Civiles chinos enterrados vivos por los soldados japoneses en Nankín.
Las imágenes de los crímenes contra la humanidad en la Segunda Guerra Mundial suelen ir ligadas al Tercer Reich y al Holocausto. En el frente del Pacífico, las atrocidades que cometió Japón han quedado a la sombra del terrible punto y final que fueron las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Pero en Asia también se produjeron casos de horror extremo contra los civiles con decenas de miles de muertos. Del más terrible de estos casos se conmemora ahora el 80 aniversario. Fue el asalto a la ciudad china de Nankín, comenzó el 13 de diciembre de 1937 y se extendió a lo largo de ocho semanas de auténtico sufrimiento para sus habitantes.
En Europa se considera que la Segunda Guerra Mundial empezó el 1 de septiembre de 1939 con las tropas alemanas invadiendo Polonia, mientras que el frente del Pacífico solo se empieza a tener en consideración con el ataque a Pearl Harbor de diciembre del 41. Pero, como dice el historiador Max Hastings en su obra Némesis, no hubo una única contienda mundial entre 1939 y 1945, sino dos. La que se desarrolló en el Viejo Continente y otra en Asia. Cuando los Panzer cruzaron la frontera polaca, China y Japón ya llevaban dos años combatiendo en la denominada segunda guerra sino-japonesa. En el verano de 1937, una serie de escaramuzas llevaron a una escalada que derivó en una situación de conflicto abierto que duraría hasta 1945, y dejaría en torno a trece millones de muertos en el frente chino.
Por lo tanto, con el ataque a Pearl Harbor de 1941, la segunda guerra sino-japonesa quedó enmarcada en la contienda mundial. Pero la lucha en Asia ya había ofrecido su cara más siniestra, precisamente, con acontecimientos como la masacre de Nankín o violación de Nankín, término con el que ha pasado a la memoria china. El asalto japonés causó entre cincuenta mil y trescientos mil muertos, en su mayoría civiles. Además, los invasores fueron mucho más allá de masacrar, y también dejaron un rastro de ochenta mil mujeres violadas, según la mayoría de historiadores que lo han analizado. En cualquier caso, se trata del peor crimen de guerra cometido durante la invasión de China. Además, estas atrocidades rompen con algunos tópicos románticos del carácter de guerreros honorables que tienen los japoneses, representados en especial por los samuráis y el código del Bushido.
Asimismo, al analizar en profundidad la invasión de China también se rompen otros lugares comunes sobre Japón. Este país se relaciona con conceptos como una alta capacidad organizativa y respeto a la jerarquía. Volviendo al cuestionamiento de su cultura marcial, en los años treinta, el ejército imperial en suelo chino normalmente actuaba por su cuenta, siguiendo una agenda política propia sin hacer caso a las órdenes que llegaban desde el Gobierno en Tokio. Las autoridades civiles muchas veces se limitaban a aceptar los hechos consumados que habían realizado sus militares. Incluso había rivalidad entre las diferentes ramas de las fuerzas armadas niponas. Por ejemplo, en el ataque a Shanghái en 1937 la Marina y las fuerzas de tierra compitieron claramente por ver quién era más efectivo en el asalto a este importante puerto.
Las voces que culpan a la Casa Imperial de ser responsable directa en estas atrocidades se basan, en parte, en esta autonomía del ejército japonés. Recuerdan que el emperador Hirohito era el jefe supremo de las fuerzas armadas y creen que en su mano estaba haber detenido el avance sobre China. Hay expertos como el historiador Laurence Rees, que en su libro El holocausto asiático considera que el soberano prefirió no enfrentarse a los militares ya que gracias a ellos se mantenía en el poder. O los más críticos incluso dicen que Hirohito no dijo nada porque estaba de acuerdo con esas atrocidades.
Además de romper con los tópicos del código guerrero japonés, la masacre de Nankín también se explica por las políticas racistas que había impulsado Japón entre su población y soldados para justificar su imperialismo (algo que habían hecho todas las potencias coloniales). En ellas se presentaba a los chinos como seres inferiores, y su destino era ser gobernados por la raza nipona. También se inculcaba a los japoneses que lo más importante era morir por el emperador. Entonces, si la vida de un soldado nipón valía poco, la de un enemigo al que se veía como un ser infrahumano no merecía ninguna consideración.
El expansionismo en China no era cosa exclusiva de Japón. De hecho, para algunos historiadores como Rees es perfectamente equiparable al hambre territorial que tenían los imperios europeos en el siglo XIX (y que también se basaban en tesis racistas). Tanto japoneses como occidentales se habían fijado en el antiguo Reino del Centro para dar salida a sus aspiraciones coloniales, y se habían repartido el dominio territorial y económico de ese país.
Camino a la barbarie
Un hombre que se negó a buscar mujeres para los soldados japoneses a punto de ser decapitado. Fotografía: H. J. Timperley en The Japanese Atrocities in China (DP).
Pero el Imperio del Sol Naciente volvió a fijarse en su vecino a partir de la década de los treinta. Estas nuevas ambiciones se explican por varias razones. En primer lugar, creían que Japón no era reconocida como un igual por el resto de potencias. Luego, el país fue golpeado por la crisis económica mundial del 29; y, finalmente, en Tokio muchos veían que solo tendrían el lugar merecido en la escena internacional creando un imperio más grande en Asia y, en especial, a costa de sus vecinos chinos. Como para muchas situaciones en política, hay una cita de Churchill de 1938 adecuada para resumir la situación: «China, a medida que pasan los años, está siendo devorada por Japón como una alcachofa, hoja a hoja».
Toda esta nueva fase expansionista comenzó con el incidente de Mukden en 1931. En esa fecha, presuntamente, soldados chinos volaron el ferrocarril de Manchuria, que era gestionado por una compañía japonesa. Aquí ya se vio la comentada autonomía de los mandos nipones sobre el territorio. Entrando en detalle en este punto, las diferencias en la cúpula militar también respondían a una divergencia de concepciones sobre qué política exterior seguir. Los generales en China veían que la clave era ganar más territorios para conseguir materias primas y espacio vital para la expansión. Mientras que la facción militar en Tokio temía un posible conflicto con la URSS y prefería optar por una política defensiva para contrarrestar la amenaza roja.
Volviendo al incidente de Mukden, el atentado fue responsabilidad de los mandos del Ejército de Kwantung, esta era la denominación del poderoso contingente que protegía las adquisiciones territoriales conseguidas tras la guerra ruso-japonesa de 1905. Estos oficiales vieron satisfechas sus aspiraciones cuando se desencadenaron fuertes combates con los chinos. Finalmente, Japón se anexionó Manchuria. Una vez completada la ocupación de esta región del noreste de China, se instaló un régimen títere dirigido por Puyi, el último emperador de la dinastía Qing.
A partir de aquí y a lo largo de los siguientes años, las escaramuzas entre las fuerzas chinas y japonesas fueron constantes, aunque de baja intensidad. Los locales se solían llevar la peor parte ya que estaban desunidos para presentar una resistencia coordinada. Al frente del país estaba el también generalísimo Chiang Kai-shek, que no solo tenía que plantar cara a su agresivo vecino, sino que también tenía que lidiar con los comunistas de Mao Zedong y los señores de la guerra locales que no acataban su autoridad. Pero en ocasiones los chinos planteaban una resistencia seria, como sucedió con los enfrentamientos en Shanghái en 1932. Allí se produjo una batalla en toda regla, con siete mil muertos entre los dos bandos, y en la que Japón tuvo que utilizar sus portaaviones para lanzar ataques aéreos y así doblegar la resistencia enemiga.
La facción militar nipona partidaria de conseguir más territorio en China aprovechaba estos choques para presionar otra vez a la cúpula del Ejército y al Gobierno en Tokio con el objetivo de una escalada de las hostilidades. Mientras que las continuas agresiones militares y la consolidación del dominio en Manchuria provocaron la hostilidad internacional hacia Japón. En 1933, la Sociedad de Naciones pidió que se retirara de los territorio ocupados, lo que supuso que el Imperio nipón abandonara el organismo internacional en señal de protesta.
En 1937, y cada vez más envalentonados, los militares japoneses en China dieron una vuelta de tuerca más a sus provocaciones. El 7 de julio de ese año se produjo el incidente del Puente de Marco Polo. Un contingente nipón cruzó la frontera cerca de Beijing buscando a un compañero que había desaparecido durante unas maniobras. Acusaron a los chinos de haberlo secuestrado, lo que derivó en un enfrentamiento con las tropas de Chiang en la zona. A partir de aquí, los combates se intensificaron hasta considerarse ya una guerra con todas las letras. En estos primeros choques, los japoneses volvieron a demostrar su ventaja militar al ocupar ciudades importantes como Pekín o Tianjin.
Con una nueva guerra en toda regla con China, el emperador Hirohito no solo no detuvo al ejército, sino que accedió a las peticiones de sus generales sobre cómo lidiar con los enemigos. El 5 de agosto eliminó las leyes que contemplaban dar un buen trato a los prisioneros de guerra. Para muchos, este fue un primer paso de la responsabilidad de la Casa Imperial japonesa en los crímenes del país durante la Segunda Guerra Mundial, y en el caso de Nankín tendrá más consecuencias.
La ofensiva japonesa se extendió a Shanghái el 9 de agosto de 1937 cuando dos oficiales de la Marina imperial fueron asesinados en la ciudad. El acto fue visto como una excelente oportunidad para controlar un puerto estratégico. Además, hasta ese momento los nipones habían demostrado una clara superioridad militar. Pero en la ciudad costera el generalísimo Chiang Kai-shek ordenó una resistencia a ultranza. Como suelen hacer las partes más débiles en un conflicto, el líder chino esperaba atraer así la atención internacional para que se presionara a Japón a que se retirara de China. Shanghái ofrecía una oportunidad única para lograr este objetivo. El centro de esta metrópoli estaba bajo control directo de británicos y estadounidenses a través del Consejo Municipal de Shanghái. Los franceses, siempre con tirria hacia los anglosajones, controlaban también su sector. En total, había ciudadanos de catorce nacionalidades diferentes, por lo que una batalla allí podía atraer la atención mundial.
Los soldados chinos obedecieron a su generalísimo y el paseo militar para los japoneses se terminó en las calles de Shanghái. Allí se encontraron una batalla urbana muy dura, a la que muchos historiadores han denominado el Stalingrado del Yangtsé. Los enfrentamientos tuvieron lugar entre el 19 de agosto y el 26 de noviembre. En total, los invasores tuvieron unos diecinueve mil muertos y cerca de cien mil heridos y enfermos. Los chinos tuvieron doscientas cincuenta mil bajas. Pese a la dura resistencia que plantearon, solo consiguieron unas palabras de ánimo de Franklin D. Roosevelt durante un discurso el 5 de octubre de 1937. Por su parte, Gran Bretaña y Francia no estaban dispuestas a enemistarse con Japón en Asia teniendo problemas más graves en Europa con Alemania e Italia.
La dureza de los combates en Shanghái crispó los ánimos de las tropas japonesas. Esperaban obtener una victoria rápida ante un enemigo al que consideraban inferior por la insistencia de la propaganda imperial. La encarnizada resistencia y el elevado número de bajas incubaron un sentimiento de venganza entre las tropas invasoras y alimentaron aún más el desprecio que ya sentían por los chinos. Por su parte, las fuerzas de Chiang se retiraron de Shanghái muy desmoralizadas. Fueron hacia el interior con el objetivo de defender la que por entonces era la capital del país, Nankín.
De nuevo, hubo un choque entre la voluntad del Gobierno en Tokio y los deseos de sus mandos sobre el terreno. Estos últimos consideraban que el enemigo se había desangrado defendiendo Shanghái y era una buena ocasión para capturar una ciudad tan importante como Nankín. Pero las órdenes que venían de Japón solo les autorizaban a destruir los contingentes enemigos cercanos a la ciudad costera. Los militares halcones siguieron actuando por su cuenta avanzando hacia la capital de Chiang Kai-shek. Y otra vez más, tanto el Gobierno como el Cuartel General Imperial aceptaron la política de hechos consumados de sus tropas.
El 24 de noviembre, las autoridades niponas oficializaron la situación ordenando avanzar hacia Nankín, pero su ejército ya llevaba cinco días de marcha hacia la ciudad. El general Iwane Matsui estaba al mando de la fuerza expedicionaria a China y había presionado para obtener estas órdenes. Pese a ser partidario del avance a Nankín, sus hombres no lo respetaban, lo consideraban como muy mayor para el cargo (tenía cincuenta y nueve años) y débil de salud (padecía una tuberculosis crónica). Por este motivo, algunas unidades aún actuaron con mayor independencia y establecieron una especie de competición por ver cuál llegaba antes a Nankín. En esta alocada marcha, las tropas de Hirohito ya cometieron numerosas atrocidades contra civiles; como la de la ciudad de Suzhou, con miles de muertos y que solo empequeñecería ante la masacre que iba a venir.
El horror, desatado
Yasuhiko Asaka,1937. Fotografía: Cordon.
El 1 de diciembre, Tokio confirmó las órdenes de tomar Nankín. En ese momento volvió a planear la sombra de la responsabilidad de la familia imperial nipona en los crímenes. La fuerza expedicionaria nipona se fue preparando para el asalto, pero el general Matsui enfermó y se mostró indispuesto. El 7 de diciembre asumió el mando el príncipe Asaka Yasuhiko, tío del mismo emperador Hirohito. Este último había destinado a Asaka a la capital de China para que se redimiera por no haber prestado apoyo a su sobrino cuando accedió al trono del Crisantemo en 1926.
Para todos aquellos que culpan a la Casa Imperial de ser parte activa en los crímenes de guerra, aquí llega un momento clave. Desde el entorno del príncipe Asaka se emite la orden de matar a todos los prisioneros de guerra chinos, aunque no queda claro que él mismo la emitiera. Esta confusión se debe a que los documentos llevaban la indicación de ser destruidos, una vez leídos. Este punto se conoció por los testimonios de los militares nipones ante el Tribunal de Tokio al finalizar la guerra.
Finalmente, el asalto se produjo el 10 de diciembre. Lo protagonizaron trescientos mil soldados japoneses, y frente a ellos estaban unos ochenta y un mil defensores. La superioridad material y de preparación de los japoneses era total, y los chinos solo contaban con cuarenta y nueve mil efectivos realmente experimentados. Además, la moral de las tropas de Chiang no se había recuperado tras la derrota en Shanghái, por lo que la mayoría huyeron en desbandada ante los intensos bombardeos de la artillería y la aviación niponas.
El 13 de diciembre cesó cualquier resistencia organizada y los japoneses entraron en la ciudad desatando ocho semanas de auténtico infierno. Los asaltantes comenzaron realizando saqueos, pero la situación derivaría rápido en crímenes mucho peores. El catálogo de los horrores en Nankín comenzó con las ejecuciones masivas de prisioneros, tanto militares chinos como civiles; así creían evitar que se formase una posible resistencia partisana.
Pero rápidamente comenzaron a cometer otras atrocidades difíciles de justificar desde el punto de vista militar. Las violaciones de mujeres se contaron por decenas de miles, y solían terminar con la ejecución de la víctima de la forma más sádica y cruel posible (desde decapitaciones a penetrarla con los objetos más variados), o convirtiéndola en esclava sexual. La historiadora Iris Chang recuerda que en la cultura de guerra nipona había la creencia de que el pelo púbico de las vírgenes servía para hacer amuletos que protegían a los soldados.
Los testigos también hablan de militares japoneses obligando a punta de bayoneta a familias a cometer actos incestuosos —que solían terminar con la ejecución de todos los integrantes de la estirpe—, o a que los prisioneros mantuvieran prácticas necrofílicas con los cadáveres que poblaban las calles de la ciudad. Muchas mujeres chinas se suicidaron después de sufrir vejaciones. Además, un dato inquietante que aporta Chang en su libro: ninguna reconoció haber tenido un hijo fruto de esas violaciones.
Con cierta crueldad irónica, los mandos nipones se mostraron preocupados por la imagen de indisciplina que ofrecían sus soldados al violar a toda mujer que vieran en las calles de la ciudad. Veían un problema para consolidar la ocupación de Nankín y de otros territorios chinos. Por este motivo, decidieron establecer un sistema organizado de prostíbulos para militares. De ahí nació uno de los eufemismos de la guerra en el Pacífico, el de mujeres de confort: en realidad se trataba de miles de mujeres chinas, coreanas y de otros puntos de Asia obligadas a prestar servicios sexuales a las tropas.
Los mandos japoneses también decretaron la expulsión de los periodistas occidentales el 15 de diciembre, ya que se estaban convirtiendo en testigos molestos de esas barbaridades. Sus crónicas fueron portada de diarios como The New York Times y el Chicago Daily News. Aunque la opinión pública de los países occidentales, y en especial de Estados Unidos, condenó la brutalidad japonesa, la clase política prefirió centrarse en las tensiones en Europa ante el desafío de nazis y fascistas. Ni siquiera Washington hizo un intento serio para detener el asalto a Nankín cuando uno de sus barcos, el USS Panay, fue atacado por aviones japoneses, aparentemente por accidente.
Más allá de los periodistas, los relatos de otros extranjeros también fueron claves para dar a conocer el horror que vivió Nankín. En primer lugar, están los misioneros que pudieron quedarse durante la ocupación japonesa. Sobresalen casos como el de John Magee, quien obtuvo imágenes de las atrocidades y luego testificó en los Juicios de Tokyo (el equivalente asiático de los Juicios de Nuremberg).
También fue admirable el valor de la misionera estadounidense Minnie Vautrin. Acogió a centenares de chinos en su colegio a las afueras de la ciudad, especialmente a mujeres que huían de la voracidad sexual de los invasores. No solo se limitó a dar refugio, sino que en decenas de ocasiones tuvo valor para plantar cara a los soldados japoneses cuando estaban a punto de cometer algún tipo de abuso contra civiles. Recogió todo lo que presenció en un diario, al que se ha comparado con el de Anna Frank.
Merece un caso especial el alemán John Rabe, directivo de Siemens en China y destacado miembro del Partido Nazi. Organizó la zona de seguridad y se puso al frente del Comité Internacional que la gestionó y permitió dar refugio a doscientos mil civiles chinos. Su papel en Nankín se ha comparado con el de Oskar Schindler, aunque salvara a mucha más gente y la película que reconoce su valor, Ciudad de vida y muerte, no haya tenido la repercusión de La lista de Schindler de Spielberg.
Paseaba por la ciudad con su coche buscando a quién ayudar. Al igual que Vautrin, tampoco le temblaba el pulso a la hora de encararse a los uniformados nipones que descubría cometiendo alguna atrocidad. Utilizaba un brazalete con la esvástica para lucir su condición de jerarca nazi y tratar de intimidar a los soldados y oficiales que se encontraba perpetrando algún abuso contra civiles. Estos no se atrevían a contrariar a un alto representante de un aliado tan importante para su país.
Rabe regresó a Alemania en la primavera de 1938. Llevó abundante material que documentaba la masacre con la promesa a los chinos de que hablaría con el propio Führer para denunciar los hechos. Esperaba que Hitler influyera en el Gobierno japonés para que detuviera las atrocidades en China. Pero en el Reich no tuvo la acogida esperada. La Gestapo le «aconsejó» que dejara de difundir informaciones contrarias a un aliado clave para los intereses nazis. Curiosamente, Alemania había enviado ayuda militar a China en los años veinte y primera mitad de los treinta. Pero desde la firma del Pacto Antikomintern entre Berlín y Tokio el 25 de noviembre de 1936 las relaciones con Japón mejoraron, buscando una cooperación con vistas a un posible conflicto con la URSS.
En febrero de 1938 las matanzas ya habían descendido. Los mandos japoneses impusieron la disciplina ante las presiones que llegaban desde Tokio, que temía una posible reacción internacional si seguían las atrocidades. Matsui y el príncipe Asaka fueron llamados a la capital. El primero fue relevado del mando y volvió a la reserva, mientras que el tío del emperador fue «premiado» con un puesto en el Consejo Supremo de Guerra japonés.
La masacre de Nankín fue juzgada en el Tribunal Internacional para el Lejano Oriente. El general Matsui fue condenado a muerte, al igual que el general Hisao Tani, al mando de la 6.ª división, que fue responsable de algunas de las masacres más horrendas. Pese a estar enfermo, Matsui había firmado la orden definitiva de asaltar la ciudad. Además, el jefe de la fuerza expedicionaria no dijo nada en su testimonio que implicara al príncipe Asaka o a algún otro miembro de la familia imperial. Otros mandos militares en Nankín murieron antes de 1945 (como otro tío de Hirohito, el príncipe Kan'in, jefe del Estado Mayor del Ejército nipón entre 1931 y 1940) o se suicidaron (como Isamu Cho, ayudante de Asaka, que se quitó la vida durante la batalla de Okinawa en 1945).
Pero el proceso no estuvo exento de polémica. El príncipe Asaka se libró de aclarar su responsabilidad en la orden de masacrar a los prisioneros, ya que no tuvo que comparecer ante el tribual. La razón es la decisión del general Douglas MacArthur de evitar que los miembros de la familia imperial fueran juzgados por actos cometidos durante la guerra en Asia. La rivalidad con la URSS ya se vislumbraba en el horizonte y Japón iba a ser una pieza clave. Los estadounidenses al frente de la ocupación vieron que el emperador Hirohito y su familia eran un elemento cohesionador del país, por lo que convenía más mantenerlos que jugársela con una deriva que podía llevar al país a la órbita comunista. Pero esto también privó al país de hacer un profundo examen de conciencia sobre los crímenes en la Segunda Guerra Mundial.
Nankín y los otros crímenes demuestran que Japón ha afrontado su responsabilidad en la Segunda Guerra Mundial de una manera muy diferente a como lo hizo Alemania tras 1945. Existe consenso acerca de que los sucesivos Gobiernos germanos ya han hecho suficientes gestos de perdón, han pagado miles de millones de euros en indemnizaciones a las víctimas y han mostrado un claro arrepentimiento. Pero los vecinos de Japón no tienen esa misma percepción. Tokio ha pedido perdón, pero ha obviado el pago de reparaciones, y países como China o Corea consideran que no es suficiente. Reclaman gestos más claros, y en especial a la Casa Imperial.
Juicios de Tokio, 1946. En primera línea, en el extremo derecho, Iwane Matsui. Fotografía: Cordon.
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