Wednesday, August 2, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Las mujeres que aman a los hombres que matan

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Las mujeres que aman a los hombres que matan
Aug 2nd 2017, 08:38, by Bárbara Ayuso

Richard Ramírez durante su juicio en 1985. Fotografía: Corbis.

«Viva Satán», vociferó. Y ella se deshizo en el asiento, mirando al hombre al que entregaría su virginidad en cuanto el Tribunal dictara sentencia. Estaba orgullosa y ansiosa. Dentro de poco podría poner la alianza de matrimonio en esas manos que meses atrás le habían arrancado los ojos a una mujer antes de violarla, las mismas que desmembraron y asesinaron a otra decena, incluidos niños. Los detalles se atropellaban en el periódico: las vísceras, el ritual satánico, el relato del macabro «Merodeador Nocturno» y su espeso reguero de sangre. Pero ella solo veía los profundos ojos negros de la fotografía que parecía observarla desde esas mismas páginas: Richard Martínez, asesino en serie. Y su futuro marido. Le había enviado setenta y cinco cartas a la cárcel, confesándole su idolatría. Eran pocas, en realidad. Otras habían sobrepasado la centena, llenando sacos y sacos de encendidas misivas remitidas hasta la prisión californiana de San Quintín. Pero la había elegido a ella, Doreen Lioy, que ese 20 de septiembre de 1989 le vio en persona por primera vez, mientras el jurado pronunciaba el «culpable» y le sentenciaba a la cámara de gas. Su nido de amor sería el corredor de la muerte.

Groupies de los psicokillers, admiradoras de carniceros, Eloísas encandiladas por Abelardos ensangrentados. Las que en lugar de huir del que porta el cuchillo, corren hacia él. Ellas siempre aparecen, da igual la atrocidad de los crímenes o la voracidad del depredador. Un día, cuando esté entre rejas, un sobre desde algún lugar romperá las barreras de la celda para susurrarle al asesino palabras de amor y devoción. Y después de ese, otro y otro más. Desde Charles Manson hasta Joseph Fritzl, los buzones de los peores criminales de la historia se han visto rebosados por una corte de aficionadas, mujeres fascinadas por la oscuridad de estos seres exponentes de lo peor del ser humano. Pero ellas no tienen ninguna inclinación al crimen, ni fantasean con continuar el legado sanguinario del monstruo: quieren amarle, cuidarle, acostarse con él. Casarse. Por eso les envían su ropa interior, sus mejores fotografías, versos garabateados para ser refugio del convicto. Besos de carmín enmarcando sus intimidades de tinta. A veces creen firmemente en su inocencia, otras da igual. Ya conocen su necrófilo historial, o a cuántos niños enterró en el patio del jardín. Quieren que, de entre todas las cartas, elijan la suya. Recibir una respuesta aceptando la visita en prisión, para quizás así poder mirarle a través del cristal y constatar que del otro lado no habita el mal, sino la que en adelante será la razón de su existencia.

La psicología aún no ha dado con el porqué. Con la causa común que ha llevado a centenares de mujeres a dejarlo todo para amar a la bestia. Son abogadas, camareras, arquitectas, jóvenes, viejas, de alto y bajo nivel adquisitivo. Las hay con historiales de abusos en la infancia, pero también con expedientes psicológicos impecables y vidas trazadas en la pulcra normalidad. El único patrón es que no hay patrón. El criminalista francés Edmond Locard bautizó este trastorno como enclitofilia, una inclinación por liberar al hombre cuyos crímenes le han catapultado al estrellato del horror. Otras veces, esta propensión ha acabado en la lista de parafilias bajo el nombre de hibristofilia, como la definió el sexólogo John Money: «En ella, la excitación sexual y la facilitación y logro del orgasmo dependen de estar con una persona que sepan que ha cometido un atropello o delito como la violación, el asesinato o el robo a mano armada», asegura. Una de las escasas evidencias es que no hay reflejo del lado opuesto, y se trata de una inclinación que se da casi en exclusiva en mujeres. Otra, que el imán es la violencia contra el individuo —especialmente mujeres—, lo que las atrae, ya que los asesinos de masas no acostumbran a ser objeto de esta fascinación. Tan incognoscible es la respuesta al porqué que incluso revienta las costuras del determinismo evolucionista que preconiza que las féminas se ven atraídas por el macho más dominante de la manada. No es la dominación lo que las arrastra sin remedio, sino el más puro y genuino mal. El olor de la sangre.

Tampoco existen cifras fiables de a qué número de mujeres afecta esta patología o inclinación por involucrarse sentimentalmente con el asesino. Pero sobran estimaciones para el escalofrío: solo en el Reino Unido se calcula que más de un centenar de mujeres han iniciado relaciones con sádicos homicidas que cumplen pena en EE. UU. El nivel de devoción y sacrificio que exhiben es nitroglicerina para la comprensión, ya que un gran número llega a abandonar su país, vender su casa y pertenencias para cruzar el océano e instalarse en las medianías del edificio alambrado desde donde su amado responde las cartas, los e-mails o acaramela la voz a través del auricular.

La relación que se adivina entre la atrocidad de los crímenes, su publicidad y la atracción que generan difícilmente podría ser más perversa, por proporcional. La comunicación global no solo ha difundido las violaciones de un loco en un pequeño pueblo de Texas por todo el mundo, sino que también ha brindado a las hibristofílicas nuevas vías de acceso hasta su objeto de deseo. Pocas escriben ya a los diarios solicitando contactar con el asesino cuyo rostro está omnipresente en los telediarios. Ahora encuentran en Internet más de cuarenta webs dedicadas en exclusiva a conectar a convictos con admiradoras, una red articuladísima con una eficiencia estremecedora. Ellos cuelgan su fotografía, su fecha estimada de liberación, la prisión en la que se marchitan y un relato escabroso de sus crímenes. Ellas bucean por el retrato desnudo y culposo de las puñaladas, los secuestros y las mutilaciones. Saltan de ficha en ficha hasta que dan con el adecuado. Una subasta online de depravación en la que el espécimen más inhumano es el más cotizado.

Después llega la correspondencia cruzada, las visitas entre los muros. El construir un romance que a veces ni siquiera llega al piel con piel, como en el caso de Richard Martínez y Doreen Lioy, que solo pudieron consumar su matrimonio con un casto beso en los labios. Ella de blanco, él de naranja carcelario. Otros, como Ted Bundy, uno de los criminales más letales y oscuros del siglo xx, se las apañan para dejar descendencia. Antes de morir en la silla eléctrica por el asesinato de un centenar de mujeres —cuyos cadáveres ni siquiera pudieron ser recuperados—, contrajo matrimonio con Carol Ann Boone, a quien las crónicas atribuyen un hijo o hija que hoy debería tener treinta y dos años. Pero aunque ella declaró a su favor en el juicio, en algún momento el macabro embrujo se desvaneció y Carol le vio como el monstruo que en realidad era. Simplemente, desapareció. Tuvo tiempo, a diferencia de las hermanas australianas Avril y Rose, cuya trágica historia quedó inmortalizada en el libro de Jacquelynne Willcox-Baily, Dream Lovers. Cuando rondaban los cincuenta, ambas se divorciaron de sus maridos para iniciar relaciones con sendos convictos. Les acompañaron durante toda su condena, cegadas por la defensa de su inocencia y soñando con el porvenir que les esperaba al franquear las puertas de la prisión. El que nunca llegó, porque una semana después Avril moría a martillazos y Rose era mutilada por su nuevo marido.

Sus lámparas blancas se apagaron en el charco de sangre. Y es que, la interpretación más amable de estas patologías también ha recibido el nombre de síndrome de Florence Nightingale, conocida como «la dama de la lámpara».

¡Mirad! En aquella casa de aflicción
Veo una dama con una lámpara.
Pasa a través de las vacilantes tinieblas
y se desliza de sala en sala».

(Henry Wadsworth Longfellow, «Santa Filomena», dedicado a Nightingale).

De acuerdo con ella, la pulsión que late en estas mujeres es la de convertirse en la antorcha que guíe al extraviado, abriendo las tinieblas para que pase el amor. Quieren ser, en esencia, el ángel salvador que les redima de sus atrocidades. Como hizo Nightingale, madre de la enfermería moderna, que tras la guerra de Crimea serpenteaba entre los catres durante la noches, tratando de aliviar la carga del enfermo.

Pero quien ha mirado a los ojos a una treintena de estas protagonistas de romances carcelarios no ha detectado esa concepción del amor como autoinmolación. De la experiencia de la periodista Sheila Isenberg se extrae una conclusión diferente de por qué estas se aproximan al sadismo y la oscuridad: el apetito de notoriedad. «Si escribes una carta a Brad Pitt es probable que no te conteste. Charles Manson, sí», asegura. Muchos criminólogos concuerdan con esa teoría, que sostiene que el foco de atracción es la celebridad del asesino más que sus crímenes. Conjetura que explicaría por qué la mayoría de mujeres que buscan marido tras los barrotes seleccionan a aquellos con quien jamás podrán sentarse en el sofá de un hipotético hogar. Los de la milla verde. Aquellos con quien quemarán horas, pero bajo estricta vigilancia; estableciendo una relación compacta y segura en la que siempre sabrán donde encontrar a su Romeo sanguinario. Quizá por eso, la mayor parte de misivas desesperadas a los asesinos en serie de la cárcel de San Quintín arriban desde Alemania y Gran Bretaña, donde no existe la pena de muerte.

El 5 de diciembre de 2005, el presentador estadounidense Larry King hizo la pregunta que palpitaba en la mente de todos los espectadores, que por primera escuchaban de viva voz a quien había escogido amar a un asesino. «¿Qué te hizo sentirte atraída por alguien que sabías a ciencia cierta que había hecho las salvajadas que había hecho?». La destinataria de la pregunta era una mujer rubia, de innegable atractivo. Joven, de sonrisa franca: Tammi. Una mujer que años atrás había visto en televisión el rostro de los hermanos Menéndez, quienes entraron en el dormitorio de sus padres en Beverly Hills y los asesinaron a bocajarro con una escopeta. Ella se fijó en Erik, y le escribió. La historia acabó en una boda telefónica con un twinkie como pastel nupcial. «Pensé que él era diferente. Solo quiero dejar claro que si él hubiera sido un asesino en serie o alguien que matara en la calle arbitrariamente, creo que nunca le habría escrito. Me di cuenta de que algo debería estar realmente mal para matar a sus padres, y creo que por eso mi corazón cayó prendado de él», contestó a King. En su libro Nos dijeron que nunca lo lograríamos detalló cómo es ser la esposa de un condenado a cadena perpetua, con quien jamás se acostará y a quien asegura haber perdonado el parricidio. Pero ni las agudas interpelaciones del presentador ni su relato en primera persona podían ser suficientes para responder a ese gigante porqué. Por qué amar a quien ha sido capaz de lo peor. Por qué escribir la primera carta y conducir ciento cincuenta kilómetros cada fin de semana para sentarse en una fría sala de espera, para que tu hija llame «Papá Tierra» al hombre que mató a los suyos y culpó a un ladrón.

Complejo de salvadora, ansias de notoriedad o atracción enfermiza por el mal. Masoquismo. Aberración. Negación de la realidad o simple locura. Groupismo psicokiller. Qué resorte se activa en el cerebro de estas flores raras para buscar aliento en el mal es una incógnita tan grande como el mal mismo. Y de este lado, solo hay quizás. Quizás sus historias de amor sean como la planta de invernadero, que germina en habitaciones sin ventanas al calor del artificio. Entre los muros alambrados. Lo que no es cierto es que los forajidos tocan en un lugar profundo del alma de todas las mujeres, cante lo que cante Waylon Jennings. Sigue habiendo una distancia entre ellas y nosotras que mejor mantener tal como está. Por si acaso Borges sí tenía razón y la única manera de entender la distancia que nos separa de ellos es uniéndonos a ellos.

Anthony Perkins en Psicosis, 1960. Fotografía: Paramount Pictures.

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