Fotografía: Alberto Gamazo
Tuvo una irrupción en los medios sonada este año. Su restaurante, sin embargo, está en una pequeña calle en la fronteriza localidad de Cadaqués. Allí la comida cobra otro sentido. Dice que lo que hace se parece más a una obra de teatro, a una sinfonía. Sus platos combinan referencias de la alta cocina con la gastronomía japonesa y una laboriosa puesta en escena y presentación no exenta de sorpresas. Su próximo proyecto, además, está concebido para dar que hablar.
¿Cómo surge esa relación tan especial que tienes con las plantas?
Soy de Santa Fe, un pequeño pueblo en el campo. Está a setecientos kilómetros de Buenos Aires. Mis vacaciones eran siempre en el campo. Crecí en un ambiente siempre en contacto con la naturaleza. Mi primer huerto fue a los nueve años. Ya me venía de familia, el primer libro que me regalaron mis padres fue de botánica, son ingenieros agrónomos. Los dos estudiaron en la Unión Soviética, en la Universidad Patrice Lumumba, ahora Universidad Rusa de la Amistad entre los Pueblos, en 1964. De hecho, mi hermana fue la primera hija de estudiantes nacida en la Unión Soviética. La madrina de mi hermana es Valentina Tereshkova, la primera mujer que fue al espacio. Entonces solo se podía estudiar genética en Estados Unidos o en la URSS, a partir de ahí luego ellos desarrollaron su trabajo en Argentina como ingenieros agrónomos. Ahora mi madre trabaja en el Ministerio en Cultivos Alternativos, que se parece a lo que hago yo aquí.
Mi madre, sobre todo, desde pequeño me inculcó el microscopio. Teníamos una granja de cerdos, diez animales. Mi vínculo con los animales fue muy temprano, a los ocho años ya criaba un cerdo de ciento veinte kilos.
Con el huerto lo que realmente aprendí es a cuantificar el tiempo. El hecho de poner una semilla y tener que esperar el proceso de germinación y que en cuatro meses pudieras recoger un fruto, eso me ponía en contexto con lo que me rodeaba. Es lo que más me gusta de la agricultura, que te obliga a racionalizar el tiempo.
Ibas por Bellas Artes.
Desde pequeño me gustaban las artes plásticas. En mi casa siempre hubo mucha libertad, jamás te imponían nada. De pequeño, cuando jugaba en el campo, cogía escarabajos, saltamontes y, como teníamos abejas, con la cera virgen les hacía corazas, como las de He-Man, una cosa muy currada. Luego acabé en un estudio de fotografía. A partir de ahí, me di cuenta de que necesitaba capacitarme y entré en una escuela de Bellas Artes porque quería aprender sobre la luz y la sombra, lo que me llevó luego al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales.
¿No estudiaste cocina?
Nunca, la cocina me entró por una crisis existencial a los veinte años. Solo sabía de imagen, luz y poca cosa más. Me entró un poco de pánico, trabajaba en publicidad, veía la evolución de los fotógrafos y no era muy buena. Hice un stage, unas prácticas en el restaurante de un amigo.
Empezaste a trabajar de cocinero en España, entonces.
Llegué a España con el cambio de siglo a trabajar en moda. Me encontré que todo era muy distinto, nosotros trabajábamos con diapositivas y aquí era todo con negativos. A partir de ahí, fue todo una cuesta arriba con la luz y demás, era como otro idioma. Me quedé sin dinero y tuve que buscar trabajo de cocinero. Ahí le cogí el gusto.
En aquella época hubo un medio que sacó un titular «Argentinos: ¿Son tan buenos como dicen?» y salían todos, actores como Luppi, Valdano…
Eso tiene una explicación, los únicos que se podían escapar eran los que tenían dinero o una profesión que ejercer fuera. Entonces, llegaron a España esos. Para mí fue una aventura horrible.
¿Por qué?
Me encantó Chueca, donde vivía. Mi país no es tan liberal con la homosexualidad. Pero cuando tuve que buscarme la vida acabé trabajando de cocinero en un prostíbulo. Me dijo un amigo que buscaban un chef, pero sin mencionarme que era un prostíbulo. Me metió en el coche un encargado de seguridad y casi me da algo cuando me llevaba al sitio. Me llegó a decir que no tuviera miedo. Al llegar vi que era el Club Social Barajas, un prostíbulo enorme en las afueras de Madrid. Eran los tiempos del corralito en Argentina y para mí cualquier trabajo era bueno. Empecé a trabajar. Le cocinaba a doscientas cincuenta chicas.
Lo que tenía ese trabajo es que a mí me costaba dos horas exactas llegar hasta ahí y encima luego tenía cuatro horas libres entre medias. Me salía a la nada, solo había una autopista, y dormía, al lado de la carretera, debajo de un árbol.
Para cocinar, me llevaba un pequeño libro debajo de la camisa y me iba a consultarlo a escondidas. Ellas querían carbohidratos y energía pura. Hidratos y proteínas a saco. Ellas hacían… fitness todo el día. Era como dar de comer al ejército. Tenían un hambre imparable.
¿Cómo llegaste a Cadaqués?
Llegué un día al Club Social Barajas y lo había cerrado la policía. Me quedé sin cobrar y di media vuelta. Sí, mi llegada a España fue dura, no tuve dinero y pasé penurias. Entonces, vi un anuncio en un periódico de que se buscaba un cocinero en Cadaqués y me vine. Por ese motivo decidí seguir ganándome la vida con la cocina. Ahí descubrí que me gustaba esta profesión y decidí tomármela en serio.
¿Qué restaurante era?
Una pizzería. Luego pasé por todos los restaurantes de la ciudad. Estuve en el Plaza, luego Can Pelayo, Cap de Creus… Muchos, pero lo que más aprendí en todos ellos es lo que no me gustaba.
¿Así nació tu filosofía, viendo lo que no te gustaba?
Yo veo dos enfoques en la cocina, uno generar satisfacción, otro generar emoción. La cocina para nutrir, para alimentar al cuerpo, solo genera satisfacción y placer, lo que para mí era una dinámica monótona. Me hacía sentir mal. Ahí decidí montar Haiku, este restaurante. No me interesaba procesar alimentos y llegar a un producto nada más. Yo tenía otro enfoque con otra clase de implicación.
En esos restaurantes aprenderías a cocinar con más técnica.
No. Yo aprendí leyendo libros. Y luego no leía las recetas, miraba las fotos y dejaba mi interpretación fluir para prepararlas.
Entonces cogiste este local y…
Esto era un club de submarinismo. Pero antes, para juntar el dinero para abrir mi propio restaurante, tuve que dejar la cocina e irme a trabajar a la construcción. Hice reformas y demás y fue una etapa muy divertida. El mortero podía ser la masa de un pastel, lo emulsionaba, lo tocaba con los dedos (risas.) Luego me gustaba mucho trabajar con las manos, cuando hacía regatas con martillo y cincel me sentía como Miguel Ángel.
¿Lo que aprendiste en la obra se ve reflejado en tu cocina?
Yo aprendo en todos los lados. Me parece más sensato aplicar algo que no se aplica en un restorán que lo que ya se aplica. Por ejemplo, en la obra, los paletas, para hacer líneas rectas y medir, tienen un hilo que está dentro de un rodillito, impregnado en polvo, que deja unas marcas preciosas. Esto lo usé para decorar cincuenta platos a la vez. Se pueden aplicar muchos conceptos. En mi cocina tengo muchas cosas de la obra: cal, el coluro cálcico se cocina, mi abuela me enseñó recetas con cal. De hecho, ahora en el Mugaritz Andoni las usa. Ahora mismo la anguila la cocino con rayolas. Los tatakis los cocinaba sobre la reja que utilizan los pintores, la de escurrir el rodillo. Las espinas al salmón las sacaba con unas pinzas de lampista, son mucho mejores que las de cocinero.
¿Cómo adaptaste entonces este local?
Al viejo club de buceo no quise imponerle nada, solo miré lo que necesitaba.
Se comenta que es demasiado pequeño.
Es lo que más me gusta de este restaurante. Sería imposible hacer la cocina que hago si tuviera veinte comensales más. Es difícil conseguir treinta flores del mismo tamaño y del mismo color, pero cincuenta flores así ya no las puedo conseguir. Piensa que en la temporada usamos catorce mil flores y cada una la recojo y la cuento. Si tuviera un 25% más de clientes ¿te imaginas? Ya supondría diecisiete o dieciocho mil flores. Mi huerto ya no tiene esa capacidad.
¿El huerto está antes del restaurante o lo pones después?
El huerto viaja conmigo. Lo empecé en una edad muy temprana. Era coleccionista de todo, de hierbas. Tenía un huerto urbano en el ático de mi casa. Los domingos iba a buscar variedades aromáticas que no tenía. Cuando la cocina entró en mi vida esto empezó a tener un sentido más importante para mí y empecé a poner un huerto donde voy yo. Este huerto empezó por la necesidad también de que no me podían proveer de lo que necesitaba, ni con la frescura y vitalidad que quería.
¿Qué es eso de que las luces del restaurante son las del Louvre?
Es que son las del Louvre. De hecho, cuando llamé y dije que eran para un restaurante no me las querían vender. Vengo de la fotografía en el cine y necesitaba una luz correcta para mis platos. No me gustaba cómo viraban los colores de la comida con las otras luces, ocurría como en las carnicerías, que se ve el entrecot muy rojo y cuando lo sacas de esa luz es lo que es. Yo quería una luz fidedigna.
¿Por qué la cocina japonesa?
Por el local, por las posibilidades que me daba, decidí que tenía que seguir esa línea. También porque la cocina japonesa va con mi estética, mi forma de pensar y la forma de enfocarlo. Otra razón es porque no necesitas extracciones ni campanas. Estaba cansado del fuego, la grasa y los humos. A nivel creativo es mejor, pongo música y creo un ambiente agradable. Vivo más aquí que en mi casa. Quiero buenas luces, que no afecten a la vista, porque la luz modifica el carácter, por eso el lugar en el que trabajo quiero que sea muy cómodo.
Cocinas con todo de temporada.
Me adapto al medio y las circunstancias. Así comienza la abundancia, cuando aceptas las limitaciones. Si una limitación te condiciona, te sientes desgraciado. Si la aceptas, te pasa como con mi carta, que tienes el sabor de un alimento en su mejor momento. Los japoneses buscan el momento álgido del producto. De pequeño, comer fresas una vez al año me generaba una abundancia increíble, en su sabor, en algo vital. No tienes esa parte prepotente y autoritaria de querer modificar el medio a tu placer, eso te hace volverte caprichoso y lo que te va a suceder es que te vas a decepcionar muchas veces.
¿Qué es eso de que en tu huerto se respeta la vida en todos sus aspectos?
Así como nosotros somos un depredador, tengo plagas, tengo depredadores, creo que todos tienen derecho a vivir. Si das ese derecho a la vida descubres que empiezan los equilibrios. Somos tan prepotentes en querer cambiar el entorno a nuestro gusto que es un desequilibrio en todos los aspectos. Si aceptas las limitaciones te darás cuenta de que existe la abundancia. También en el vino, muchos productores prefieren perder una cosecha antes que fumigarla.
Has dicho alguna vez que te gusta mirar cómo crecen las plantas; esa expresión en España solo la había escuchado para insultar a los seguidores del cineasta Godard.
Esos planos de veinticinco minutos son un coñazo y no, también te hacen reflexionar. Kurosawa también lo hacía, pero escuchar el sonido del viento, el de la hierba bajo los pies, te hace estar presente. A mí eso me interesa mucho. Hoy en día vivimos en el pasado y el futuro, en el presente no estamos casi nunca. Lo bueno de mi huerto es que al coleccionar compulsivamente, voy descubriendo a medida que voy entendiendo. Hay hierbas que las tengo desde hace mucho y es cuestión de tiempo descubrirlas, es como poner a fermentar el pan. Lo especial de mi huerto es que busco malas hierbas, me fijo en variedades a las que nadie presta atención y busco comidas ancestrales. Voy a los Andes, a los suburbios, busco hierbas abandonadas que a veces tardo años en descubrir de qué manera procesarlas como ingrediente porque no tengo ninguna información. Un ejemplo es el último plato del Bulli; Ferran Adrià me pidió hacer el maridaje y yo propuse la hoja de melocotón. Algo que mi abuela me había enseñado y ya se había perdido constancia de eso. Esa hoja, si la chafas, al cabo de segundos empieza a oler y sabe a almendra. Todas esas cosas tengo que investigarlas o las descubro por puro azar. Pero son procesos larguísimos.
¿Cómo comenzó tu relación con Ferran Adrià?
Me lo presentó un amigo porque veía mis inquietudes. Dije alguna barbaridad que no pude guardarme cuando fui al Bulli, le di mi opinión sincera de todo, creo que esa es una de las cosas que le gusta a Ferran. Él también es muy forofo del sushi y le gustó mucho el que hago, sin seguir ninguna receta de arroz.
¿Qué aprendiste de él?
Todo, me enseñó a reflexionar y a ver la cocina desde un lugar que me dio coraje para poder enfocar desde cualquier prisma. En cocina puedes trabajar como paleta o como neurocirujano.
¿Te consideras un discípulo de él?
Sí, sí. Ferran me enseñó que para cocinar no hacía falta ser cocinero.
Sostienes que comer es como una función teatral.
Esto viene de una búsqueda. El arte es una forma de expresarse. Creo que en la comida es increíble. El óleo, el carboncillo, te pueden emocionar. Pero un bistec, además de emocionarte, te puede nutrir. Vas a una exposición y te llevas algo dentro, vienes a mi restaurante y te lo llevas todo. Una foto o una pintura te modifican el carácter, pero una comida te lo cambia literalmente. Los estallidos de humor están basados en nuestra alimentación. Si cenas pesado estarás pesado al día siguiente…
La comida tiene un idioma, como el óleo. A veces he pensado en descifrarla y la veo como los sonidos. En el menú degustación, el tempo lo llevo como con un pentagrama. Porque sí, la comida es efímera. El sonido tiene eco, pero se disipa, termina en nada. Un bocado es lo mismo, lo masticamos y queda en nada.
Y también veo la comida con formas y colores. La relaciono con formas geométricas y luces. Hay comida que es como el marrón, que es un color que te sale si mezclas todos en la paleta ¡y siempre sale el mismo marrón! Odio la comida redonda.
¿Redonda?
Me refiero al sabor. Una comida redonda es la que de principio al final siempre es lo mismo. Me gusta la comida con aristas. No me gusta la comida agradable o simpática, la fácil. ¿Qué sentido tiene? Me puedo poner un suero en la vena y como por la noche mientras duermo. Una fresa sería redonda, con sus picos ácidos, luces. La comida industrial también es redonda, la bollería…
Uno de los platos que tienes en la carta es la Pachamama, sirves un trozo de tierra en la mesa.
Esta carta la hice tras un viaje a Sudamérica. Estaba enfadado con mi país porque no te da oportunidades para sentirte orgulloso por cómo somos. Te avergüenzas. Luego volví y me sentí orgulloso con todo lo que había, lo bueno y lo malo. Me fui a los Andes y creé este plato. La Pachamama para mí era vida, muerte, comienzo y fin. Todo. Tuve que reflexionar mucho.
Aquí te sirvo un trozo de tierra desnudo que saco de mi huerto, con lombrices, hormigas, raíces y todo lo que sale. ¿Por qué? Porque considero que la tierra no es algo de lo que nos debamos escandalizar, para mí no es sucia la tierra. Me gusta incomodar. La gente cree que tienes tierra encima y te has ensuciado. No. Yo creo que te ensucias con otras cosas, con tierra no.
En el caso de la Pachamama, todo empieza y termina en el mismo lugar. Por eso decidí emplear la técnica del curanto, que es una cocción andina de tres mil años en la que se entierran los alimentos con piedras calientes y se cocinan durante mucho tiempo. Se hacía así por razones básicas. Viendo un plato puedes ver un paisaje. En un tartar ves una meseta, un lugar desprovisto de energía. En el curanto tampoco, por eso es tan eficiente lo que se hace. Piedras calientes en un pozo, se tapa, porque eran lugares sin bosque y sin nada. La gente lo hacía por la mañana, luego se iban al campo a trabajar y al llegar los tenían calientes, a resguardo de los depredadores y no llamaban la atención con el humo.
A mí me vino bien cocinar un trozo de tierra. Y encima, unos tubérculos, que nacieron en la tierra y morirán en ella: zanahoria. Y no la naranja, que la real nunca fue así, esa es una adaptación nuestra por una cuestión estética. Una zanahoria naranja tiene menos vitamina C que una morada, blanca o amarilla. Pero en la época industrial se extendió la zanahoria naranja, que es la que se ha quedado y era una creación del hombre.
La presentación que más llama la atención es la del salmón.
A veces no sé por qué se me ocurren las cosas. Era una forma de dar coherencia a la carta, seguir desarrollando técnicas andinas antiquísimas que me interesaban y que eran incómodas. Me gusta el curanto porque lo primero que se pregunta todo el mundo con ese plato es si las verduras están muy hechas. Todavía la gente no está acostumbrada a dejarse llevar en la cocina. Una película u obra de arte la vemos y no la juzgamos, la intentamos entender, ver qué nos transmite. Con la cocina no tenemos aún esa capacidad de preguntarnos qué está queriendo decir. Con esta técnica del curanto, como en todas las de la carta, quiero ser fidedigno y recrear cómo es esa cocción. Podría ser al gusto de la gente, pero les estaría limitando dándoles lo que conocen. En ese caso las verduras no están pasadas, son así, lo tienes que entender. No te doy algo que te guste, sino algo nuevo. Te abro una puerta para que descubras algo. Si luego no te gusta, no pasa nada. En el caso del salmón, juego con la gente…
La gente tiene que cascar piedras y dentro está el salmón.
Me gusta cómo reacciona la gente con ese plato cuando les sirvo un trozo de pescado sobre enebro. Y en realidad, mientras les sirvo esto, les estoy cocinando un plato en su cara. Con este plato intento expresar que juzgamos y prejuzgamos demasiado, pero hay que darle una oportunidad a las cosas. Uno ve un trozo de salmón así, como una cosa aburrida, y luego… También me encanta el sabor que la arcilla de las piedras le da al salmón. Es volver a la Pachamama, todo aporta, nada se pierde. Es un plato incómodo, no es sabroso. Lo que más me gustaba del Bulli es que dos días después me daba cuenta de que me había gustado un plato. Días después lo había entendido: «¡Madre de Dios, lo que me ha hecho Ferran!». Me llevaba mucho tiempo pensarlo. Eso sí, le daba la oportunidad. Haiku propone eso, que te lleves a casa algo para pensar, reflexionar.
¿Qué es eso de que si no escuchas a la gente sorber y chupar los platos te preocupas?
La sala habla. Cuando tú estás cómodo, tu forma de expresarte, tus sonidos dicen mucho de ti. Alguien nervioso tiene unos sonidos particulares, por ejemplo. Con la sala intento eso, escucharla. Claro que me preocupo por eso, hay momentos en los que si escucho a la gente hablar, es que algo malo está pasando, porque no están centrados en el plato. No están comiendo, no están reflexionando. Cuando vas al cine y te empiezas a mover en la butaca, te duele el culo, estás incómodo en la espalda, eso es que no te gusta la película, con las buenas te quedas clavado a la silla, prenden la luz y no te mueves aún. Por eso me preocupan esos sonidos. Hacerles chupar el plato es ponerles en un dilema, todo cambia a partir de ahí, la conversación, todo…
Haces tus propios platos, cuencos…
Es mi lienzo. A veces los estándares están bien, pero otras necesitas adaptarlos a lo que quieres hacer, a lo que estás contando, a ese momento. Uno simula una roca volcánica, otro, la rosada, lo hice con mi hija recogiendo cristales en la playa. Se llama rosada porque es el color favorito de mi hija. La roca marina es un soporte coherente para un ecosistema marino, un homenaje a Virgilio, de La Central de Perú, que tiene una carta de alturas, va del ecosistema a menos diez metros hasta los tres mil. En esta carta, que es andina, qué mejor que hacerle un homenaje a él y más con un plato como la Mamacocha, que cogimos una roca de menos diez metros de Cadaqués y cocinamos absolutamente toda la fauna y flora propia de esta zona y esa profundidad.
Un postre recrea el fondo marino, lo comparáis con una creación de Tim Burton.
Ese es un plato en el que cojo elaboraciones del Bulli, porque las aprendí allí, y lo pongo en un contexto más adecuado para mí, le pongo una escenografía. Yo no soy cocinero, entonces no tengo tabúes de hacer homenajes a otros cocineros que han creado platos geniales. A Ferran le encantó mi fondo marino. Se trata de eso, de respetar las ideas de los otros. En la Escuela de Bellas Artes nos decían que los artistas no copian, roban. Vi recursos, los modifiqué y los puse en otro contexto. Aquí utilizamos coral, muy representativo del Cap de Creus. Hay unas estrellas de mar de codium y menta.
Con esto hice referencia a mi crecimiento y transformación del enfoque en la cocina. Ya no puedo volver atrás. El año pasado empecé con una pequeña carta de tabúes, pero este año, una vez que sales de la crisálida, no puedes regresar. Ahora, más que con una carta, queremos seguir con una instalación culinaria. Porque todo comienzo tiene un fin y en el fin está cerca de llegar.
¿Por qué?
Haiku es también una crisálida.
Quien quiera probar esto que venga ya.
No le queda mucho a este restaurante.
En esta eterna pelea entre cocina como la tuya y la más ortodoxa, ¿qué opinión te merece la polémica que hubo entre Santi de Santamaría y Adrià?
Aquello lo viví como una estrategia de marketing, porque estaba relacionado con el lanzamiento de su libro. ¿Qué podía dar más prensa en aquel momento que arremeter contra Ferran Adrià? Por lo demás, esto es como las placas tectónicas, cuando hay un gran cambio, siempre hay colisiones. El cambio que Ferran le provocó a la cocina fue brutal, lo que él hizo no volverá a pasar en quinientos años. Fue duro para él abrir un camino de reflexión. Yo aprendí eso, hay dos cocinas: una que emociona y otra que te genera satisfacción y placer. Comer unos callos puede ser emocionante porque te recuerdan a tu abuela, más allá de eso no existe la emoción. Ferran plantea esa cocina, me enseñó que hay un idioma. Y hoy en día todo esto ya está aceptado.
En su entrevista en Jot Down, Adrià hablaba del oído como algo fundamental en la cocina, pero se refería a un enfoque distinto al tuyo, para él era importante escuchar las conversaciones sobre la comida: «una comida creativa y de vanguardia es conversar sobre ella, el oído es muy importante aunque el gusto sea el sentido más diferencial».
Creo lo mismo que Ferran, pero no mientras la comen. Cuando vas al teatro hablas luego. Una vez que ya has visto la obra, el conjunto. Si bien la cocina de Ferran propone en cada plato algo nuevo, en la mía es algo más orgánico, un conjunto. Lo que pretendo al finalizar el menú es que veas mi obra. No quiero que hables de una nota por separado del pentagrama, sino que escuches todo.
Susi Díaz hablaba aquí de que el oído era muy importante, pero para los crujientes.
La línea de Susi Díaz y toda esta gente es la de la satisfacción y el placer. Ellos generan eso. He hablado con ella y dice que en su comida tiene que haber cinco componentes, textura, sabor… A Marcel Duchamp en sus obras le importaba más la parte que no estaba dibujada que la que lo estaba. A mí, tener la ausencia de una textura o de un crujiente me da un léxico mucho mejor que muchísimas palabras, el silencio dice mucho más que las palabras a veces. Por eso prefiero que haya ausencias de cosas.
David Muñoz nos dijo que no se debe perder la perspectiva, que un cocinero es un artesano, no un artista.
Estoy de acuerdo con él y lo aplico en el estricto sentido. Por eso me gusta estar presente en mi proyecto. Estoy en contra de los restaurantes sin cocinero, es el antagonismo de ser artesano. Por eso labro mi huerto, hago la cocina y mis platos. Si no sería como pintar cuadros por teléfono.
Por su parte, David de Jorge habló de la muerte de los animales, dijo «la gastronomía y la cocina tienen una relación total con la muerte y con la tierra, con el cuchillo y con la sangre, esto ha sido normal durante muchos siglos hasta la generación de mis padres, en las matanzas participábamos los niños, teníamos nuestras labores y participación en la matanza y hoy en día está muy mal visto, nos hemos ido a la ciudad y nos procesan la comida. Lo he notado en la televisión, si yo salgo en la televisión cortándole el cuello a una gallina, y la gallina sangrando, que es algo que me encantaría, se montaría un cristo del copón«
Creo que lo coherente sería poder sacrificar lo que comemos.
De Jorge se refería más al hecho de que pueda o no mostrarse.
Los nuggets son trocitos de pollo que no parecen pollo. La muerte es un tabú. En Estados Unidos el tabú es poner la cabeza de algo, en los países árabes, sin embargo, la cabeza muestra la frescura de lo que te vas a comer. Cuando viajé a Marruecos una de las cosas que más me gustó es que el que vendía pollos tenía cuatro estantes con gallinas vivas. Pedías, la cogía, le retorcía el cuello y te la daba tibia. Cuando vi eso, iba todos los días. Me di cuenta de que había una gallina que era más lista que las otras y cuando entraba un cliente se pegaba a la pared para que no la cogieran. Pero todo esto es natural. Poder optar por un ingrediente fresco que ha estado vivo hasta el último momento. Todo esto lo estamos perdiendo. Me gustaría ver cuánta carne comeríamos todos si tuviéramos que ir a cortarle el cuello a algo.
En el pueblo de mi abuelo, cuando yo era niño, se mataban a las cerdas cuando estaban preñadas porque la calidad de la carne mejora en ese estado muchísimo. Cuando las abrían, caían las crías de doce o catorce centímetros, nonatos de dos semanas. Los niños los recogían y jugaban como si fueran muñequitos y cuando se aburrían se lo daban a los perros. Era algo natural, algo sano, jugar entre la sangre, que luego se convertiría en morcilla, el cerdo que habíamos cebado y que sabíamos que iba a morir. Era brutal, pero era real.
Mi nuevo proyecto, Cuna, es una explotación agraria y un restaurante. Ahí, vamos a producir los alimentos que cocinemos. En ese momento quiero ver si soy capaz de coger un cabrito o un cerdo y sacrificarlo, cada día, para dárselo a mis clientes. Eso me pondrá en mi lugar. En mi contexto en el planeta. Me da miedo, porque amo a los animales, pero creo que no soy coherente con lo que hago, hay una parte de demagogia. Me encanta comerlos, pero no sé si tengo el valor o el coraje de sacrificarlos.
Igual acabas tú vegano.
Puede ocurrir. Aunque creo que necesitamos un 70% de vegetales y un 30% de proteína animal en la alimentación.
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