Thursday, January 18, 2018

Jot Down Cultural Magazine: Taylor Sheridan y el fracaso

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Taylor Sheridan y el fracaso
Jan 18th 2018, 11:12, by Bárbara Ayuso

Taylor Sheridan en el set de Comanchería (2016). Fotografía: Cordon.

Pocas cosas hay más embarazosas que reconocer que (quizá) nos falta talento para hacer lo que hacemos. Se parece demasiado al fracaso. Por eso la mediocridad es un buen placebo.  

Taylor Sheridan era la clase de actor al que todo el mundo había decidido no hacer caso. O no el tipo de atención a la que se aspira en el universo cinematográfico. En una industria en la que nadie tiene sueños pequeños y ningún intérprete aspira sencillamente «ganarse la vida», lo que no sea ser una estrella es, por descarte, un fracaso. Aunque te permita vivir holgadamente, cumplir con las facturas y permanecer alejado de los ansiolíticos. «Uno no puede esperar por siempre el papel ideal si se tiene que pagar el alquiler», decía Peter O’Toole.

En esas estaba Sheridan cuando le llegó la renovación de su contrato con la serie Sons of Anarchy en 2010. Había interpretado durante tres temporadas al incorruptible policía David Hale, una némesis del protagonista. Tras veinte años dando tumbos por roles menores en producciones televisivas (De Veronica Mars, CSI, Walker: ranger de Texas a la imponderable Doctora Quinn), este papel era lo más parecido a la estabilidad. Añadido a los ingresos que percibía dando clases nocturnas de interpretación, suficiente. Hasta que dejó de serlo. A punto de tener un hijo, descontando los impuestos, los gastos de representación y la residencia obligada en Los Ángeles, Taylor Sheridan cumplía ya más de cuarenta y no le salían las cuentas. A los productores de Sons of Anarchy tampoco, así que atropellaron a su personaje con una furgoneta. Cierra la puerta al salir y que pase el siguiente.

No se autocompadeció. Ni siquiera lloriqueó por su suerte, de la falta de ella, o por una industria voraz. Asumió que  no era lo suficientemente bueno. Si le faltaba talento, carisma o contactos, tanto daba. «Miraba a alguno de los mejores actores de los últimos quince o veinte años y me daba cuenta de que no tuve las mismas oportunidades. No las tuve porque no las merecía», reconoció. «Esto es lo que soy como actor y no es artísticamente satisfactorio, ni muy rentable financieramente, así que voy a encontrar otra manera de contar historias». Antes de aceptar el puesto como gerente en un rancho de Wyoming —no es una licencia—se concedió una última oportunidad. Su mujer agotó lo que le quedaba en la tarjeta de crédito para comprarle el software de Final Draft que le ayudara a dar forma a un guion, el primero de su vida. No sabía lo que tenía que hacer, pero tenía claro lo que no. «Durante veinte años leí más de diez mil guiones, y la mayoría de ellos no eran muy buenos, así que con no hacer todas las cosas que me molestaban como actor, probablemente no saliera del todo mal».

Y no lo hizo.  

Fracaso subtítulo uno

Sheridan no es el primero ni será último en abandonar la interpretación para refugiarse en la escritura. Pero sí uno de los únicos que lograron que su primer borrador llegara a los cines a manos de un cineasta en auge y con protagonistas estelares. Claro que soñaba con algo así —como se fantasea con ganar la lotería o con sacar cuatro seises al lanzar cuatro dados— pero racionalmente, no calibró Sicario más allá que como una «carta de presentación» de lo que podría hacer. No una película. Así fue, en cierto modo. «Por muy ambicioso que fuera, no pensé que nadie pudiera comprarlo, por eso me sentí libre de probar lo que quisiera». Probó a contar las guerra contra el narcotráfico con una óptica incómoda.

Lo dejó en un cajón y empezó otro. De nuevo optó por escribir sobre lo que sabía, consciente de sus limitaciones. Sheridan no creció labrándose una nutrida cultura cinematográfica, sino viendo una y otra vez las mismas películas. Diez, veinte, treinta veces. En el rancho de Texas donde se crio no tenían televisión por cable, así que esos quince VHS (en su mayoría, cintas de Clint Eastwood y éxitos de los sesenta y setenta) suponían todo su universo. Una limitación sería determinante más adelante. Por la forzosa repetición, aprendió a diseccionar sus escenas, a deconstruir las películas.

Tras Sicario, escribió en tres semanas Comanchería (Hell or High Water, rebautizada después), basado en lo que le desangraba las pupilas cuando regresaba al Sur. Un paisaje tapiado y abandonado gracias a las prácticas bancarias predatorias. Fracasos generacionales y vidas sin propósito. Sequía, incendios. La misma desolación que hizo perder a los Sheridan todo lo que tenían a principios de los noventa. En Archer City, la ciudad de Larry McMurtry, contempló ese paisaje devastado que siguió a la crisis de deuda y se dijo: «Alguien debería robar este lugar».

Sobre el papel, le habían salido dos wésterns modernos y musculosos. El tercero llegó en el mismo estallido de esos seis meses, antes de saber siquiera si podría hacer algo con ninguno de ellos. Esta vez no se trataba de un horizonte abrasado por el sol, sino por el frío: Wind River. Hizo acopio de sus experiencias como veinteañero en diferentes reservas de nativos americanos, y las tecleó. Era, oficialmente, un actor en paro con tres guiones originales y cero películas.

Esta vez ni siquiera le dio tiempo a autocompadecerse, porque besó al santo. Apareció un productor para Comanchería. Poco después, un director: el escocés David Mackenzie. Con ese empuje, consiguió el suficiente presupuesto para un actor (Chris Pine) con buenas proyecciones de venta en el extranjero. Ben Foster y Jeff Bridges —en quienes dice que pensaba al escribir los personajes— se lanzaron a la piscina cuando comprobaron que había agua. Sucia, porque suponía una exhaustiva incursión de esa llamada «América de Trump».

Sicario (2015). Imagen: Aurum Producciones.

Simultáneamente, nadie quería acercarse a aquel puñado de páginas de Sicario. Era veneno. Demasiado oscura, demasiado ambigua moralmente. Maquinaria pesada para un debutante, una película que parecía no saber cuál era su protagonista. Durante dos años estuvo a punto de venderla, pero le forzaban a que cambiara el rol central (que interpretaría finalmente Emily Blunt) por uno masculino. Se negó con «palabras gruesas», dice. Cuando el guion recaló en poder del productor de The Thunder Road, Basil Iwanyk, supo exactamente qué hacer. Esperó a que Denis Villeneuve terminara de rodar Prisioneros y se lo mandó. El canadiense lo aceptó antes de terminar de leerlo.

En menos de un año se habían rodado las dos películas, que se estrenaron sucesivamente, en el orden original en que fueron escritas. Benicio del Toro, Josh Brolin, Bridges y Blunt se llevaron sus raciones de aplausos. La recaudación en taquilla fue más que generosa y en Rotten Tomatoes, superior al 90%. Sheridan fue nominado a mejor guion original por Comanchería, y el sindicato de guionistas de Estados Unidos premió el libreto de Sicario. Con la segunda cinta fue a los Óscar (conduciendo su propia furgoneta desde Wyoming) y ambas se presentaron en Cannes, aunque él no acudió, porque el festival no corría con los gastos de viaje ni el alojamiento del guionista. Taylor Sheridan era un actor convertido en guionista. Un guionista que quería convertirse en director.

Fracaso subtítulo dos

Conforme su nombre empezó a significar algo en la industria, la historia pública de su carrera se fue remodelando, como siempre ocurre. De la «suerte del principiante» se pasó a hablar del «ascenso meteórico» de un exactor; la elegía de un hombre que había encontrado su rumbo ya frisados los cuarenta. Que fuera travoltianamente guapo era la guinda del pastel, porque quedaba muy pintón en los photocalls. Pero todo relato de éxito omite, forzosamente, las renuncias. No solo a ser un actor mediocre o a conformarse con hacer anuncios de limpiacristales. Sheridan renunció a hacer las cosas como se suponía que tenía que hacerlas.

Prueba de ello es la magistral Wind River, su tercer guion y su primera película como director. No quiso que nadie más lo dirigiera —a pesar de que la magnitud de los nombres que se postularon era muy jugosa— aunque fueran mejores que él. La única manera en la que podría asegurarse de que el filme no alterara su esencia ni diluyera su mensaje era hacerlo él mismo. Había hecho una promesa.

Después de que un cazatalentos se lo llevara a Hollywood en sus tiernos veinte, Sheridan huyó un tiempo de Los Ángeles, asfixiado. Hizo aquello que después se amerita como «buscarse a sí mismo» pero en el momento consiste básicamente en deambular. En busca del misticismo, acabó en una reserva amerindia, embrujado por la espiritualidad nativa americana y las sweat lodges. Pero reparó en que aquello no era más que turismo cultural para californianos excéntricos, que compraban cajas de regalo full experience para un fin de semana diferente. Así que alquiló un jeep y se sumergió en lo más profundo de la ya profunda Dakota del Sur. Se instaló un tiempo en la reserva de Pine Ridge, mezclándose las tribus Arapahoe y Shoshone, experimentando en carne propia lo que supone vivir en un pedazo consignado de tierra, en una hostilidad perpetua. Su integración fue tal que los negocios aledaños a la reserva se negaban a que comprara allí, a causa de su relación con los nativos. «Fue la única vez en mi vida que experimenté algo parecido al racismo. Fui juzgado no por mi raza, sino por su raza», dijo.

A nadie le importaban una mierda las historias de aquella frontera, ni su pobreza y desempleo, ni su alta tasa de criminalidad. Mucho menos que la desaparición de mujeres fuera tan cotidiana como una tormenta. «Si tienes la oportunidad, ¿contarías alguna de esas historias?», le preguntaron las amistades que hizo allí. «Si lo haces, tienes que contar lo peor de aquí. Porque lo peor de nuestra historia no es culpa nuestra». Casi dos décadas después, Sheridan volvió con el guion a Pine Ridge, y se lo entregó a los consejos tribales Shoshone y Arapahoe. Hasta que no obtuvo su bendición, Wind River no empezó su —tortuoso— camino hacia la pantalla.

Wind River: a fight

Taylor Sheridan en el set de Wind River (2017). Fotografía: Cordon.

Por casualidad o determinación, Sheridan no se dejó poseer por el «síndrome Sarah Jessica Parker» (o el más patrio Ana García Obregón). Había escrito la película e iba a dirigirla, pero de ningún modo la protagonizaría también. Consciente de que quizá podía convertirse en un excelente director (Ben Affleck) pero el capricho de actuar en su propia cinta empañaría el resultado (Ben Affleck), renunció al papel protagonista. Tampoco le ilusionaba la perspectiva de narrar un drama amerindio a través de un protagonista blanco, pero…

… tuvo que renunciar. Para poder financiar la película de forma independiente (la tribu Tunica-Biloxi hizo una gran aportación, pero aún insuficiente) tuvo que recurrir a las ventas en el extranjero. Y así fue cómo descubrió el algoritmo de las estrellas de cine, esa ecuación que calcula lo que valen cada cual, o, en otras palabras, revela si distribuir esa película con ese actor/actriz será rentable en Alemania, Francia o China. Ningún nativo americano satisfacía esa fórmula. Adaptó la historia para que el protagonista encajara en esa rentabilidad (Jeremy Renner) y fuera un hombre con un pie en ambos mundos, el del interior de la reserva y el de fuera.

A mitad de posproducción, Sheridan se quedó sin dinero. Una bancarrota absoluta. La productora llevó la película inacabada al festival de Sundance, con la esperanza de recaudar lo que restaba para al menos darle un final digno. El aperitivo interesó al público —aunque no faltaron las críticas a por qué un drama sobre el asesinato y violación de una indígena estaba contado por un hombre blanco de Texas— y lograron el empujón financiero que necesitaban: en total, el presupuesto no superó los once millones de dólares.

En 2017 el propio Taylor Sheridan pudo asistir al festival de Cannes y ver como Wind River encontraba una distribuidora que le haría debutar como director en los cines estadounidenses. La alegría —recaudó cuarenta millones en las primeras semanas— duró unos meses. En octubre, que Weinstein Company fuera el estudio detrás de una película dejó de ser sinónimo de éxito. Sheridan encaró una ironía cruel. «No puedo contar una historia sobre la violencia contra la mujer silenciada por el perpetrador de ese mismo acto», se dijo. Quería recuperarla, la quería lejos de ese paraguas de mierda. Sintió el impulso de resolver el conflicto del modo más bravo y expeditivo: si la cinta iba a morir, la mataría él mismo, boicoteándola. Lo denunciaría públicamente, instaría a no verla, no alquilarla. Eliminaría su nombre y se la atribuiría a Alan Smithee si no lograba despojarla de esa marca tóxica; «Si insistía en mantener su nombre [Weinstein] ligado públicamente a ella, ¿cómo podía permitirle que se beneficiara de un filme que sacaba a la luz la misma atrocidad que él perpetró?».

Llamó al director de operaciones de Weinstein Company, David Glasser, con un ultimátum: «Voy a exigirle algo y usted no va a obtener nada a cambio. Y lo va a hacer porque es lo correcto». El nombre del estudio de Weinstein se eliminaría «en todos los sentidos» de la película, que dejaría de distribuirla. Además, donarían todo lo recaudado al Centro Nacional de Recursos para Mujeres Indígenas, íntegramente. Los que quedaban en la junta de la compañía terminaron por ceder a las exigencias del director (respaldado por el elenco) y liberaron Wind River de su control. «Hay una cierta justicia en el hecho de que esto fuera lo último que hizo Weinstein en la industria. Yo se lo quité, así que puede besarme el culo», dice, ufano.

What don’t you want

Wind River (2017). Imagen: Acacia Filmed Entertainment / Film 44 / Savvy Media Holdings / Thunder Road Pictures.

Epopeyas al margen, si algo demuestra la sinuosa carrera de Taylor Sheridan es la importancia de las renuncias y el reconocimiento de las propias limitaciones. Una lección que no enseñan las tazas serigrafiadas de optimismo facilón.

Esas renuncias están también en sus películas. Y son lo mejor de ellas.

Sheridan renunció a seguir algunas reglas de la narración cinematográfica. Huyó de los mantras ajenos. Fabricó unos propios —«no escribas un guion excelente, escribe la película que pagarías por ir a ver» y «jamás dejes que un personaje diga algo que la cámara no puede mostrarte»— basados, fundamentalmente, en lo que no quería hacer. Durante años, los personajes secundarios que interpretaba eran un vehículo para hacer avanzar la historia a través del diálogo, lo que él llamaba la marca «Aaron Spelling». Por eso ni Sicario ni Comanchería ni, sobre todo, Wind River tienen una palabra de más. Fuera subrayados, fuera exposición, fuera quemar minutos con diálogos simiescos. El propio Sheridan abunda aquí (ante un atónito Almodóvar) en los motivos de su alergia, de su querencia por tramas sencillas que permitan volcar todo el interés en los personajes. Cómo entrar de lleno en connotaciones sociopolíticas sin que la narración final resulte discursiva ni doctrinal. Cómo confeccionar seres cambiantes que vivan en una rica escala de grises.

De ahí sus frases afiladas como el diamante, contundentes (impagable la mala hostia bíblica de la camarera del What don’t you want ) en sólida aleación con una fotografía como la de Roger Deakins y músicos como Nick Cave y Warren Ellis. Nada en sus guiones es gratuito, ni acaso lúdico. No revela nada a menos que sea absolutamente necesario, sin rastro de posmodernidades.

Confeccionadas como una trilogía sobre la frontera americana, las tres películas dialogan entre ellas y tienen unos cimientos temáticos comunes: mantener el Estado de derecho en circunstancias imposibles, la ley del Talión, el fracaso del padre… Hay preguntas que se lanzan en una que se responden en otra, aunque en apariencia sus géneros sean dispares. Sicario es portentosa (y contiene la que probablemente sea la secuencia de tensión mejor filmada de los últimos tiempos), Comanchería un wéstern magistral y Wind River —lo decimos así, sin titubeos— es la sublimación de todos sus aciertos, de todas sus renuncias.  

Una hora y cuarenta y siete minutos que Sheridan emplea para resucitar ese revoltijo de rabia que tuvo todas las veces que un amigo le llamó diciendo que su hermana, su hija o su mujer habían desaparecido de la reserva. Para hablarnos de una realidad fronteriza, incómoda, ignorada, y hacernos sentir que habla de nostros mismos. Y de nuestra relación, como humanos, con la violencia. «Ignorarlo es ingenuo. Glorificarlo es malvado. Si lo muestras, tienes que mostrarlo tal como sucede». Renunciando a un predecible e innecesario romance entre sus protagonistas que restaría consistencia a una historia tan salvaje como delicada. Los planos largos, generando una angustia contenida. «Out here you survive or you surrender» es algo más que su lema promocional.

Wind River tiene, además, diálogos por los que matar. Con el «she was a fighter», las seis millas huyendo por la nieve o el «out here, you cannot blink, not once, not ever», Sheridan nos hace masticar un fracaso cuyo desconsuelo es insuperable. Con una elocuencia tan desolada que parece endémica, como lo son las muertes que no le importan (ni sorprenden) a nadie. A veces emerge, en toda esa crudeza, una especie de belleza dolorosa. Como en esa escena que es esperpéntica, tierna, ridícula y desgarradora —o acaso todo a la vez— en la que Martin (Gil Birmingham) trata de honrar un legado del que ya no tiene referentes, solo pintura azul.

Sheridan también renunció a algunas respuestas con Wind River. Contrató tres especialistas para determinar cuál era la cifra de mujeres indígenas asesinadas y desaparecidas de las reservas, porque las estimaciones eran mareantes. Cero: ese fue el número. El gobierno federal ni siquiera tiene estadísticas para ese grupo demográfico.

En su escena final, Sheridan fracasó al intentar condensar la tragedia en una cifra. Porque en algunos lugares, hasta a eso tienen que renunciar.

Durante el rodaje de Wind River (2017). Fotografía: Cordon.

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