Fotografía: Begoña Rivas
Esto no es una entrevista. En realidad quedamos a comer para hablar de lo que más solemos hablar, de lo raro que es volver a tu país después de muchos años y no acabar de sentirse nunca de ningún sitio. Por ejemplo, la cita es en algo que antes no existía: una gastrocroquetería, en la calle del Barco. Con el temor de ser siempre demasiado pesados para los demás y ser tildados de esnobs o simplemente imbéciles cuando hablamos de este tema, atacamos el aperitivo.
¿Te imaginabas que ibas a acabar en una gastrocroquetería cuando volvieras a España?
Gastrocroquetería es otra de esas palabras con las que te encuentras después de tanto tiempo fuera y te asombran, porque glorificar una croqueta me parece un exceso de solemnidad. Te habrá ocurrido a ti también: la lengua avanza sin ti, vuelves, y te encuentras muchos giros y términos que no comprendes, y para los que tampoco había necesidad, la verdad. A mí me costó meses conjugar el verbo «petar» porque no lo entendía bien y me daba vergüenza usarlo mal. Y, por cierto, el tema de la comida es muy divertido en los conflictos de identidad entre países. Recuerdo cuando mis hijas eran pequeñas, en Estados Unidos. Siempre que iban a casa de una amiga americana se quedaban a cenar, porque la cena era muy apetitosa ante la mente de unas niñas: hamburguesas, perritos calientes o pizza. Pero cuando venían amigas de mis hijas a mi casa, la mejor manera de echarlas era diciendo: «¡A cenar!». Sabían que eran lentejas, verduras, cosas así, y salían disparadas.
Es curioso cómo para tus hijos tú eres tu país, eres España; el que haces la tortilla, huevos fritos, alubias con chorizo…
Yo soy el que les digo que hacer snacks no es bueno, pero ellas entienden que hacer snacks forma parte de su cultura también. Eso desvela lo mucho que nuestros hijos son del país en el que han nacido.
Tus hijos llegan a convertirse en extraños para ti. Antes de tenerlos piensas que serán una especie de continuación de tu persona, en un mundo parecido, pero de repente ves que tienen algo de extranjero, de extraño. La relación con nuestros padres transcurría en el mismo espacio cultural, y crees que con tus hijos será así, pero no.
Nada parecido a lo que nosotros somos con respecto a nuestros padres. Es curioso ver frente a la gente que habita en el país del que proceden, en tu caso Italia y en el mío Estados Unidos, a nuestros hijos; todos les consideran 100% americanos, mientras que nosotros a ellos los consideramos de alguna manera parcialmente españoles, aunque sea en un porcentaje muy pequeño. Pero realmente no lo son.
Hay un momento en el que marcan qué es lo que van a ser o qué es lo que pueden llegar a ser, y, si hasta los doce años han vivido en ese país, son al 100% de ese país, por mucho que intentes explicarles que un cocido madrileño es un buen plato a la hora de comer para luego seguir trabajando.
¿Veníais aquí en Navidad, verano…?
No, hemos pasado temporadas de hasta cuatro o cinco años sin regresar a España.
El contacto de tus hijas con España ha sido entonces a través de su padre y de su madre.
Sí, de hecho es el único componente español. Es curioso, porque mis otros hermanos también viven fuera de España, pero los hijos de mi hermano mayor, que reside desde hace más de treinta años en Bruselas, son perfectos españoles en todos los sentidos; en su manera de comer, de pensar, de comportarse, de hablar español… lo hablan perfectamente, a pesar de que el francés es su primera lengua, y todo porque los veranos venían a España. Venían un par de meses y se reconvertían al español.
Mis hijas estuvieron allí hasta los quince años y todavía hoy descubro cosas que me recuerdan que son americanas. De repente estás con ellas y dices: «Así reaccionaría un americano ante esta situación». Tengo que asumir que mis hijas no son españolas.
Tiene mucho que ver con lo que han aprendido en el colegio en sus primeros quince años de vida; el individualismo, la ambición, la autoestima. Cuando aterrizaron aquí era como otro planeta. En un colegio público americano, y los hay muy buenos, te educan en la elaboración de proyectos en grupo, en la exposición de argumentos por vía oral, equipos de debate, todo ese tipo de historias que ahora se están importando. Mis hijas, el tiempo que llevan aquí, se siguen asombrando por tener que hacer algo tan arcaico como memorizar; me asombra que la educación de mis hijas sea exactamente igual que la que yo recibí.
La educación en la escuela italiana en preescolar es sobre todo jugar, creatividad, no hacer cosas robóticas, las míticas fichas de aquí, en España. Es una cosa más humanista y es evidente que según cómo planteas la educación desde abajo creas un tipo de ciudadanos, un tipo de mentalidad. Igual ocurre en la escuela francesa, que tiende más a crear librepensadores que razonan sobre lo que aprenden, que construyen en torno a lo que les explican.
Yo conocía a muchos españoles que desembarcaban en Estados Unidos con sus hijos, diplomáticos, periodistas, y de repente incorporan a sus hijos a la vida escolar americana y muchos se quejaban del bajo nivel académico en la enseñanza americana. Y es verdad, si los americanos estuvieran en el informe PISA, acabarían en la parte de abajo, porque el nivel de lo que aprenden está seguramente dos años por debajo de lo que aprenden los alumnos españoles. Recuerdo a una amiga que solía decir: «Es que yo veo que mis hijos lo único que hacen todo el día es pegar macarrones». Pegar macarrones era una actividad que hacían mucho también mis hijas, pero vete a saber si eso es mejor o peor que aprender cosas de memoria.
Cuando llegas a España con hijos notas que la educación es uno de los temas más sensibles, criticados, cuestionados. Está claro que algo falla porque la gente se ve cada vez más burra, es un problema, pero no se sabe bien cuál es la solución. También hay una huida de la escuela pública y no se sabe si está justificada o no está justificada, si parte de un prejuicio o hay algo de tontería entre los que los llevan a privadas y concertadas creyendo de entrada que es mejor. Es una gran cuestión y no sabes qué hacer. En Italia la escuela pública, con todos sus problemas, que son enormes, es respetada.
Es curioso ver el efecto que tienen esos primeros años educativos en cómo van a ser luego tus hijos. El caso americano es tan distinto del caso mediterráneo… Saben que tu familia acaba cuando empieza tu vida universitaria, y que eso ya forma parte de tu vida laboral. Vas a la universidad para empezar a trabajar, no solamente para empezar una carrera. A los dieciocho años te marchas y tus padres convierten tu cuarto en un cuarto de estar o en una sala con una mesa de billar, recuperan su vida en pareja. Volver a casa de tus padres después de esa marcha a la universidad es aceptar tu fracaso.
En España es completamente distinto. Tengo muchos amigos americanos cuyos hijos van a la universidad relativamente cerca de la casa de los padres y, sin embargo, se marchan a un colegio mayor o a un apartamento compartido. Y ahora, en España, mis hijas de repente se encuentran en un sistema antropológico completamente diferente. Ellas cometerán una aberración en su escala de valores si en su etapa universitaria siguen viviendo con nosotros, y en cambio nosotros nos sentiríamos traicionados como padres si ya a los dieciocho años nos tenemos que despedir de ellas.
¿Por qué te fuiste? Tenías el gusanillo de irte, imagino, pero ¿por qué se te hace aburrido o insoportable el lugar en el que vives? En casi todos los corresponsales que he conocido hay de fondo una cuestión personal.
Hay una parte de eso. Primero, hay un componente que tiene que ver con nuestra generación, para la que el extranjero, entonces, era algo muy atractivo. Era muy difícil encontrar a una persona que hubiera estado en Nueva York, por ejemplo, e intentar vivir esa experiencia formaba parte de mis objetivos vitales, pero luego también hubo una parte profesional. Estaba haciendo un informativo en España y me tocó vivir un periodo muy sucio de la historia política de la Transición, que tiene que ver con los medios de comunicación: la famosa guerra del fútbol. Un partido político que ocupaba el Gobierno entonces y que quería acabar con un medio de comunicación utilizando armas absolutamente ilegales, como era una legislación hecha a propósito para hundir a ese medio de comunicación. Y yo de repente me vi metido en una trinchera, compartiendo los principios ideológicos de esa trinchera, pero cansado de que hacer información consistiera en combatir contra un Gobierno. Mi actividad periodística no se debe a una vocación de nacimiento, es una cosa sobrevenida; cuando de repente tienes que estudiar una carrera, pensé que no era a lo que me quería dedicar.
Ir a Londres era el momento más espectacular del año; comprar discos en Notting Hill, era el lugar en el que quería estar. Tenía que hacer algo para vivir fuera de España, quería vivir esa experiencia. Lo forcé un poco, se dieron las circunstancias y acabó pasando.
Dicho esto, hay algo muy curioso, porque recuerdo que acabé siendo corresponsal y había mucha gente que quería ser corresponsal, en todas las redacciones de todos los periódicos. Era un puesto muy suculento no porque te pagaran bien, sino porque molaba mucho, y sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, cuando ya era corresponsal, veía que cada vez menos gente quería ocupar mi cargo. Al principio siempre pensaba: «Voy a durar aquí muy poco porque seguro que habrá algún directivo medio que pedirá este puesto y me lo quitará». Y te vas dando cuenta de que nadie quiere ir, porque el extranjero era una cosa mucho más cercana para todo el mundo, la gente ya viajaba.
He visto en varias ocasiones, en distintos medios, que quedaba libre un hueco y costaba llenarlo. No había cola.
Fíjate, yo no creo que eso tuviera que ver con el envejecimiento de la redacción. Es verdad que si la redacción tiene una edad media más avanzada es más difícil movilizarte. Tiene que ver con que para nosotros el extranjero estaba lejos y había que hacer ese esfuerzo, pero ahora el extranjero está muy cerca, a golpe de Ryanair.
Recuerdo que antes el mito era el Inter Rail, ¿te acuerdas? Recorrer Europa en tren costaba, me acuerdo, veintisiete mil pesetas, que ahora en euros es una cantidad ridícula, pero antes era un dineral. Yo nunca conseguí ahorrarlo y hacerlo. Me veía como en la película ¡Qué bello es vivir!, de James Stewart, que siempre está soñando con viajar y va a la agencia a por los folletos y al final nunca consigue salir de su pueblo. Ya venir a Madrid era flipante, y eso de ser corresponsal es algo de las películas de antes.
Para mí lo de corresponsal, de todas maneras, fue un poco de decepción en cierta manera, porque creía en ese concepto romántico, bogartiano, del corresponsal. Yo era muy joven, no sé si habría cumplido los treinta años cuando llegué a Washington, y, claro, esperas encontrarte a lo mejor de lo mejor y crees que has tenido mucha suerte. Crees que te vas a encontrar a Hemingway. Piensas: soy demasiado joven para estar aquí y ha habido un montón de casualidades que han hecho que esté aquí, pero seguro que los demás son gente seria, no como yo, que soy… Y de repente te das cuenta de que todos tienen una historia mediocre como la tuya y se humaniza mucho.
Sí, te das cuenta de que mitificamos, y que la élite es gente corriente, aunque luego puedan ser muy buenos en lo suyo. Es un alivio, porque entonces piensas que tienes alguna posibilidad. ¿Cuando llegaste a Estados Unidos te sentías un marciano, no entendías nada de ese país?
No, al contrario, sentí exactamente lo opuesto; me sentí como uno de ellos. Yo conocía bastante el país, había viajado mucho por allí, incluso ya había cubierto unas elecciones, las primeras de Clinton y Gore en el 92. También había hecho lo que es el equivalente al Inter Rail americano. En esa época, a mediados de los años noventa, las líneas aéreas Delta tenían algo así para los menores de treinta años. Les regalaban unos billetes para volar un mes por todo el país, con el único inconveniente de que tenía que haber plazas vacías en el vuelo en el último momento. Entonces te quedabas en la puerta de embarque y, si quedaban plazas, te ibas. Así viajé mucho por Estados Unidos, con paradas en lugares tan estúpidos como Boise, Idaho. No sé quién quiere ir a Boise, Idaho, pero yo fui. El caso es que conocía muy bien el país y en parte por eso sabía que quería ir allí. Y la verdad es que creo que sentí una especie de corrección de un error antropológico: «Yo tenía que haber nacido aquí. Algo ha pasado en el universo para que yo nazca en España, porque yo creo mi sitio es este, yo aquí me encuentro muy bien».
Como esa sensación que tenía Bob Dylan al sentirse fuera de lugar en un pueblo perdido de Minnesota; llegaba a sospechar que quizá esos no eran sus verdaderos padres.
Tenía unos buenos amigos que venían de vez en cuando de España, y cuando les obligábamos a cenar a las seis de la tarde nos decían: «¡Que sois españoles!». Insistían mucho en esto. Yo llegué a favor de obra.
Al principio va a verte todo el mundo, pero generalmente va una vez y, ¡hala!, ha cumplido; raramente vuelve. Hay una idea muy curiosa de que tú tienes la culpa de haberte ido y te corresponde a volver.
Luego está el que va a casa dos mil veces en lugares como Roma o Washington. El hecho de que la gente asume que, como vives en el extranjero, no trabajas, y te llaman y te dicen: «Oye, que me voy a ir dos semanas a tu casa con la mujer y las niñas, ahora en febrero que me sale mejor de precio». Y no sabes cómo decirle que tú estás trabajando, tú mujer trabaja, las niñas van al colegio y esto no es un hotel [risas].
En mi caso, llegué a Roma y no tenía ni idea del país y los italianos se me hacían muy pesados. Cuando volvía a Italia, solo acercarme a la puerta de embarque y empezar a reconocerles, por las pintas, me ponía malo. Pero llega un momento, no sabes cómo, en que de repente se invierte la situación. Y ya ves una excursión de españoles y te empiezas a esconder para que nadie piense que vas con ellos [risas]. De repente te pasas al enemigo, empiezas a ver las cosas a su manera, y ya te has convertido en otra persona, es muy curioso.
Esto de cruzarte con un grupo de españoles, me recuerda a que cuando mi mujer y yo íbamos a Nueva York teníamos un juego que está inspirado en un sketch de los Monty Python: nos sentábamos en un banco en la Quinta Avenida a ver quién era el primero que distinguía desde más lejos a españoles y, entonces, el que lo decía antes ganaba un punto. Si además de eso distinguías que eran catalanes o lo que sea, era triple bonus [risas].
Con los catalanes, no sé por qué, las gafas, siempre son más modernas.
Sí, y a las españolas las reconoces por las mechas, las mechas son absolutamente españolas, y la rebeca por si hace mal tiempo.
Otra cosa impepinable con las españolas son los pendientes de perlitas, no falla. Hay una cosa de ser corresponsal, a ver cómo lo explico… Es la comodidad de estar en un lugar que sabes que no es tuyo, sentir que estás de vacaciones siempre. Te saca de la rutina, de lo que piensas que es el trabajo, no sé, pero te sientes siempre como un observador ajeno a todo lo que ocurre y eso es una sensación muy refrescante, porque sientes que no va contigo, que es algo que le pasa a otra gente en otro país, que no son tus problemas. Tiene algo de trampa, claro, y de hecho para mí volver a España también ha sido hacer cuentas con eso.
Esto me recuerda que me contó no hace mucho Eduardo Mendoza que lo que más le gusta en la vida es ser extranjero. Ha vivido un tiempo en Nueva York como traductor y en Londres, y esa sensación que tú describes es la más confortable. Yo sumaría una cosa más, lo dice un buen amigo mío americano que se llama Simon Blinder. Dice que como extranjero tengo derecho a actuar con total impunidad. «You can get away with anything», me decía, «te lo van a perdonar todo». Por ejemplo, hay una reunión de padres en el colegio de los niños, yo iba a la reunión y en el país de lo políticamente correcto podía decir una auténtica barbaridad. La barbaridad podía ser: «Yo creo que no se debería dar caramelos a los niños en horario escolar». Es una barbaridad dicha en ese escenario, y entonces la gente me miraba como diciendo: «¿Cómo se le ocurre decir esto? Ah, bueno, es extranjero». Te da la impunidad de poder decir lo que te da la gana y esa impunidad aquí la pierdes.
¿Comen caramelos?
Sí, les daban caramelos de vez en cuando… snacks constantemente. Esa condición de cierta impunidad en la que te mueves cuando estás en un país que no es el tuyo, mis hijas la usan aquí. A veces se hacen las locas porque no han entendido lo que les han dicho o habiéndolo entendido, o porque ellas lo hacen de manera diferente porque no son de aquí.
Al volver aquí tienes el dilema de que, hombre, es tu país, pero hay muchas cosas que no consigo que me interesen, como la política, y no sabes si es porque realmente no es interesante o que tú ya te has pasado de vueltas. Sin embargo, si voy a otro país, me interesa cómo funcionan y cómo son y todo me parece apasionante. Pero lo propio me lo parece menos. Supongo que un psicoanalista haría maravillas con esto.
Me pasa exactamente igual. Siento que aquello que importa al ciudadano común español a mí no me importa en absoluto, ya sea política o fútbol, a pesar de que me dedico a ello. Y, sin embargo, sí que me importa mucho lo que hacemos en la radio, indagar en el efecto de la política más que en la política en sí, me importa entender un poco más lo que significa ser español, que es algo de lo que yo me he despegado y que me cuesta comprender. Me sorprende tanto que a Fernando Trueba se le puedan echar encima porque dice que no se siente español… Es que entiendo lo que es no sentirse español, y eso no debe interpretarse como un desprecio sino como una desubicación.
Tú, en el cole, cuando estudiabas la historia del mundo y de España, ¿hasta dónde llegaste? Porque en mi caso nunca daba tiempo, y como mucho llegábamos hasta la Primera Guerra Mundial. Le cuentas esto a un francés o a un italiano y alucina, hay ahí una barrera invisible. Yo no conozco a nadie de mi generación, y de las anteriores, al que hayan llegado a explicarle el siglo XX en el colegio, a casi nadie. Y esa es la educación mínima que tenemos todos. Entonces, medio país lo que sabe del siglo XX es lo que le han contado en casa, lo que se imagina, lo que ha visto en las películas, lo que ha leído por su cuenta, pero a nadie se lo han explicado. No conocemos nuestra historia. Supongo que era muy incómodo para los profesores explicarnos lo que era la Guerra Civil.
Yo nunca llegué a la Guerra Civil. Tenemos un problema con la definición de lo que es ser español. En muchos países, y desde luego en Estados Unidos y en Francia, en el colegio también hay una especie de metodología de adoctrinamiento de lo que significa ser de ese país. Mis hijas, en Estados Unidos, todos los días empezaban sus clases con el «Pledge of Allegiance», que se lo saben de memoria y todavía lo saben recitar; es una declaración de entrega a tu país, una serie de versos en los que dicen que «declaras tu entrega a la bandera de este país y tal», y eso en todos los colegios se recita, nada más llegar al colegio, como se recitaba el «Cara al sol» en aquellos tiempos del franquismo.
Nosotros hemos tenido una «transición modélica», que ahora se discute, pero la guerra puede ser un tema con el que todavía discutes en Navidad con la familia, por eso se ha evitado y hay algo muy raro en todo esto. Cuentas a un extranjero que los niños españoles no estudian el siglo XX y no lo entiende. Todo depende de lo que te contaran en casa o de la cultura que pudieras recibir de la televisión. ¿Cuál es el principal vehículo cultural de España? La televisión. Y mira qué televisión.
Absolutamente, esa es una de las cosas que a mí me entristece mucho al llegar a España. La sensación que yo he tenido, antes de que llegaran las privadas a España. Todos hemos tenido un amigo rico, digamos, cuyos padres tenían eso tan maravilloso que era una parabólica donde de repente recibías canales en los que hablaban en otros idiomas. Y yo recuerdo, cuando ibas a su casa y zapeabas con la parabólica, que era como una ventana a un mundo insospechado. Entonces, cuando veía los canales italianos, estaba todo lleno de colores y de luces fluorescentes y la cámara se movía muy deprisa, y te daba la sensación de que todo era barato y artificial, todo risas y maquillaje… Cuando he vuelto a España he tenido la misma sensación, en esta televisión que tenemos ahora es todo demasiado alegre, todo demasiado rápido, todo con demasiada risa, demasiados gritos, todo lleno de mucha luz, todo muy postizo, muy cutre, y eso trasciende a todos los formatos televisivos. Hasta en los debates de candidatos a presidente, todos los muebles son blancos —«¡Que se vea que somos limpios!»— y me recuerda a la televisión de hace treinta años. Y, claro, después de tantos años atrapado por el entretenimiento made in USA, con su inmensa capacidad para la narración, para la ficción… qué quieres que te diga, muchos actores españoles, especialmente los jóvenes, me parecen muy malos.
Si estás en un hotel en el extranjero y vas pasando canales, ves la BBC y piensas: Inglaterra. La RAI: ah, Italia. Es la imagen de un país en el extranjero, y caes en el Canal 24 horas y está Paco Martínez Soria [risas]. La imagen que da el Canal 24 horas de lo que es España es alucinante. Respecto a lo que decía del peso de la televisión en España, es increíble cómo aún marca pautas en la vida de la gente: todo el mundo tiene conversaciones sobre tele, algo que ha visto en la tele, personajes de la tele, marca temas de discusión. Es muy empobrecedor.
Y no solo eso, también me asusta ver cómo los otros medios hablan constantemente de la tele, en el periódico se habla de la tele, en la radio se habla de la tele, pero la tele nunca habla de los periódicos ni de la radio, la tele solo habla de sí misma. Los demás, todos están hablando de la tele. Tele y fútbol.
También es curioso que antes al menos tenía mala fama, no quedaba bien decir que veías mucho la tele. Todos la veían pero nadie decía que se pasaba cinco horas viendo la tele. En cambio, hay un cambio cultural en que ahora la gente dice: «Me he pasado el fin de semana viendo ocho temporadas de la serie tal». Está bien visto estar tantas horas pegado a una pantalla, porque se interpreta como ocio cultural.
Yo creo que eso tiene que ver con algo muy español y que quizás está heredado de los cuarenta años de franquismo, seguramente, y es que cualquier cosa que de repente llega a España la adoptamos con mayor fascinación. Queremos demostrar siempre lo modernos que somos. Por ejemplo, teléfonos móviles. Somos el país de Europa con mayor número de teléfonos móviles. A mí me asombraba mucho, por ejemplo, que en la guerra de Irak, la segunda, el país con mayor número de corresponsales sobre el terreno era España, más que Estados Unidos incluso, y yo me decía: «Creo que no representa nuestra capacidad periodística ni nuestro interés real por la guerra». Ahora pasa con las series de televisión, aquí hay una pasión por The Wire infinitamente superior a la que hubo en el país donde se creó, en el cual entienden todo el contexto, porque es el lugar donde ellos viven, y aquí por ejemplo no sabemos lo que es un suburbio de Baltimore, no tenemos ni idea de las connotaciones raciales, urbanas o sociológicas que eso conlleva, pero The Wire nos encanta.
¿No te parece que los corresponsales españoles son de los que más trabajan? Yo he convivido y trabajado con corresponsales de todo el mundo, y al final los que más tarde se quedaban y los que todos los días hacían una o dos piezas eran los españoles. Otros hacían una pieza a la semana y los españoles siempre currando, produciendo para la máquina, por eso de que si tienes un tío allí que te cuesta un dinero tienes que amortizarlo.
Sí. En Washington había momentos importantes y, Enric González lo sabe muy bien, yo era una auténtica fábrica de churros. Al día siguiente abrías el periódico y había cuatro piezas suyas y cuatro mías y yo había hecho algo para la radio, y no había nadie más, éramos nosotros. Pero, aun así, reconozcamos públicamente que no hay mejor trabajo en el periodismo que el de ser corresponsal.
Sí, así es.
Yo recuerdo cuando me marché a Washington, alguien me dijo que ser corresponsal tiene dos grandes ventajas: que tienes el jefe a seis mil kilómetros y no tienes a nadie a quien mandar. Ambas cosas son maravillosas y te dan una sensación de libertad y de no estar encerrado en un despacho, aunque estés haciendo cuatro crónicas y escribiendo la última página. Luego sales a dar una vuelta y dices: «Joder, es que estoy en el extranjero». Es realmente como estar de vacaciones y a lo mejor has trabajado doce horas ese día, pero es la sensación.
Yo me marché en el año 96 y, cuando te marchas, no piensas que vas a estar mucho tiempo sin volver, a lo mejor porque eres demasiado joven, pero creía que aquello era un trabajo de lunes a viernes, que los fines de semana pasaría por Madrid. Es que ni se me ocurrió alquilar mi casa, por ejemplo, y estuvo ahí cerrada y deshabitada durante muchos años. El primer verano sí que me vine a España y cometí un error, que ahora recomiendo a todos los corresponsales que no cometan, que es ir a visitar la redacción. Yo recuerdo llegar a la redacción, llevando un año fuera, y yo sentía que yo había crecido, que había cambiado y me sentía diferente y llevaba un año fuera de esa redacción. Entonces, de repente, vi que todo el mundo no solamente estaba en el mismo lugar en el que yo lo había dejado, sino seguramente llevando la misma camisa que llevaban el día en el que yo me había marchado. Entonces, ese día, decidí que nunca más volvería por la redacción hasta que no regresara a España, y así fue.
Tanto es así que, cuando regresé a España, dieciséis años después, atravesé la redacción como Darth Vader en la Estrella de la Muerte, y nadie me conocía [risas].
Tú lo intuyes, pero no te imaginas lo enriquecedor que es viajar, conocer gente…
Si yo hubiera tenido los hijos antes de marcharme, igual me hubiera resultado más incómodo y no me lo habría planteado. Es difícil entender lo que supone cambiar de país. Un corresponsal histórico decía: «No conoces el país donde te has ido a vivir hasta que no has probado su sistema sanitario y has tenido un hijo en ese país». Y es verdad, ahí ves cómo te tratan en el hospital, te integras en el sistema educativo, que es lo que te hace conocer a la gente. Esa es la auténtica realidad, hasta el punto de que en mi caso, por ejemplo, cuando me marché nunca había pisado un hospital en España, con veintinueve años es difícil, salvo que tengas un accidente o una enfermedad, y no sabía cómo era aquello. Pero cuando tienes hijos te pasas el puto día en el médico, luego tuve apendicitis y me operaron allí. Y entonces al final es verdad que así me integré. Es verdad que tu relación con el sistema sanitario dice mucho de tu relación con el país.
Aunque pases años en un sitio no aterrizas del todo hasta que tienes niños: los colegios, el médico… Si no, lo vas viendo siempre desde fuera. Cuando te metes en eso empiezas a comprender mejor a la gente y de repente descubres cosas del día a día de las que tú eras ajeno. Eso te alerta de lo engañoso que es pensar que sabes lo que está pasando y que conoces la realidad. Tras unos años llegas a creer que controlas todo y aun así te siguen ocurriendo cosas que te hacen ver que todavía no tienes ni idea.
A medida que pasa el tiempo te vas dando cuenta de que controlas un poco más y vas entendiendo lo que está pasando, y eres mejor corresponsal cuanto más te alejes de la noticia en sí e intentes explicar por qué está pasando. Había un viejo axioma en el periodismo, por lo menos en España, y es común, que decía que los corresponsales tenían que estar un mínimo de dos años y un máximo de cuatro, y cuando me fui lo compartía al 100%. Pero cuando llevaba cuatro años estaba absolutamente en contra, porque me di cuenta de que en el cuarto año era cuando estaba empezando a entender cosas, y a medida que llevas cinco, que llevas ocho, que llevas diez, que llevas doce, es cuando realmente las cosas que pasan y las razones por las que pasan las entiendes. Yo puedo entender por qué ha ganado Trump, si yo estuviera recién llegado o fuera un lector no bien informado, no sabría explicarlo, seguiría usando este tipo de frases como: «Los americanos es que están zumbados», «Es que es la América profunda…». No, hay otro tipo de explicaciones que solo entiendes si llevas allí mucho tiempo. Y, si tú las entiendes, se las puedes explicar al lector o al oyente.
Si te gusta el país en el que estás, la curiosidad que te despierta siempre es constante, no tiene fin, no es que un día ya no te interese.
Es verdad. También depende del carácter del corresponsal, porque es verdad que ha habido corresponsales absolutamente intrascendentes, y que me perdonen ellos, y otros que han hecho lo que yo creo que es mejor para este tipo de cargo, que es crear un personaje. O sea, que tú como corresponsal seas un poco la experiencia vicaria del lector o del oyente en el país en el que estás. Entonces, tú cuentas un poco tu vida a través de las crónicas y, entonces, el lector va a entender mucho mejor lo que está pasando, porque son tus ojos los que lo están viendo. Saben que tú eres un padre de familia, que tienes una determinada edad, que llevas un determinado tiempo y conocen un poco tu contexto. Y yo creo que los mejores corresponsales que ha tenido este país son aquellos que han conseguido crear un personaje con su propia estancia en ese país.
Por ejemplo, Enric González, con sus crónicas de fútbol y su manera de contar las cosas. La gente ha llegado a conocer a Enric más a través de esas crónicas deportivas que por las otras, sin embargo, entendías mejor las otras gracias a las del fútbol. En mi caso, yo hacía muchas cosas que tenían que ver con la información del día a día, pero también hacía la radio, y no me daba rubor contar mis experiencias personales, el crecimiento de mis hijas, mi paternidad y, hoy por hoy, cuando hacemos cosas en público, cuando la gente me habla, me para y tal, nadie me dice: «Cómo me gustaron sus crónicas del 11S». La gente me dice: «Cómo me gustó lo que contó en su día de lo que les pasó a sus hijas cuando usted fue a tal».
Durante muchos años en España, el único lugar donde se ha aceptado la subjetividad ha sido en las corresponsalías, porque era «alguien que está allí» y le da un componente literario, novelesco, y permitían más libertad, pero aquí sigue chirriando.
Frente a eso, yo creo que hay otros dos tipos de corresponsales. Yo los tengo tipificados a todos, porque los he visto llegar y marcharse. Están los «corresponsales solemnes», que son los que llegan a la corresponsalía y te dicen en el día uno: «Yo no voy a hacer crónica, yo voy a hacer análisis», y dices: «¡Joder! Si está recién llegado, si no entiende nada», y de estos hay muchos. Estos son habitualmente aquellos que antes eran directivos y se les busca una salida digna enviándoles a una corresponsalía, estos son el tipo uno. El tipo dos, que es el tipo que yo detestaba y supongo que sigue pasando, es lo que yo llamaba los «corresponsales de paella», que son aquellos que, estén donde estén, se juntan los domingos para hacer una paella y hablar de fútbol [risas].
Se niegan a aceptar que no están en España, entonces tienen que recrear de alguna manera España. Ni siquiera se molestan en aprender el idioma, se apañan como pueden. Recuerdo mucho a una persona, que no voy a decir quién es porque sigue en activo, que se venía al despacho de El País y la SER, en el Press Building, con una tartera con su comida y pretendía que habláramos ¡de Xabier Arzalluz!, cuando para nosotros Arzalluz era ya un personaje que habíamos dejado en el retrovisor.
Cuando vuelves, hay gente que es famosa y no sabes por qué. Lo digo sin ningún afán malévolo ni irónico, pero de repente ves una marquesina o un anuncio de algo, que alguien anuncia seguros, y ves a alguien que intuyes que es famoso porque anuncia eso. Y hay veces que preguntas: «¿Quién es este tío?, ¿por qué es famoso?». Y hay veces que no te saben explicar por qué, te dicen: «Sí, es uno que sale en la tele».
Dímelo a mí, que los tengo que entrevistar y tengo que reconocer mi absoluta ignorancia de su fama… y esconder mi desinterés. Tiene que ver con lo que hablábamos de la televisión: la televisión es una máquina de generar famosos. Yo cojo una revista del corazón y pienso: «Santo Dios, ni conozco a nadie ni tengo interés alguno por conocerlos». Pero, en fin, como suele decirme Ramón Lobo, yo vivo en una especie de exilio interior.
Cuando sales de aquí te das cuenta de que lo del famoseo en España, esta obsesión del cotilleo, ya reducido a ese nivel cutre que hay desde hace años, es bastante único. En todos los países hay un poco de esto, pero la privacidad se respeta mucho más, no hay ese interés enfermizo que hay aquí. Salvo quizá Gran Bretaña.
Nosotros somos unos privilegiados porque hemos dado un paso atrás y aterrizamos aquí como observadores, no como parte de esta sociedad, pero a mí me pasa con muchas cosas. Está mal decirlo, porque te acusan de esnob, me pasó en mi primer programa, pero los doblajes de las películas me parecen absolutamente ridículos. No es que estén mejor o peor hechos, no entro a valorar eso, es que el tono que emplean es ridículo, es absolutamente antinatural, y además no permite que mejore el nivel de inglés. Así que supongo que yo tenía la esperanza de que eso fuera una cosa del pasado. También me pusieron a caldo cuando pregunté en directo si los toros «todavía son lo que eran». En nuestra condición de recién llegados, te contemplan como el erudito que viene a decirles lo toscos que son, y eso no te lo perdonan. Ahora lo entiendo y sé callarme.
La clave es lo que te parece normal y lo que no, y no te das cuenta de todo lo discutible que es eso de las convenciones hasta que te sales y las cuestionas. Pero al hacerlo es como si fueras el listillo este que viene de fuera y se cree superior.
Luego, hay otro elemento que también es peligroso destacar en público, pero yo creo que la sociedad ha cambiado en ese sentido, y creo que tú y yo podemos atestiguarlo, porque hemos salido y hemos vuelto a entrar, y es la obsesión enfermiza por el fútbol en este país, el nivel de obsesión hacia el fútbol se ha disparado, se ha multiplicado y tiene que ver con esa obsesión por el famoseo, porque ahora el fútbol también es famoseo y son dos cosas que mueven las redes sociales, la fama y el dinero, y el fútbol tiene esos dos elementos, más el elemento añadido del deporte en sí. Entonces, aquí hay una especie de embrutecimiento colectivo en el que el fútbol es aquella actividad en la que nada más importa, hasta el punto de que, por ejemplo, en la radio, en mi radio, es el último acontecimiento de la semana que se permite anular la información. En la Cadena SER solamente no hay boletines cuando hay fútbol. Si a mí se me ocurre proponer: «Oye, yo no quiero que haya boletines en mi programa», seguramente tendría una gran discusión tras la cual sería despedido por enajenación mental, pero cuando empieza el fútbol se acaba la información. ¿Qué mensaje estamos mandando con eso? Yo creo que esto es un problema, y que conste que no digo que tengamos que prohibir el fútbol y estar todos leyendo a Kant.
Está esa cosa española con los famosos de admirar al que está ahí arriba o de ponerlo a parir, y al final es como en las obras del Siglo de Oro con los nobles y los sirvientes, hay dos mundos. Te cuento un chiste: «Van a hacer un experimento, cogen cajas y meten ratones, a ver cuánto tardan en salir de las cajas. Hay una caja con ratones estadounidenses, otra, con alemanes, otra, con franceses y otra, con españoles. Entonces uno avisa de que la caja de los ratones españoles no tiene tapa. Y le contestan: «No se preocupe, porque ahí cuando un ratón intenta salir los demás le tiran para abajo» [risas].
Hay algo de eso, de hecho yo creo que nosotros lo hemos sufrido. Tiene que ver con las envidias.
Con gente que de repente es famosa percibes que a tu alrededor todo el mundo enseguida tiene opinión sobre él, aunque no lo conocen personalmente, claro. Por ejemplo, no sé, Fernando Alonso, cuando empezó, a mucha gente le parecía cojonudo y a otros les parecía un gilipollas, pero a los dos días. Ya cuando es mundialmente famoso se hacen corrientes de opinión de este tío y generalmente siempre hay una base muy crítica. Quien destaca es criticable. Y ya ni te cuento con Letizia, la reina, cuando se supo que estaba con el príncipe. Volví al cabo de un tiempo y pregunté ingenuamente qué tal caía. Todo el mundo la ponía ya a caer de un burro, aunque no sabía explicar por qué.
Eso forma parte de la manera en que los chavales han sido educados. Estados Unidos es por ejemplo un país en el que el fracaso está bien visto y forma parte de tu aprendizaje, pero un español en su currículum nunca escribiría los fracasos que ha tenido. Por ejemplo, que montó una empresa, contrató a cuarenta personas y tuvo que acabar cerrando porque no consiguió inversiones, no lo pondría nunca. Un americano lo pone, porque significa que ha emprendido, ha creado algo que luego no ha funcionado, pero que lo ha intentado, y entonces lleva esa forma de aprendizaje y lleva eso consigo. El fracaso forma parte de la llegada hacia el éxito. Es una etapa, y por eso el fracaso es siempre bienvenido. A los niños americanos, cuando hacen algo mal, siempre les dicen: «No, esto está mal, pero no importa, porque de esto has aprendido y tienes que cambiar esto», o sea, les están enseñando a aprovechar ese fracaso para seguir subiendo.
Otra cosa de la que no hemos hablado y tiene mucho que ver con la condición de extranjero cuando estás en ese país, es cómo cambia el afecto de la amistad, supongo que tendrá que ver con la madurez también. Alguien me dijo, también en Estados Unidos, que los verdaderos amigos son los que haces en los momentos clave de tu vida y no hay momento de mayor importancia en tu vida que cuando tienes un hijo, lógicamente. Entonces, cuando tienes hijos te juntas con gente que es como tú, porque ha tenido hijos como los tuyos en el mismo momento, y ahí haces amistades. Yo he descubierto que mis mejores amigos son americanos y son padres de niños que son amigos de mis hijas. Y, sin embargo, regresas a España y te das cuenta de que a los amigos que tenías aquí de alguna manera los has perdido, porque tu relación obviamente ha cambiado, primero, por la distancia y, segundo, porque yo creo que ellos piensan que tú te vas a volver como te fuiste, soltero y sin hijos o con una edad que ya no tienes, y de algún modo no aceptan que tu vida ha cambiado y que tu experiencia personal es diferente y que vienes de un mundo completamente distinto. Sin embargo, con los otros siempre vas a tener un nexo en común, ese crecimiento paralelo de los hijos.
Yo, por ejemplo, ahora pienso que tenía unos amigos antes de marcharme y a la mayor parte de ellos los he perdido porque vas perdiendo el contacto y porque de repente hemos descubierto que somos muy distintos, y, sin embargo, tengo la sensación de que los amigos que he hecho allí sí que son para toda la vida.
Los amigos de la infancia son gente que no eliges, que coincide en tu clase o en tu barrio y cada uno es de su padre y de su madre, muy distintos. Lo que te une es la infancia, el tiempo que pasasteis juntos, y se crea un lazo del pasado que es muy fuerte, pero quizás si a esa persona la hubieras encontrado con veinte años en otro sitio, como no tienes nada que ver, jamás sería tu amigo. Lo que te da el ser amigos es haber coincidido a una edad en un sitio. Pasado un tiempo, la vida se va complicando: uno cambia de ciudad, otro tiene hijos, o por el carácter te vas alejando y te das cuenta de que a lo mejor no tienes tanto que ver con esas personas como con las que conoces después, que ya los eliges más, tienes otras afinidades. Otra cosa curiosa es que cuando estás fuera se mantienen muchas amistades más fácilmente que cuando estás aquí. Como estás fuera y no les puedes ver, entonces te llamas una vez al año, si vienes en verano quedas un día. Y entonces te preguntas, ¿si viviera aquí los vería mucho más? ¿Sería tan amigo de esta persona si hubiera estado viviendo aquí? Luego llegas a vivir a España y te ves menos que cuando estabas fuera.
También descubres que cuando vienes a España ves a determinadas personas o familiares más de lo que los verías si siguieras viviendo en España. Te sientes obligado de verlos. Una cosa que me dijo Javier Valenzuela, que había sido corresponsal en París y en Marruecos, es que cuando te vas de corresponsal y llevas años sin pasar por la redacción y de repente regresas a ella, el primer día que llegas todo el mundo te dice: «¡Hombre, Javier, cuánto tiempo y tal, un abrazo!». Eso el día uno. El día dos, vas a la redacción y la gente te dice: «¡Hombre, tú por aquí! Siéntate por allí si quieres». Ya estás integrado. La novedad de tu regreso dura veinticuatro horas.
Un cambio de país te hace replantearte todo. Durante mucho tiempo lo primero que te preguntas por la mañana es: ¿Qué hago yo aquí? Estás siempre descolocado.
La pregunta es: si estábamos felices en el lugar donde estábamos, ¿por qué hemos vuelto?
Ya. ¿Por qué?
En mi caso, mi vuelta tiene mucho más que ver con mi proyecto vital. Bueno, yo hubiera preferido quedarme, estoy seguro de que sería mucho más feliz allí de lo que lo soy ahora aquí, y eso que tengo el privilegio de pasármelo bien con lo que hago y de que mi empresa me pague mucho más de lo que merezco y me cuide como me está cuidando. En mi caso tiene que ver con la sensación de que pasa el tiempo, pasa el tiempo, y de repente descubres lo poco que mis hijas tienen de lo que yo soy. Como su porcentaje de americanismo es un 99% y el de su españolismo es un 1%, me preocupa no tanto porque yo quisiera que fueran parcialmente españolas, sino porque yo creo que en el fondo lo que más nos importa es que nuestros hijos sean felices y que tengan un buen futuro; y a mí me pareció que lo mejor que podía hacer para garantizarles ese futuro era darles una visión diversa del mundo —que lo contemplen desde dos países, dos nacionalidades— y darles también la herencia del bilingüismo, porque ellas hablaban muy mal en español. Por eso vine, y eso nos lleva a otra cosa que es el concepto que más define mi día a día: la sensación de temporalidad. Yo vivo cada día pensando que estoy en un paréntesis, y puede serlo o no serlo, pero tengo la sensación de que yo seguramente volveré allí más pronto que tarde, que estoy aquí de paso. Hasta el punto de que incluso en nuestra casa en España hay cosas que no hacemos porque, si crees que mucho más no vas a durar, para qué vas a pintar el pasillo. Lo dramático es que es la misma sensación con la que llegué a Washington de corresponsal, y lo que me pasará cuando mis hijas escojan —seguro que pasa— países diferentes para vivir. Así que creo sinceramente que esa es una sensación con la que voy a vivir el resto de mi vida: la sensación de que, esté donde esté, es temporal.
Llega un momento en que estés donde estés, una vez que se ha roto esa ilusión, quizá infantil, de que todo va a seguir como siempre o que nunca va a cambiar, es raro tener la sensación de tranquilidad de que la vida discurre de forma previsible y ya sabes cómo va a ir todo.
Si a mí me dijeran que lo que hago ahora es lo que yo voy a hacer siempre y que el lugar en donde vivo es en el que voy a vivir siempre, me tiro por un puente, no porque sea España, es porque quieres tener la ilusión de que algo va a cambiar.
Ya, también en parte por eso volví a España, hay que ponerse a prueba y empezar de cero, aprender cosas nuevas, conocer gente… Yo no sé si volveré a Roma o a dónde iré después, no tengo ni idea. Cuando estaba en Roma la criticaba mucho, es una ciudad difícil, y eso que yo vivía bien, era un privilegiado, pero cuando te vas solo te acuerdas de lo bueno, la echas mucho de menos y sientes nostalgia. Mi idea es que siempre eres tonto hagas lo que hagas.
Roma es un sitio muy particular. Recuerdo que me contó Lorenzo Milá que le habían dicho: «A Roma llegas llorando y te vas llorando». Lloras por el desastre que es cuando aterrizas y lloras por lo mucho que lo vas a echar de menos cuando te vas.
Cuando uno toma una decisión yo creo que ya está, es absurdo mirar para atrás. No puedes volver al punto en el que estabas.
No, eso es evidente, es como intentar que tus hijas vuelvan a ser pequeñas, sabes que no va a pasar. Tiene que ver un poco con la sensación de pertenencia. Yo, que soy de Usera, no tengo ningún gen nacionalista; para mí ser de Madrid… yo no tenía pueblo al que ir los fines de semana, y cuando eres de Madrid… pues es que a mí me da igual. Yo no me siento de Madrid. Me gusta Madrid, me gusta mucho, es mi ciudad, pero me da igual ser de aquí que no serlo.
La desorientación crónica ya se te queda.
Mira, yo tengo uno de los trabajos más creativos, divertidos, me permite conocer gente y aprender cada día, y, aun así, cada día que pasa pienso lo mismo: ¿Qué estoy haciendo yo aquí? Yo no tendría ningún inconveniente en volver de corresponsal. Es curioso, pero mi sensación de responsabilidad individual era mayor cuando era corresponsal de lo que es ahora, lo cual no tiene ningún sentido. Ahora tengo mucha gente a mi cargo, y me he tenido que acostumbrar a trabajar en equipo, después de haber estado veinte años trabajando absolutamente solo. Me cuesta acostumbrarme a la gente y a la gente le ha costado soportarme, supongo. Pero la sensación esta de que allí eras los ojos y los oídos de un montón de gente, y estabas tú solo y decías: «Y si matan a Bin Laden, ¿qué pasa?», tienes que saber transmitirlo y contarlo porque estás solo, mientras que aquí sabes que, pase lo que pase, tienes la envergadura de un medio detrás que te ayuda a hacer cualquier cosa.
Cuando he vuelto a España, he visto que hay una cierta mala educación dominante en muchos aspectos. Quizá es Madrid. La gente a veces es un poco brusca, hay mala leche, no le sale la ligereza y la alegría esa de vivir que hay en Italia. Si llevas a un italiano a un museo y ve el barroco español, solo ve ese dolor, ese drama, ese pecado, ese castigo, todo ese sufrimiento… Y qué sé yo, El Escorial… Eso en Italia no está en ningún sitio, ni por asomo, allí es todo ligereza, color. Llevé a mis hijos al Museo del Prado, y una de mis hijas me dijo: «¿Por qué en estos cuadros no hay nadie contento?». Eran todo batallas, dioses, Vírgenes, Cristos, santos, dramas, no había nadie contento, es verdad. La visión de un niño es que entra en un sitio donde está todo el mundo enfadado.
A mis hijas les pasa algo similar. En Estados Unidos la educación es absolutamente laica, no hay un solo símbolo religioso en ningún colegio y ellas nunca han tenido un trato con la religión, así las he educado yo, de mayores que decidan lo que quieran ser si es que quieren ser algo. Entonces de repente aterrizamos en Segovia, fuimos por el premio de periodismo Cirilo Rodríguez y, después de años sin venir a España, trajimos a las niñas para que conocieran una ciudad española típica. En Segovia hay una catedral muy bonita, la típica catedral española muy oscura, llena de tumbas de gente del clero y mucha figura de sufrimiento, y allí que fuimos. Entonces mis hijas —recuerdo que se habían puesto de moda en Estados Unidos unos zapatos que llevaban una rueda en el tacón y van como patinando— llegaron aquí y se pusieron a patinar por encima de las tumbas de los obispos, y las tuvimos que recriminar: «No, niñas, no, que ahí hay gente enterrada», y se quedaron muy así. Entonces pasó una cosa curiosa, y es que mis hijas nunca habían visto un Cristo crucificado, de repente se quedaron clavadas delante de un Cristo inmenso, crucificado, sangrando, con los clavos en las manos y tal, y recuerdo que mi hija mayor me preguntó: «Dad, ¿who is the guy in the T?» (Papá, ¿quién es el tío que está en la T?). No entendían nada. ¿Qué niño español no sabría lo que es un Cristo?
A mí me pasó algo parecido, pero es evidente que si no eres creyente no les enseñas eso a tus hijos. Alguien creyente lo hará cuando son pequeños y no les chocará.
Hablando de la temporalidad, el verbo volver, yo no sé definir qué significa volver. Volver es… ¿cuando voy a Estados Unidos o cuando voy a España? Para mí ha perdido la definición concreta, no sé muy bien cómo usarlo y, de hecho, sigo teniendo una gran sensación de que estoy en mi casa cada vez que aterrizo en Washington.
Otra cosa es toda la gente joven que se ha tenido que ir a vivir fuera estos últimos años, no sé si en algún momento tendrá algún efecto en España. Se ha enriquecido, se ha formado y vuelve con otra mentalidad. No sé si tienen alguna capacidad de incidir en las cosas.
No estoy seguro de estar de acuerdo. El otro día hicimos en el programa una historia que estuvo muy bien, juntar a los tres chavales que sacaron la mejor nota en selectividad en este último año y a los tres que sacaron la mejor nota hace cinco años, para que los que ya la sacaron hace cinco años les expliquen a los de ahora un poco cómo ha sido su futuro y ver si las expectativas son similares y tal. Había varias cosas que nos llamaron mucho la atención, la primera es que los chavales que han sacado la mejor nota en la última selectividad, a la pregunta de «¿Qué es para ti un buen sueldo?», respondían: «Mil doscientos euros». Eso tiene que ver con el escaso nivel de ambición del estudiante medio español o el empresario medio español comparado con el estudiante americano, al que desde el día uno le enseñan que su meta es ser presidente de Estados Unidos, y de ahí para abajo lo que salga, pero que a lo que tienen que aspirar es a ser presidente de Estados Unidos. La otra cosa que me sorprendió es que una de las personas que había sacado una buenísima nota hace cinco años ahora trabaja en Oslo y a sus veinticinco años empezó a usar coletillas de toda la vida: «Es que como en España no se vive en ningún sitio». «Es que aquí no veo el sol». «Es que la gente aquí es muy triste», hasta que culminó diciendo la frase antológica de: «Yo prefiero un sueldo de mil doscientos euros en España que uno de cinco mil en Noruega».
También es verdad que una cosa es irte porque quieres y otra que estés obligado, y la mayoría de estos jóvenes no es lo que querían hacer o lo que habían imaginado y lo ven como una frustración. Se fueron contra su voluntad. Para esa gente su proyecto de vida era otro, no tenían esa idea aventurera de viajar por el mundo.
Otra cosa de la que nos hemos beneficiado tú y yo, y desde luego en mi caso contrasta mucho con la idea que ahora la gente tiene de los votantes de Trump, por ejemplo. Nosotros hemos hablado de lo bien que se siente uno siendo extranjero, una sensación muy agradable, pero, claro, somos extranjeros de piel blanca en un país donde también hay blancos, somos extranjeros bien tratados. Para mí una de las cosas más maravillosas que me ha enseñado Estados Unidos es que allí, cuando quieren saber de dónde eres, te lo preguntan de una manera que es absolutamente integradora, te preguntan: «Where are you from originally?», de dónde eres originalmente, ellos asumen que tú eres americano, aunque tengas un pequeño acento, aunque sepan que vienes de otro lugar, ellos dan por hecho de que tú eres americano. Pero claro, nosotros somos de piel blanca. Imagínate que tú eres pakistaní en Roma, hubieras sido tratado de otra manera muy diferente.
En Estados Unidos, ¿no tuviste esa sensación de que aquello era nuevo? Que lo habían puesto antes de ayer, que no había casi pasado. A mí cuando he estado en América me desorientaba mucho que no hubiera un casco antiguo o un centro de la ciudad que le hiciera respirar su historia o que le diera una profundidad. Al mismo tiempo era muy liberador, en el sentido de que todo era posible, todo estaba por hacer, era hacia el futuro.
En Estados Unidos la sensación de recién construido está en todos los sitios, hasta si vas a un parque temático, parece que lo acaban de abrir, está todo perfectamente cuidado y perfectamente limpio. Eso lo están disfrutando ahora mis hijas a la vuelta, han descubierto lo fantástico que es vivir en una gran ciudad, aunque Washington no es una gran ciudad, Washington es un pequeño pueblo lleno de edificios gubernamentales y de grandes monumentos con unos suburbios americanos, con barrios con casas en las que no hay un núcleo urbano, necesitas el coche para cualquier cosa y no hay panaderías. Pero de repente mis hijas se han encontrado con dos cosas maravillosas que son un centro de una ciudad y un abono de transportes [risas], eso es una mezcla fantástica. A veces les pregunto qué tal ha ido el día y me cuentan cómo ha ido el día en el colegio en el que están sus amigos de Washington, porque están en comunicación permanente con ellos.
Cuando vuelvan, si vuelven, pueden cerrar un paréntesis porque nunca han perdido el contacto.
Exacto, no es lo mismo que nos podía haber pasado a nosotros en nuestra época, que te ibas y te ibas. Yo siempre cuento que cuando yo me marché no es que no hubiera internet, es que el teléfono móvil era esa cosa que tenía el rey en el coche para que lo grabara el CESID [risas].
La entrada Javier del Pino: «En EE.UU. el fracaso forma parte de la llegada hacia el éxito. Es una etapa, por eso es siempre bienvenido» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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