Thursday, January 11, 2018

Jot Down Cultural Magazine: Nadie me habló de dioses ni leyes

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Nadie me habló de dioses ni leyes
Jan 11th 2018, 11:13, by Mar Padilla

Carmen de Burgos, ca. 1913. Fotografía: Mundo Gráfico, número 95 (DP).

Esta no es una historia mínima. Es la historia de una mujer asombrosa, y el ensordecedor silencio en torno a ella.

Empieza mucho tiempo atrás. Estamos en 1867, en los campos de Níjar, tierras de mar y de interior, en Almería. Allí, en Rodalquilar, se crio Carmen de Burgos, en un cortijo llamado La Unión. Un nombre exacto para un hogar singular. En ese lugar Carmen experimentó el valor de los espacios opuestos: de puertas afuera amó la luz ciega y otras certezas del aire libre, un apego que le venía de su madre, y de puertas adentro quedó hipnotizada por las voces desconocidas de los libros y periódicos amontonados en la biblioteca de su padre.

Saliendo, entrando, Carmen aprendió a correr, a leer. Recuerda husmear entre las páginas del Jornal do Comercio, un diario portugués —su padre fue cónsul de Portugal en Almería— que publicaba las rutas de transatlánticos y barcos cargueros. Así, siguiendo la línea azul que va de Lisboa a Orán, a Bahía o a Buenos Aires, descubrió las hechuras del mundo.

Prácticamente no fue a la escuela, y siguió las enseñanzas de su abuelo, bandolero en sus años jóvenes. Como ella escribió en algún sitio, en sus días de niña nadie le habló de dioses ni leyes.

La realidad, abrupta, llegó con la pubertad. Se casó con dieciséis años y tuvo cuatro hijos, de los que solo uno sobrevivió: su niña María, que tantos años después le rompería el corazón en un acto de deslealtad. Dicen que la muerte de su tercer hijo —que llegó a vivir ocho meses— la sumió en un dolor que casi acaba con ella. Pero no. De aquel sufrimiento despertó con ganas de guerra. Desatada.

Entre llantos y tareas de la casa, empezó a colaborar en Almería Cómica, una revista satírica editada por Arturo Álvarez Bustos, su marido. «En aquel periódico, para ayudar a sostener mi hogar, me vi precisada de trabajar como cajista; otras veces redactaba unas cuartillas, y así fui adquiriendo el entrenamiento periodístico», dejó dicho. En aquellos tiempos, Almería era prolija en diarios: en poco más de un siglo salieron ciento sesenta y dos publicaciones en la capital, y sesenta y ocho en los pueblos.

Ser libre. O no

Se enamoró del periodismo, pero el amor de la pareja se fue por donde había venido. Sufrió la violencia de su marido y, contra todo pronóstico, dinamitó el paisaje de resignación pintado para ella. Se decide una vez si se quiere ser libre o no, y el resto son matices, nos dice la escritora Jhumpa Lahiri desde este lado del tiempo.

Se fue a Madrid. A la gran ciudad llegó con lo puesto: un título de maestra, el carnet de socia del Ateneo —la tercera mujer después de Emilia Pardo Bazán y Blanca de los Ríos y su hija entre los brazos. Nos las imaginamos solas, cargando con su maleta, mirando las calles empedradas, negras de lluvia.

Un tío suyo vivía en la capital y se ofreció a acogerlas en su casa de la calle Echegaray. Allí, entre cortinas y sofás viejos, intentó abusar de Carmen. Al fin y al cabo solo eran una mujer y una niña de provincias, esquivando su destino en unos de esos oscuros días de noviembre. Era el año 1901.

La tumba del periodista suicida

Huyeron de nuevo, y encontraron un piso para ellas solas. La tarde del 2 de noviembre Carmen se las compuso para escaparse corriendo —entre comidas y cuidados a la pequeña— al antiguo cementerio de San Nicolás, a visitar la tumba de Mariano José de Larra.

Después de rendir sus respetos al periodista suicida ya no huyó más. No perdió el tiempo, y se adelantó a todo. Para empezar, fue la primera periodista española con un espacio propio en un periódico. Fue en 1903, en El Diario Universal, donde Sáez de Figueroa, el director, la rebautiza como Colombine. Colaboró en más de cincuenta periódicos, entre los que estaban El Heraldo de Madrid, el diario ABC o El Sol. Al principio, cuando llevaba sus primeros artículos a las redacciones le preguntaban: «¿De parte de quién trae usted el escrito, señorita?». Le dio igual. Ella siguió adelante. La profesión periodística, en la que «se ve tan claro la pequeñez de todo», dijo, fue una de sus primeras pasiones. Vendrían muchas más.

Carmen fue también la primera corresponsal de guerra española. Cubrió la guerra del Rif, en Marruecos, y la Primera Guerra Mundial. Denunció cuerpos desmembrados, heridas putrefactas, sufrimientos por nada, muertes inútiles. En uno de sus artículos, titulado «¡Guerra a la guerra!», definió a esta como «fiera monstruosa, voraz, insaciable».

Eso no fue todo. Fue la primera mujer española en reclamar, pública y sucesivamente, la igualdad de derechos de la mujer, la ley del divorcio y la derogación de la pena de muerte. Y todo esto ocurría más de dos décadas antes de la República de 1931.

En 1906 ya pedía desde las columnas de periódicos, en artículos, en tertulias y conferencias la igualdad legal entre sexos. En El Heraldo de Madrid puso en marcha una encuesta sobre el sufragio universal. El resultado fue 922 votaciones a favor y 3640 en contra. Cuando se debatió en el Congreso el voto de la mujer, un diputado gritó por los pasillos: «¡No quiero Colombines!».

Carmen clamó también, en debates, en los diarios, en la radio, por una ley del divorcio española que acabara con la condena del desamor doméstico. En El Diario Universal fundó El Club de matrimonios mal avenidos, donde recibía cartas de parejas que no se soportaban. Puso en marcha otra encuesta sobre el divorcio entre lectores, escritores y políticos, y comenzó a ser muy conocida en el país. Durante mucho tiempo la llamaron la Divorciadora.

Fue también una de las primeras en pronunciarse contra la pena de muerte. Y fue fieramente anticlerical. En uno de sus viajes a Roma, al Vaticano, escribió que los guardias suizos que vigilan la entrada al templo de San Pedro parecían «unos arlequines ridículos» y que el papa era un «maniquí» con una «mano mantecosa de angelito cebado o de francesa rubia».

El anatema de los imbéciles

Todas estas luchas —por la igualdad de la mujer, por el divorcio, contra la pena de muerte, contra la Iglesia— tan republicanas, tan adelantadas a su tiempo, le valieron «el anatema de los imbéciles», escribió Carmen. Y esos enfrentamientos le hicieron llegar a las manos al menos en una ocasión. Por ejemplo, el periódico ultraconservador El Siglo Futuro se cebó con ella de una forma especialmente dolorosa y mezquina: «No pude soportarlo y me presenté en la redacción. Pregunté por el director. Salió el redactor jefe y, como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas», explicó Carmen en una entrevista. Su lema era «arte y libertad». Y no se lo perdonaban.

Hija de la generación del 98, madre de la del 27, en 1908 pone en marcha una tertulia literaria en su casa de la calle San Bernardo, 76. Ese mismo año fundó la Revista Crítica, donde colaboraron Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez. En estos menesteres conoce a Ramón Gómez de la Serna y se enamoran. Él, discípulo predilecto de Ortega y Gasset, tenía entonces veinte años. Ella, cuarenta. Estuvieron juntos más de dos décadas. Vivieron separados en Madrid, y juntos en París, en Estoril, en Nápoles. «Sus ojos, que parecen ver, no hacen más que pensar», dijo de ella el autor madrileño.

Infatigable, Carmen de Burgos escribió más de un centenar de libros. Novelas como El anhelo, La malcasada, La mujer fantástica, Los inadaptados, Puñal de claveles —precursora de Bodas de Sangre, de Federico García Lorca, crónicas como En la guerra, Mis viajes por Europa, ensayos como La mujer en España, o El divorcio en España, biografías como Fígaro, dedicada a Mariano José de Larra, miles de artículos —sobre las desigualdades sociales, sobre la guerra, sobre cocina y moda— y fue además traductora de Tolstói, Darwin o Salgari.

Una jamona rozagante

Para De la Serna, la escritura de Carmen, «deslumbrada por las luces de la vida», tenía «una naturalidad de hierro virgen y fuerte, una naturalidad autóctona, secreta, como la naturalidad de los árboles». Pero fueron muchos los que la despreciaron, incapacitados —por los pedestres valores patrios, por pereza— de ver más allá de su rostro femenino. Carmen denunció que eran muchos los intelectuales que la consideraban una mujer «de una hermosura vulgar, atrayente, jamona rozagante, con leyenda de mujer fácil». Y nada más.

Tenía una visión muy crítica de España, por conformista, intolerante y hueca. Y esa mirada denunciaba también las servidumbres de la condición femenina. Escribió que la maternidad, destino inexorable de toda mujer en su tiempo, no tenía en realidad más objetivo que el de «convertirnos en fábricas de hombres para el trabajo y la guerra, o de mujeres para el placer… de los otros». En el entierro de su amigo y maestro Pérez Galdós —al que asistieron más de cuarenta mil madrileños—, Carmen recordó retazos de una conversación con el autor canario: «Sí, amiga mía, se canta líricamente a la madre, a la mujer del hogar, porque quieren convertir a ustedes en criadas sumisas».

A Gómez de la Serna le toca la lotería

Carmen educa a su hija María para que sea libre y tenga espíritu crítico. La joven quiere ser actriz y autora de teatro, y su madre la apoya en todo. Mientras, sigue escribiendo. Certera, Carmen dispara contra las mujeres y los hombres que, desde casa, el púlpito, en oficinas o despachos, perpetúan con su mezquindad la ignorancia y las injusticias sociales. Por ejemplo, escribió un artículo sobre la desoladora situación de los niños de la calle en Madrid, Granada y otras ciudades. Eso le valió un fulminante traslado a Toledo a ejercer de maestra, una medida de represalia del Ministerio de Educación. Allí aprovechó el tiempo y disparó de nuevo: investigó el tráfico de obras de arte religiosas por miembros de la Iglesia de la ciudad. Tampoco se lo perdonaron. A partir de esos reportajes escribió Los anticuarios, una novela que narra el expolio de antigüedades y las malas artes en su venta. Tiempo después de publicar el libro, Colombine describe el encuentro en México con un señor que le explicó lo siguiente: «Le debo a usted mi fortuna. Leí su novela Los anticuarios e inmediatamente compré todos los ejemplares que había en México, para que nadie se enterara de lo que se descubría allí. He aplicado a mi comercio de antigüedades todos los trucos y habilidades que cuenta usted en su novela, y me he hecho rico».

Los viajes fueron su salvación. Frente a la inquina española escogió la gentileza portuguesa. Lusófona de corazón, por un corto periodo de tiempo hizo realidad uno de sus sueños: tener una casa en Estoril, y pasar allí los días y las noches con Gómez de la Serna. El azar les echó una mano: al autor madrileño le tocó el segundo premio de la lotería. En el viaje a Madrid para cobrar el dinero de su buena fortuna y poder pagar las obras de la casa, De la Serna se cosió los números premiados en el hombro de la camisa.

Los sueños se esfuman pronto, y la hermosa casa de Estoril —llamada El Ventanal, desde donde veían pasar los barcos cargueros que imaginaba Carmen en su niñez— resultó una ruina que se llevó todos sus ahorros por delante. En 1926 vendieron la propiedad y volvieron a soñar un nuevo destino: en uno de sus viajes se enamoraron de la luz carnal de Nápoles, y allí compraron un palacete. Al poco, se convirtió también en un hogar inviable.

Entre idas y venidas, entre viajes y escrituras, Carmen preside la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas, y organiza la Cruzada de las Mujeres Españolas. Pusieron en marcha la primera manifestación para pedir el sufragio universal, y fueron hasta las Cortes a presentar su demanda de igualdad de derechos civiles y políticos.

Estocada mortal

Imparable, en 1927 recorre América. Da conferencias, presenta libros y recibe homenajes, pero su objetivo es encontrarse con su hija María, ya casada. Se vieron en Santiago de Chile, donde se estrenó una comedia titulada Mi pobre muñeca, escrita por María y dedicada a Carmen.

Al poco, su hija se separa y regresa a casa de su madre en Madrid. Está perdida, es cocainómana. A finales de 1929 Ramón dirigió la obra Los medios seres, en la que participó María. Ramón y María tuvieron un affaire que duró veinticinco días. Carmen sufrió una estocada mortal por parte de las dos personas que más había querido y cuidado en su vida.

Tiempo después, Gómez de la Serna escribió: «Habían de pasar muchos años sobre ese gran premio que fue para mí encontrar una mujer bella, noble y con talento, hasta que Los medios seres vinieron a ser su desenlace y me dejaron a mí mismo convertido en medio ser».

Una tarde de octubre de 1932 Carmen muere en un acto público en el Círculo Radical Socialista, mientras hablaba de educación sexual. Dijo: «Muero contenta, porque muero republicana».

Al acabar la Guerra Civil, siete años después de su muerte, Carmen siguió abriendo camino: fue la primera mujer —una vez más, como en tantas cosas— de la lista de autores prohibidos por decreto. Sus libros no podían ser servidos en las bibliotecas, ni ser vendidos en librerías o ser reeditados. Una eficaz labor de destrucción.

Pero no todo está perdido. Queda la perseverancia de Concepción Núñez Rey, autora de Carmen de Burgos. Colombine. En la edad de plata de la literatura española, o la de Federico Utrera, con su Memoria de Colombine, la primera periodista. Ellos y algunos más llevan años rescatando de su sepultura el espíritu libre de Carmen.

De paseo, un atardecer helado de diciembre, nos asombra el dato de que el gigantesco cementerio de la Almudena alberga a más de cinco millones de muertos. Pero buscamos otra cosa. La encontramos al otro lado, cruzando la avenida de Daroca. Entramos en un pequeño camposanto. Es el antiguo cementerio civil de Madrid, donde eligió ser enterrada Carmen de Burgos. Mientras intentamos encontrar su tumba, nos topamos con las lápidas de Pío Baroja o Dolores Ibárruri, la Pasionaria. El sol se va, y llegan las sombras: allí los dejamos, entre luces negras y tierras de interior.

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