Obra de Gonzalo Borondo que ilustra la portada de Un delirio. Edita: Asociación Española de Neuropsiquiatría.
No es muy habitual que un psiquiatra escriba abiertamente sobre sus propios síntomas, menos aún cuando se trata de síntomas psicóticos. Lo hizo hace unos años un psiquiatra de Liverpool, Aashish Tagore, al publicar un artículo en el que contaba su ingreso en la unidad de psiquiatría donde trabajaba. Dado su llamativo título (algo así como Salir del armario —el psiquiatra psicótico— sobre el estigma de las enfermedades mentales), podríamos pensar que se trataba de una muestra de amarillismo periodístico, pero lo cierto es que se publicó en una revista científica (1). El texto hablaba a las claras de los prejuicios asociados a las llamadas «enfermedades mentales», no solo entre los ciudadanos de a pie, sino entre los propios profesionales de la salud mental. Durante su ingreso, tanto él como los compañeros que le atendieron sintieron vergüenza. Fue entonces cuando Tagore se dio cuenta de sus propios prejuicios y decidió escribir el artículo para luchar contra el estigma y, de paso, airear un poco el armario de la psiquiatría.
Con un título más discreto, acaba de publicarse en nuestro país un testimonio igualmente valioso: Julio Fuente, un delirio (2). En él el psiquiatra madrileño, fallecido en 2014, nos cuenta justo eso, un delirio, uno entre otros, porque, en esencia, nada diferencia el suyo del de otras personas que nunca han llevado una bata blanca. Si algo muestran estos testimonios es que, en contra de lo que habitualmente se cree, quienes presentan estos síntomas no son tan diferentes, tan radicalmente otros, como nos gusta pensar, tal vez para creer que estamos a salvo de la psicosis. Tener un CI alto, como se le presupone por ejemplo al premio nobel John Forbes Nash, no te protege de las alucinaciones y los delirios. Tener formación como psicólogo o psiquiatra, y años de experiencia tratando pacientes, tampoco. Cuando lo vivieron en primera persona, ni Tagore ni Julio pudieron distinguir un pensamiento «normal» de uno psicótico. Como dice Francisco Pereña, que fue psicoanalista de Julio durante años, no deberíamos olvidar «nuestro real parentesco con nuestro hermano al que llamamos loco». El análisis del delirio que hace Pereña y sus incisivos comentarios sobre la psiquiatría completan un libro que debería ser de lectura obligada para quienes se dedican a este oficio, cuando menos, ambiguo.
Otros antes que Julio han contado la psicosis desde dentro. Lo hizo el juez Schreber, el famoso psicótico estudiado por Freud, en Sucesos memorables de un enfermo de los nervios. Y con más sutileza lo fue haciendo Robert Walser mientras se «ausentaba» en su escritura, que diría Walter Benjamin. Cuando tenía unos treinta años, el escritor suizo empezó a escribir con una letra microscópica en los márgenes de las facturas, las esquinas de los periódicos o cualquier trozo de papel en blanco que cayera en sus manos. Poco después ingresó en el psiquiátrico de Herisau, donde pasaría los últimos veinte años de su vida, y dejó de escribir (al fin y al cabo, dijo, estaba allí para estar loco, no para escribir). Décadas después de su muerte, entre sus minúsculos manuscritos (los famosos microgramas), encontraron el borrador de una novela, Der Räuber (aquí traducida como El bandido), que les llevó años descifrar. El protagonista del libro, llamado precisamente der Räuber, además de remitir al nombre propio del escritor (Robert), oía voces y tenía delirios de referencia. Walser no le habló a nadie de esa novela porque nunca tuvo intención de publicarla. Julio, en cambio, quiso dejar escrito su delirio, sus memorias del subsuelo, y trató de poner en orden su relato de forma que fuera comprensible para el lector. Durante años no lo mostró a nadie, por pudor, hasta que le diagnosticaron una enfermedad grave. Como ante la muerte no hay pudor que valga, decidió enseñar el texto a un compañero, con la esperanza de que su testimonio pudiera ayudar a otros. El escrito de Julio, dice Pereña, «es una despedida del delirio a sabiendas de que es, a su vez, una despedida de la vida».
Julio cuenta sin tapujos cómo fue fraguando su delirio, un delirio «psicoanalítico», como él decía, muy relacionado con su profesión: tras acudir a una reunión del Campo Freudiano, asociación de psicoanalistas de orientación lacaniana, y leer un texto de Jacques-Alain Miller, «sucesor oficial y yerno de Lacan», empieza a tomar cuerpo en su mente la idea de que él es en verdad el elegido para ocupar el lugar de Lacan y liderar la Escuela Europea de Psicoanálisis. Tiene la certeza de que sabe algo que los demás no saben, que él mismo todavía no sabe, pero que pronto le será revelado. Ese primer episodio culmina en su primer y efímero ingreso, ya que se aprovecha de su condición de médico para salir del hospital (al fin y al cabo, «¿cómo podría ser al mismo tiempo encarcelado el carcelero?»). Lejos de convencerle del carácter delirante de sus ideas, el ingreso sirve para echar leña a un delirio que tiene ya tintes religiosos: «el Hijo perseguido» se despierta «sujeto con unos correajes a la cruz de la cama». Sin duda, él sería el salvador de las personas que estaban ingresadas. Es más, debió de pensar, tal vez había tenido que pasar por ese trance para poder entenderlas, igual que Jesús se hizo hombre y fue crucificado para poder entender el dolor humano. Más tarde ese secreto que aún no le había sido revelado adquirirá importancia nacional: Alfonso Guerra, la Guerra del Golfo y una banda de narcotraficantes se incorporan a la trama, trama que le haría pasar las noches en vela deambulando por las calles de Madrid o el aeropuerto de Barajas. La fuga maníaca de Julio concluyó con un nuevo ingreso, esta vez de tres semanas.
Las personas que pasan por un ingreso psiquiátrico suelen vivirlo como «una injusticia, secuestro o malentendido». En su caso, se daba además la circunstancia de que siempre había estado «en el otro lado». Para él, la figura del poder, el psiquiatra de guardia, era ahora «una especie de marioneta que gesticulaba y hablaba de forma ridículamente sincopada, con un exagerado amaneramiento». Pereña critica en su texto el excesivo poder de los psiquiatras («un saber tan escaso para un poder tan excesivo»). También António Lobo Antunes, que dejó la psiquiatría para dedicarse a la literatura (o, como él dice, dejó un oficio de locos por una tarea en esencia esquizofrénica), ha dicho en alguna ocasión que el poder de los psiquiatras «es una cosa horripilante». El escritor portugués se sirvió de su experiencia profesional en novelas como Conocimiento del infierno, donde criticaba la deshumanización de algunos profesionales. Así, ante un paciente que no quería contestar ninguna pregunta relativa a su infancia, el psiquiatra opta por aumentarle la medicación «y guardarle la ropa de paso: desnudo, siempre estamos más seguros de que no se haga humo (…) Dentro de tres días estará manso como un paralítico». El poeta Leopoldo María Panero, que de ingresos psiquiátricos sabía bastante, relaciona estas prácticas abusivas con el desconocimiento: «El desconocimiento de la realidad del “otro” (del “enfermo”) va tan lejos que en lugar de apropiadamente tranquilizarlo (cosa que es siempre posible) el sujeto devenido puro objeto, pura cosa (“bestia”), es amarrado temiendo una reacción imprevisible (no humana)».
Aparte de despertarse sujeto a la cama con correas, Julio habla de otro tipo de contención: «las manifestaciones más montaraces de la locura se han doblegado bajo la camisa de fuerza química de los psicofármacos». El psiquiatra habla de los efectos adversos de la medicación psiquiátrica, pero, pese a ello, sigue sin cuestionarse las prescripciones médicas. Lo que más llama la atención de su testimonio es cómo vive internamente lo que desde fuera se considera una mejoría: «Conforme se suponía que estaba mejor, mi metamorfosis en piedra se aceleraba». Como él dice, se acostumbró a desconocerse, «dejó de saber», «desaprendió», como si el precio a pagar por su «estabilidad mental» fuese el de su propia desaparición. Más tarde, dejaría de ejercer como psiquiatra.
Pero, además de este «desdibujarse» asociado a la medicación y a los propios síntomas, el paciente corre el riesgo de caer en el más absoluto anonimato por otra razón. Buena parte de la psiquiatría actual parece olvidar que los síntomas se viven en primera persona: «El loco», escribe Pereña, «es ahora un enfermo que ha caído en el anonimato del gen o del neurotransmisor». También Lobo Antunes denuncia este cambio de la psiquiatría: «Antes la medicina tenía una enorme carga cultural; ahora se han convertido en ingenieros médicos. Es más importante la enfermedad que los enfermos». Para ser justos, también hay que decir que el problema no está solo en la psiquiatría más «biologicista». No son pocos los psicólogos que siguen paso a paso sus manuales de intervención, diseñados para tratar las fobias, el TOC o la depresión, como si se tratasen de recetas de cocina, sin tener en cuenta la biografía y circunstancias de quien tienen delante. Julio cuenta que, dirigidos por la psicóloga del hospital, se sentaban «alrededor de una mesa en estado de profunda concentración —una especie de ouija sin vaso—, intentando visualizar mentalmente un paisaje paradisíaco y comunicarlo al resto de la concurrencia». Teniendo en cuenta que esa «intervención terapéutica» chocaba frontalmente con el resto de medidas y con la realidad más inmediata de los pacientes, no es de extrañar que esas sesiones acabaran «como el rosario de la aurora».
Con todo, el hecho de que un libro como este, muy crítico con la psiquiatría, se haya distribuido de forma gratuita a los socios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) y que cada vez más profesionales se manifiesten en contra de las medidas coercitivas en salud mental hace pensar que no todo está perdido. Psicólogos y psiquiatras están en una posición privilegiada para ayudar a quienes están sufriendo, pero, para poder hacerlo, además de acabar con las prácticas abusivas, urge repensar la clínica. Los profesionales de la salud mental no son «policías de la mente» (o no deberían serlo). El personaje de Lobo Antunes se negaba a contestar las preguntas del psiquiatra porque no quería que le convirtieran en otra persona (o, más bien, que le convirtieran en nadie): «Quieren cambiarme la infancia, pensó, volverla aséptica, despoblada, inhabitable. Quieren robarme los bibelots del pasado, la comunión solemne, la primera masturbación, los cigarrillos Três Vintes clandestinos de las vacaciones, transformar mi vida en una habitación de hotel impersonal y fea…». Básicamente, todas las medidas terapéuticas deberían estar orientadas a evitar que la vida de estas personas se transforme en una habitación anónima y vacía. Eso sí, siendo realistas, con cada vez menos tiempo para dedicar a los pacientes, va a ser difícil cambiar las cosas mientras los gestores de los sistemas de salud sigan pensando que el pararse a escuchar o dialogar con ellos es un lujo que no podemos permitirnos.
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(1) «Personal experience: Coming out -the psychotic psychiatrist- an account of the stigmatising experience of psychiatric illness». Aashish Tagore. The Psychiatric Bulletin (2014); 38(4): 185-188.
(2) Julio Fuente, un delirio. Asociación Española de Neuropsiquiatría (2017).
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