Fotografía: Cordon.
Morirse es una de esas cosas insólitas que solamente suceden una vez en la vida, como alcanzar el último nivel del Tetris, encadenar una docena de semáforos seguidos en verde o conectar a ojo un pendrive con el lado correcto hacia arriba. Por lo general, una vez se ha fallecido no se dispone de una segunda oportunidad para corregir las imperfecciones de la primera, aunque, por fortuna, toda regla tiene sus excepciones. En cierta ocasión leí un artículo sobre un joven indio llamado Sandeep que, tras haber fallecido en casa de un curandero que intentaba salvarlo de la picadura de una serpiente, resucitó de un salto cuando le arrimaron el fuego con el que pretendían quemar su cadáver. Para solucionar el asunto pendiente del veneno, sin embargo, no acudió a un hospital: regresó a la casa del curandero. A las pocas horas, Sandeep volvía a estar muerto.
El caso me recordó a la historia de Nazario Moreno el Chayo, líder de los cárteles mexicanos los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana, quien falleció el 9 de diciembre de 2010 en un tiroteo producido durante una operación contra el narcotráfico, tal y como informó el portavoz del Sistema Nacional de Seguridad Pública en una pomposa rueda de prensa. Tres años y tres meses después, el 9 de marzo de 2014, la Agencia de Investigación Criminal de la Procuraduría General de la República confirmó que en la redada que se había realizado aquella misma madrugada había sido abatido, por fin, el peligroso capo de la droga Nazario Moreno. Ese que ya había muerto en 2010.
Qué despilfarro el de Sandeep y el del Chayo. Hay que ser derrochador para morir una segunda vez y hacerlo exactamente igual que la primera. Como si la resurrección estuviese de saldo. Disponer de un segundo intento y malgastarlo así es un desperdicio imperdonable. Cualquier otra persona habría aprovechado ese privilegio muriendo de otra forma. Muriendo mejor. No siendo acribillado otra vez a balazos ni en manos del mismo curandero incompetente, aunque solo fuese por probar algo distinto. A cuántos de los que han muerto debido a una torpeza o de manera absurda les habría gustado tener una oportunidad como esa. Un partido de vuelta en el que ofrecer, al menos, una mejor imagen. Esquilo, sin ir más lejos, perdió la vida cuando un buitre dejó caer una tortuga sobre su cabeza calva al confundirla con una roca contra la que romper el caparazón. El emperador Maximiliano I murió por una indigestión después de hincharse a comer melones. Apuesto a que si alguno de los dos pudiese fallecer otra vez, evitaría hacerlo del mismo modo.
Como también lo evitaría Sherwood Anderson, mentor de William Faulkner y referente literario de gigantes como John Steinbeck o Ernest Hemingway, quien llegaría a referirse a él como «el padre de mi generación de escritores». Un buen día, mientras realizaba un crucero con su esposa por el mar Caribe, Anderson comenzó a sentirse indispuesto. Sufría un fuerte dolor abdominal que se extendió a lo largo de varios días acompañado de náuseas y fiebre alta, lo que le obligó a desembarcar en la ciudad de Colón, en Panamá, para ser ingresado en el hospital. Allí se le diagnosticó una peritonitis aguda que, por desgracia, el escritor no fue capaz de superar, falleciendo al poco tiempo. Para sorpresa de todos, la causa había sido una perforación del colon provocada por un palillo de dientes que ingirió sin darse cuenta al tragarse la aceituna de un martini.
Qué bochorno. Asesinado por un mondadientes. Si bien es cierto que las muertes por la ingestión accidental de un palillo de dientes no son tan infrecuentes como cabría esperar, produciéndose tres al año de media en todo el mundo, no creo que en esta ocasión la estadística sirviese para consolar al bueno de Sherwood. Al contrario. Estoy convencido de que, en caso de disponer de una segunda oportunidad, elegiría morir bien. Morir dignamente. Tener un final acorde con su categoría. El final propio de un autor que había pertenecido y había guiado a la Generación Perdida. Como por ejemplo, ahogado en alcohol o de un disparo en la sien. Nunca por culpa de un cóctel de escasa graduación.
Algo que, a buen seguro, también habría deseado Tennessee Williams. En 1983, a los setenta y un años de edad, el autor de Un tranvía llamado deseo o La gata sobre el tejado de zinc había dejado de contar con el favor del público y sobrevivía junto a sus adicciones en una habitación del hotel Elysee, en Manhattan, todavía deprimido por la muerte de su pareja, Frank Merlo. El 25 de febrero, incapaz de sobreponerse a la fatalidad, decidió poner fin a su vida vaciando en su garganta el bote de barbitúricos que guardaba en su mesilla. Al encontrarse al día siguiente un buen número de píldoras derramadas por el suelo de su habitación, así como varias botellas de vino, todo el mundo creyó que el célebre dramaturgo había fallecido debido a una sobredosis. Sin embargo, los forenses descubrieron que la cusa de su muerte había sido en realidad la asfixia. El bote de pastillas tenía apoyado encima su propio tapón, que fue lo primero que entró en la laringe, provocando su obstrucción. Williams deseaba un final narcótico e inconsciente, pero se encontró con una muerte violenta y un tanto ridícula. Dudo mucho que él hubiese imaginado de esa forma el último acto de su vida. Protagonizado por un villano de plástico. Plaudite, amici, comedia finita est.
Hay gente, a pesar de todo, que se empeña en morir una y otra vez del mismo modo, hasta que al final comprenden que morir así no se les da bien y terminan falleciendo de cualquier manera. Es el caso del asturiano Antonio García-Monteavaro López, sargento del regimiento de húsares de Castilla durante la guerra de la Independencia y conocido entre las tropas francesas como «el Inmortal». En su afán por enfrentarse al enemigo y dar su vida por la patria, Antonio recibió en el año 1808 un balazo en Balmaseda, una estocada en Oviedo y otro balazo en Mondoñedo; en el año 1809 recibió tres estocadas en Lugo, una cuchillada en Betanzos, un balazo en el muslo en Villafranca del Bierzo y fue herido en la frente en Santiago de Compostela; en el año 1810 fue capturado en Llerena, donde fue fusilado, recibiendo tres balazos y siendo rematado de un disparo por un capitán francés; en el año 1811 recibió dos estocadas y un balazo en Fregenal de la Sierra, una estocada en La Albuera y, por último, un balazo en el pecho y una estocada en el muslo en lo que hoy en día es Sagunto. Por fin, en el año 1813, las Cortes lo condecoraron con la cruz de San Fernando, lo ascendieron a alférez y le recompensaron con una pensión mensual de quinientos reales. Fue entonces cuando se retiró. Tenía veintidós años.
Las veces que García-Monteavaro murió por su país suman más de una docena, pero de todas ellas salió airoso. Sorprende especialmente que se recompusiese sin problema tras recibir tres balazos en un fusilamiento más un tiro de gracia cuando ya estaba en el suelo, aunque el que debió de llevarse la sorpresa más grande de todas fue el capitán que ordenó que lo fusilaran cuando lo vio aparecer poco después con ganas de venganza. A diferencia de Antonio, el pobre no vivió para contarlo.
Puede que nadie en toda la historia haya dispuesto de tantas oportunidades para morir de otra manera como este militar asturiano, pero lo que es seguro es que nadie insistiría tantas veces en repetir el trámite. El destino quiso que falleciese definitivamente treinta años después, cuando probó a morir de otra forma, seguramente mucho más vulgar y anodina, en un hospital de A Coruña. Un desenlace que recuerda al de la historia del estadounidense Roy Sullivan, quien no contento con haber sufrido el impacto letal de un rayo, corrió la misma suerte otras seis veces más, para terminar suicidándose varios años más tarde.
En realidad, Sullivan aseguraba haber tenido dos encuentros más con la electricidad atmosférica. El primero, cuando se encontraba ayudando a su padre a segar el trigo en el campo siendo un niño y un rayo cayó sobre su guadaña sin hacerle daño. El segundo, cuando otro rayo golpeó el tendal de su casa mientras su mujer colgaba la ropa. Se trataba, posiblemente, de un aviso y de una despedida. Entre ambos sucesos, su cuerpo fue atravesado por un rayo hasta en siete ocasiones. Las seis últimas en apenas ocho años, entre 1969 y 1977, en varias de las cuales se hallaba desempeñando su trabajo como guardabosques en el Parque Nacional Shenandoah, en Virginia. Un par de ellas ocurrieron mientras conducía. Otra, en el patio de su casa. Una más en campo abierto y también mientras pescaba. Además de causarle daños en el estómago, el hombro, el tobillo o el pecho, lo más llamativo es que en tres de esas seis descargas le ardió todo el pelo, dejándolo calvo tres veces en apenas cuatro años. Él siempre recordaría como la más intensa la primera, no obstante, cuando tenía treinta años y se encontraba en lo alto de una torre de vigilancia. Solía relatar que el rayo, al salir de su cuerpo, le dejó un agujero en la punta del zapato. Puta vida.
Roy Sullivan y Antonio García-Monteavaro fueron dos personas a las que la muerte concedió un nuevo intento en varias ocasiones y no lo supieron aprovechar. Terminaron enfrentándose al mismo desenlace una y otra vez. Con lo difícil que es tener la oportunidad de morir varias veces y así poder ir depurando la técnica o probando distintas opciones. Me pregunto qué pensaría Houdini si supiese cómo algunos han desaprovechado su suerte, teniendo en cuenta que él falleció tontamente tras ser retado a soportar una batería de puñetazos en el estómago que, evidentemente, no fue capaz de soportar. O Isadora Duncan, cuya bufanda se enredó en las llantas de su coche hasta estrangularla. O incluso Hans Staininger, famoso por ser el hombre con la barba más larga de la historia, que falleció al pisársela un día y romperse el cuello. Quién de todos ellos no habría deseado una segunda oportunidad. Quién no habría procurado morir de una manera más decorosa.
Porque morir de forma absurda, grotesca o, directamente, estúpida, es una forma muy fastidiosa de morir. Algo que sabía de sobra Albert Camus, quien, el 3 de enero de 1960, refiriéndose a la muerte el día anterior del famoso ciclista Fausto Coppi en un accidente de tráfico —así lo publicó la prensa de la época, aunque en realidad falleció debido a la malaria—, declaró: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de coche».
Camus perdería la vida al día siguiente, 4 de enero, en un accidente de coche ocurrido en la carretera de Borgoña, cerca de Sens. No cabe duda de que el pobre habría merecido una segunda oportunidad.
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