discapacidad física o mental. Pregunten a un usuario vitalicio de silla de ruedas o a quien vive postrado en una cama si no consideran que su cuerpo es, en cierto sentido, una cárcel. Sus limitaciones no solo nos hacen reflexionar sobre la supuesta libertad que nos ofrece un cuerpo plenamente funcional sino también, y sobre todo, acerca de ese tipo de esclavitud connatural a nuestra existencia. Nuestra biología nos limita, pero a la vez nos hace ser quienes somos. Por lo tanto, ¿sin este cuerpo dejaría de ser quien soy? ¿Trasladar nuestra conciencia a una máquina es, de esta manera, una idea totalmente disparatada?
La llegada de internet, la comunicación inalámbrica, los smartphones o la aparición de realidades virtuales nos han servido como primera tentativa de un posible plan de fuga corporal. Nuestros límites personales se hacen borrosos, indefinidos, indeterminados. Nos difuminamos con la tecnología a un ritmo sostenido y sin pausa, aunque aún logramos distinguir lo natural de lo artificial. Pero si hablamos de avances como la piel sintética, los neuroimplantes o, en general, de las neuroprótesis, la cosa se complica un poco más. Tal vez llegue el día en que ni nosotros mismos sepamos qué nos venía de fábrica y qué añadimos en nuestra última compra en Amazon. El transhumanismo y derivados se pondrán de moda. El ser humano ha muerto, viva el ser posthumano.
Obviamente existe controversia sobre la viabilidad de estos seres híbridos. Sea más o menos asequible en un futuro, las reflexiones teóricas y filosóficas que plantea trascender nuestra humanidad son de un gran interés: por el futuro que nos hace imaginar pero también por el presente sobre el que nos hace recapacitar. Si somos un todo y, tal como dice Daniel Dennet, nuestra mente no es más que un resultado epifenomenológico del cuerpo —incluyendo el cerebro—, todo parece indicar que una modificación tan agresiva de nuestro soporte físico tiene que influir inevitablemente en quiénes somos.
Es decir, que si implantamos un dispositivo artificial en una persona y dicha persona aprende a controlar dispositivos a distancia solo con pensar en moverlos, ¿dónde está el límite, la frontera, dónde acaba la persona y empieza la máquina? Pero no nos quedemos aquí. La dificultad que entraña responder a esa pregunta aumenta exponencialmente si a un implante le añadimos el uso de una inteligencia artificial. En ese caso, ¿las decisiones que tomaríamos, de quién serían? ¿De la persona, de la inteligencia artificial, o del ser resultante de ambas? Los límites del yo saltarían por los aires aunque, para qué engañarnos, tampoco es que ahora sean férreas construcciones inamovibles.
Investigaciones en realidad virtual —y otras que no emplean tecnologías tan punteras— han ido demostrando a lo largo de los años que nuestra concepción de nuestro cuerpo o de nuestra mente no está tan clara como desearíamos. Algo tan sencillo como abrir una mano o mover un pie puede ser hackeado mediante una sutil combinación de estímulos visuales y corporales. Ese pie que crees haber movido no era el tuyo, sino una imagen creada por ordenador sumada a una vibración en tu tobillo que ha estimulado tus nervios para crear la ilusión de que lo estás girando. Alucinaciones a la carta que actualmente se utilizan en laboratorios bajo estrictos comités éticos, pero que dan que pensar sobre el futuro que nos espera. ¿Nacerán nuevas patologías mentales asociadas a estas confusiones sensoriales? ¿Se nos romperá el yo de tanto usarlo?
Digamos que se trata de ciencia ficción nacida de ciencia real. Del trabajo de científicos que exploran las posibilidades de extender nuestros cuerpos, y que en muchos casos, además logran desarrollar una tecnología que cambia por completo la vida de quienes sufren algún tipo de discapacidad. Personas que tienen dificultades para comunicarse con su entorno físico y social, y para las que sistemas como las interfaces cerebro-máquina son la puerta a una nueva dimensión. Tal vez no puedan mover los brazos, tal vez no puedan hablar, pero gracias al trabajo de estos investigadores consiguen superar esas barreras e integrarse en la sociedad. En un mundo en el que es casi imposible pasar un día sin ver un ordenador, una pantalla o un teléfono de última generación, estar conectado a ellos a nivel mental puede convertirse casi en una ventaja evolutiva —metafóricamente hablando, no se me enfaden los antropólogos—.
De esta manera, investigaciones como la publicada en The Journal of Neuroscience el pasado mes de junio, y que fue desarrollada por investigadores de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) y la Universidad Autónoma de Barcelona, se convierten en grandes aportaciones en la consecución de una sociedad en la que todos los ciudadanos seamos plenamente capaces.
El trabajo de los científicos consistió en utilizar las señales cerebrales eléctricas de ratas para activar un estímulo concreto en la pantalla táctil de un iPad. Así, estos roedores «encendían» mentalmente un recuadro luminoso en el dispositivo, de manera que, si además se acercaban y lo tocaban, obtenían una recompensa. Una buena porción de queso a cambio de controlar mentalmente una tablet de última generación. Ratas millennials, lo que nos faltaba.
El lector bregado en literatura científica habrá caído en la cuenta de que, en realidad, este tipo de experimento es un paso más en el clásico paradigma de enseñar al animal —sea rata, ratón o cuervo, por poner tres ejemplos— a realizar una tarea y premiarle cuando la lleva a cabo correctamente. Sin embargo, lo interesante de esta nueva propuesta ha sido que, para estas ratas, la tarea a realizar no ha sido puramente física. Los electrodos conectados al córtex prelímbico de los animales registraban la actividad cerebral de un área concreta y solo cuando identificaban un patrón concreto encendían la lucecita en el iPad que servía de señal de que la comida estaba a punto de ser servida. Dicho de otra forma: el animal no esperaba a que le dijeran «¡a comer!», sino que era él quien decidía cuándo llevar el plato a la mesa.
Y si bien los estudios donde se registra actividad cerebral son bastante comunes en laboratorios de neurociencia de todo el mundo, no lo es tanto el tipo de actividad concreta que se registró y empleó para dar las órdenes al iPad. Las investigaciones más comunes en esta área están asociadas a registrar la actividad neuronal en áreas del cerebro asociadas a actividades motoras, dado que es más fácil identificarlas y procesarlas, además de estar directamente relacionadas con ámbitos como la recuperación del movimiento en las extremidades. («Piensa en que mueves el pie izquierdo» y órdenes de ese tipo.) En cambio, en este trabajo el patrón a identificar estaba relacionado con un conjunto de procesos cognitivos determinado. Concretamente, debía registrarse un descenso significante en la potencia de la banda de ondas theta unido a un cambio en la de ondas beta y gamma. Dicho de forma inteligible: la rata debía mantenerse inmóvil en la jaula, observando el comedero, o levantándose sobre sus patas traseras. Y como hemos dicho, no era la información motora asociada a esas posturas físicas, sino a la actividad cognitiva asociada a esos estados. Aunque parezca complejo, los animales aprendieron tan bien el proceso que poco a poco aumentaron la frecuencia de ese patrón de actividad neuronal para recibir su recompensa más a menudo. No eran tontas, no.
Este tipo de investigaciones nos hacen ser moderadamente optimistas e imaginar a una persona discapacitada controlando cualquier tipo de tecnología a nivel mental en un futuro a medio plazo. Una noticia esperanzadora para aquellos que no pueden moverse o desempeñarse a nivel físico o social. Poco a poco logramos agrietar los cimientos de esa cárcel para nuestras platónicas almas que es el cuerpo. Y así, surgirán soluciones que a la vez plantearán nuevas preguntas fundamentales sobre la naturaleza humana. El día que logremos trascender nuestros cuerpos —si es que lo logramos—, ¿en qué nos convertiremos? Y si lo conseguimos y dejamos de estar sujetos a los límites de nuestro sustrato biológico, ¿cuál será la siguiente frontera? ¿Será la realidad en su conjunto la nueva cárcel del alma? Y si así fuera, ¿intentaremos escapar también de esa prisión?
La entrada Mens sana in machina sana aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
No comments:
Post a Comment