Complejo de la Maré, Río de Janeiro, 2014. Fotografía: Ricardo Moraes / Cordon.
Hoy todo parece ser narco. De la fascinación por los mundos prohibidos del crimen organizado nacen, crecen y se multiplican libros, series y películas que retratan, básicamente, historia contemporánea. Más que una apócope, narco ya es un prefijo. Y si hay narcotráfico, narcoguerra, narcoestado, narcocultura, ¿cómo no iba a haber narcofútbol? Desde hace mucho el deporte más popular del mundo atrae a la cara B del capitalismo como pantalla para oscuras actividades, y desde ese ámbito se repiten los casos de traficantes metidos a empresarios futbolísticos o negociantes que se arriman al dinero sucio de quien lo quiere limpiar. Y ahí encontramos a Latinoamérica, génesis —en el sentido más ancho de la palabra— del narcotráfico, patria pionera de los negociados del fútbol moderno y, por encima de todo, paraíso de la pasión y el folclore que arrastra el deporte. En ese apetitoso cóctel, cada país ha seguido su idiosincrasia, como veremos en cinco fogonazos en ciudades donde la droga ligó con el fútbol, sin un patrón fijo, pero con un denominador común. En las favelas de Río, la Argentina y el México de hoy o la Colombia de los ochenta, penetra por las rendijas invisibles de la sociedad y en el fútbol se fortalece por su factor emocional, en una escena que ya conocemos: mientras el narco opera, millones de personas miran para otro lado con tal de que sus equipos ganen o simplemente su existencia mejore con solo ver un balón rodar.
1 Medellín: Las pachangas de La Catedral
Imagen: Relajaelcoco.
«Bueno, muchachos, aquí los partidos duran tres o cuatro horas, y sin descanso», dice Pablo Escobar sobre la cancha. «Solo hay dos cambios y si se empata, se define por penaltis», añade. Así lo cuenta su hermano Roberto en su libro biográfico, publicado lustros antes de que el Patrón se convirtiese en producto de entretenimiento transnacional. Cabe guardar cierta reserva sobre la exactitud de los diálogos, pero la narración sobre uno de los partidos que se jugaban en la prisión de La Catedral en 1991 es deliciosa: «En los primeros cincuenta minutos nos metieron tres goles. A la hora y media el partido ya estaba empatado. Tréllez nos metió el cuarto y Leonel el quinto. Faltando una media hora para terminar, empatamos. Mi hermano se hizo un golazo desde fuera de las 18» (yardas, desde fuera del área). Y así, con 5-5, se llegó al desempate: «Creo que aquí fue donde René nos ayudó, porque erró el penalti y se dejó meter el de mi hermano, que se lo envió fuerte al puro centro del arco. "Esto no lo ataja nadie", dijo Pablo antes de tomar impulso». Como para discutirle.
Pongámonos en situación: del lado de «ellos», como dice Escobar, jugaban el portero (y amigo de la familia) René Higuita, encabezando una alineación de lujo del laureado Atlético Nacional: Leonel Álvarez (que, como René Higuita, enseguida recalaría en el Valladolid), el malogrado Andrés Escobar (sin relación con Pablo, y asesinado en circunstancias nunca aclaradas del todo después del Mundial 94, donde marcó el gol en propia meta que condenó a Colombia), Barrabás Gómez, Chonto Herrera y John Jairo Tréllez. Del otro lado, un all stars del cártel de Medellín: Pablo Escobar, diestro pero tirado a la izquierda, un extremo a pierna cambiada. Jugaba, regateaba, disparaba sin pensar, al modo del clásico gordito hábil de barrio. Detrás, una medular de quitar el hipo, formada por sus sicarios: Popeye, Angelito, Misil y Mugre. Formaba en la defensa el propio Roberto «Osito» Escobar, por delante de un portero de garantías: era uno de los guardias de La Catedral.
Aunque lo parezca por el nombre, La Catedral no era Wembley, tampoco San Mamés. Y aunque oficialmente fuese una prisión, en realidad era más bien una finca con alambrado en derredor, una cárcel de cartón piedra adonde se hizo llevar Pablo Escobar junto a su gente en 1991, cuando consiguió garantizar que no se le extraditara a Estados Unidos, y en el momento en que se multiplicaban los frentes de sus guerras (contra el cártel de Cali, contra el Estado y, como enseguida se comprobó, contra gente de su confianza). Así que siguió un plan por orden de importancia: compró un terreno, adecuó el recinto a sus necesidades —suites en vez de celdas, lujos en vez de rejas, una Virgen de las Mercedes, un telescopio para controlar quién sabe qué— y, cuando tuvo todo eso, montó un campo de tierra y se puso a jugar al fútbol con estrellas.
Las pachangas eran la continuación lógica de una vida siempre relacionada con el deporte. En los años previos al estallido de la narcoguerra, cuando construía e inauguraba a bombo y platillo canchas en los barrios carentes de Medellín; en el cénit de su imperio, con su decisiva influencia —o la de su dinero caliente— en el Atlético Nacional, construyendo un equipazo comandado por Pacho Maturana, con la columna vertebral Higuita-Escobar-Leonel Álvarez-Palomo Usuriaga, y que llegó a ganar la Copa Libertadores (equivalente a la Copa de Europa) en 1989, eso sí, con los rivales escoltados por tanques y sospechas de influencia sobre los árbitros. De hecho, ese año murió asesinado el colegiado Álvaro Ortega, crimen atribuido a sicarios de Escobar. El Patrón era un loquito del fútbol, pero entendía los colores con la rareza de un daltónico. Su mediático sicario Popeye lo llegó a equiparar a una sandía: «Pablo era verde fuera y rojo por dentro». Eso quiere decir que era hincha de Independiente de Medellín (de rojo) pero el club donde se metió de lleno fue Atlético Nacional (verde).
Y además de tocar el cielo con el fútbol de élite, al Patrón le quedaban sus pachangas. Las había jugado en la Hacienda Nápoles y las repetía, por qué no, en su cárcel privada. En una entrevista en 2012, el exjugador de Independiente Óscar Pareja contó su experiencia una tarde en La Catedral con el otro equipo de Medellín. Pareja aseguró que la gente del cártel los trató muy bien, pero en un lance el mismísimo Pablo Escobar le dijo al defensa Carlos Álvarez: «No me pegues patadas o te quedas aquí con nosotros». El alambre. La fina línea entre la tragedia y la comedia. El puro chiste que parece el fútbol en medio de la guerra si no se tienen en cuenta los muertos.
2 Cali: La lista Clinton apaga la Mechita
Imagen: Relajaelcoco.
A finales de noviembre de 2016, América de Cali, uno de los grandes clubs de Colombia, volvió a primera división tras cinco años. Los jugadores festejaron, la hinchada miró para arriba tratando de explicar cómo habían llegado hasta ahí.
Unos meses antes, en enero de 2016, una pancarta se desplegó en un estadio de Miami: «Muchas gracias, don Miguel Rodríguez», grandes letras negras sobre tela blanca. Don Miguel es Rodríguez Orejuela, uno de los hermanos responsables del cártel de Cali. Y el escenario y contendientes no podían ser más significativos: la Mechita, como se conoce al América, se enfrentaba a Nacional de Medellín en un estadio de Miami, en la misma Florida donde está encerrado desde hace once años el destinatario de la pancarta, que lanzaba un múltiple desafío: a Estados Unidos, incapaces de entender cómo alguien mandaba un mensaje de apoyo a un criminal confeso; a Colombia, atónita por una imagen tan explícita como una pesadilla rediviva; y al propio América, club controlado durante décadas por Orejuela. El Señor, como se le conoce, purga pena de treinta años junto a su hermano Gilberto tras haber confesado la importación a Estados Unidos de doscientas mil toneladas de cocaína entre 1990 y 2002, casi nada. Y eso sin tocar los blancos ochenta, cuando eran responsables, según estimaciones de la DEA, de traficar con el ochenta por ciento de la cocaína que llegaba a Estados Unidos. Fue justo cuando América de Cali se hizo grande: campeón colombiano cinco años consecutivos, entre 1982 y 1986, y jugó la final de la Copa Libertadores en tres ocasiones también consecutivas, entre el 85 y el 87. En los noventa llegarían otros tres torneos y en el nuevo siglo, aún otros cuatro.
Pero cuando al capo Orejuela le cayó la primera condena en Colombia, el América siguió la azarosa suerte de su mecenas: en 1996 —año en que llegó de nuevo, y la perdió, a la final de la Copa Libertadores— la Oficina de Control de Bienes Extranjeros de Estados Unidos incluyó al club en la llamada Lista Clinton, que inmoviliza bienes de entidades relacionadas con el narcotráfico, las castiga con embargos, congela cuentas y bloquea transacciones: una cárcel financiera para combatir el lavado de dinero. El castigo fue haciendo mella año a año en el club, especialmente cuando se quedó sin poder fichar y sin patrocinadores. Seguía en la élite, pero su futuro era negro. La realidad le dio el bofetón final en 2011, cuando el América se precipitó al descenso después de seis décadas en primera. En 2013, con el club limpio, Estados Unidos lo sacó de la lista Clinton, en un acto festivo, con embajador norteamericano incluido. Y solo ahora ascendió, de ahí las miradas al cielo y los festejos.
Pero cualquiera dirá: ¿y cómo es que no ganó la Libertadores teniendo dinero y poder de intimidación a su alcance? Una de dos, o se infravalora el fútbol o se sobreestima la mano humana en el deporte, por más que esta sea enorme y cruel. Quizás así se entienda que el hijo de Miguel Orejuela, William, que manejó el América durante muchos años, haya dicho que ya no le gusta el fútbol. Según dijo, ahora, tras pasar por las cárceles norteamericanas, es aficionado al fútbol americano.
3 Río de Janeiro: Maracaná en la favela
Imagen: Relajaelcoco.
Un sábado de noviembre de 2016 una fundación europea intentaba hacer un evento de formación deportiva infantil en el complejo de la Maré, uno de los más grandes y peligrosos de Río de Janeiro. Como en otras ocasiones, habían conseguido negociar con las bandas de narcotraficantes, con un vecino notable como mediador, para que durante unas horas cesasen los tiroteos entre facciones para poder desarrollar el acto. Como ocurre en otras favelas, en la lucha por un territorio un grupo se aposta en los tejados de una calle, el rival en los de enfrente, y se fríen a tiros. En la Maré esa línea de fuego, que llaman «Franja de Gaza», queda justo junto al campo de fútbol. Y ese día no se pudieron contener en la rutina de tiros durante horas, como pudimos comprobar in situ. Había sido una semana dura en Río, con quince muertos en varias operaciones policiales, incluido un helicóptero patrulla caído sobre Ciudad de Dios. Son escenas de una guerra que nunca se acaba, aunque lo parezca, y que ha marcado la cotidianeidad de las favelas, en la que se incluye el fútbol, unido a los barrios humildes mucho antes que la llegada del narcotráfico.
En Río, en Brasil, no existen cárteles como en otros países latinoamericanos, sino grupos atomizados que dominan territorios ejerciendo un poder paralelo al Estado, tan lejano, tan desconocido. Esos territorios se llaman favelas, y en algunas de ellas hoy la realidad se reduce a las frases tristemente redondas de algunos de sus habitantes: «Si preguntas a un adolescente de aquí lo que sueña ser, te dirá: futbolista, sambista o jefe del narcótrafico». Así se lo decía Anderson Nascimento a la periodista de Al Jazeera Flora Charner en 2014, que en un reportaje dejó al descubierto las flexibles y dolorosas distancias que hay dentro de la misma ciudad. Aquel año se jugó el Mundial de fútbol en el estadio Maracaná y se criticó que el precio de las entradas convirtiese el deporte más popular en una festichola de élite, fuera del alcance de gente como Anderson.
En la favela de Vila Aliança, a unos kilómetros de Maracaná, se disputaba durante aquel Mundial una liga de fútbol de barrio. En ella destacaba el equipo del jefe local del narcotráfico. Cuando jugaban, los partidos se convertían en un escenario de película surrealista: once contra once en un campo, y alrededor de él, niños descalzos y armas largas en el mismo metro cuadrado, cervezas y bolsas de drogas al lado, en las mismas mesas de plástico de bar, samba y funk en los bafles y carne en la parrilla. Cada vez que el equipo marcaba un gol, una ráfaga de tiros de fusil al aire desde el cobertizo frente al campo donde el jefe narco festejaba con sus amigos, un palco presidencial sui generis. Los hinchas del barrio, como si nada. El éxito del equipo de los meninos, al fin y al cabo, era el éxito del barrio, pues gracias a ellos, que organizaban todo, la liga cobraba fama en la región. No era casualidad, allí había dinero: los equipos, que vestían relucientes réplicas oficiales de clubs y selecciones, pagaban una inscripción de trescientos dólares más un extra para pagar a árbitros semiprofesionales. Y quien ganaba se llevaba un premio de quince mil dólares entre vítores del público. No era el Mundial, pero no hacía falta: tenían su Maracaná en casa.
4 Ciudad Juárez: El fútbol como bálsamo
Imagen: Relajaelcoco.
Desde hace años se suceden las noticias que vinculan al fútbol mexicano con el narcotráfico, con acusaciones a ciertos empresarios futbolísticos de tener línea directa con cárteles colombianos —en los primeros 2000 así lo probó la fiscalía colombiana— y con los centroamericanos —el salvadoreño cártel de Texis, proveedor de los Zetas, el Sinaloa y el Golfo, se infiltró en el fútbol a través de su líder, el Chepe Diablo, dueño del club Metapán—. Más recientemente la prensa mexicana reveló vinculaciones del cártel de Juárez con clubs europeos a través de intermediarios. Ante todo ello, la misma reacción cansina: ninguna sorpresa.
Por eso, en la pasividad habitual, nadie levantó una ceja cuando en plena eclosión de la violencia en Ciudad Juárez apareció un hombre muerto relacionado con el fútbol. Nadie salvo un periodista estadounidense, que se fijó en la muerte de un asistente técnico del equipo de la ciudad con peor fama de México. Era 2009 y morían tres mil personas al año en Juárez, golpeada por la violencia como ninguna desde la guerra al narco proclamada por Rafael Calderón tres años antes. Ese periodista, Robert Andrew Powell, escribió un libro —This Love Is Not for Cowards— que radiografía aquellos años a través del equipo de la ciudad, los Indios, que tuvieron su momento de efímero esplendor durante el trienio negro de Juárez, bajo el control de un empresario residente del otro lado de la frontera, en El Paso, Texas.
Según cuenta Powell, el estadio —cómo no, llamado Benito Juárez— era un oasis de color, pasión y cerveza al aire durante dos horas cada quince días, un bálsamo amnésico para olvidar la realidad circundante. Pero el empresario terminó dejando deudas, escurriendo el bulto y dejando a los Indios al borde de la desaparición. Terminó el idilio del fútbol en la ciudad de los feminicidios, de los cadáveres colgando de los puentes, justo cuando el delirio de sangre en Juárez empezaba a remitir. En 2011 fue desafiliado del fútbol profesional mexicano. Lo curioso es que cuatro años después, con la ciudad mucho más tranquila, la ilusión por el fútbol volvió a resurgir con otro nombre. Se fundó el Juárez FC, los Bravos, enseguida convertidos en animadores de la segunda división.
Ahora el Juárez (el estadio y el club) vuelve a dar alegrías y pasión y cerveza al aire, pero como en una maldición, la ciudad ha regresado a la violencia descarnada y el fútbol sirve de interludio quincenal para el partido real que se libra en las calles, con la guerra interminable entre el cártel de Sinaloa y el de Juárez, otra vez con asesinatos diarios y las tropas del ejército patrullando de nuevo. En el futuro inmediato emergen los retos que plantea la presidencia de Donald Trump, el control del narcotráfico y el nivel de violencia. Pero lo único que parece dar árnica a Juárez, la Santa Teresa de Bolaño, sigue siendo el fútbol.
5 Rosario: Los Monos son los amos
Imagen: Relajaelcoco.
A inicios de 2016, un hombre llamado Ramón Machuca, Monchi, era entrevistado en televisión luciendo una barba postiza de carnaval, gorra y gafas de sol. El periodista le preguntaba sobre la vinculación del narcotráfico con el fútbol de la ciudad de Rosario, y Monchi contestaba sin elevar la voz, dueño de la situación, pero bajo esa grotesca imagen porque era líder de los Monos, el mayor grupo narco de Argentina, y porque era prófugo de la justicia. «¿Tiene una parte de los derechos de Ángel Correa?». «No, que me traigan algo firmado y lo demuestren. Lo que pasa es que tengo una amistad de siempre con el pibe». El caso de Correa, hoy en el Atlético de Madrid, fue el aviso definitivo de que, hubiese o no hubiese conexión, el fútbol y el narco se acercaban para bailar peligrosamente en la tercera ciudad más grande de Argentina. Por si fuera poco, en esa entrevista Machuca también dijo que era amigo de Banega y de Matías Messi, hermano del jugador del Barcelona: «Es que Rosario es chico». Pero lo preocupante no son las amistades de la noche y la farándula, sino el poder generado en los últimos años a una escala mucho mayor.
Los Monos son un clan que suena conocido en las historias familiares de narcos, con una matriarca (la Cele) en el altar edípico de tres hermanos, uno de ellos de crianza (el propio Monchi, ya preso) y dos de sangre: Ariel, también en la cárcel, y Claudio, asesinado. La muerte de este último, apodado Pájaro, desató la mayor guerra narco en Rosario y ayudó a despertar a las autoridades cuando vieron el calado de su figura: en el estadio de Rosario Central apareció una pancarta recordándolo («Pájaro Cantero presente»), y el barrio La Granada amaneció con un grafiti gigante con su cara, justo encima de un campo de fútbol que él mandó construir para los pibes de la humilde barriada. Historia repetida. Con líderes narcos en las paredes, a la altura de Messi y el Che Guevara, Rosario asiste con una dinámica clásica al ascenso del narco (tolerancia, resignación, una mirada al reloj y así son nuestros tiempos, qué se le va a hacer) y su inoculación en cada estrato de la sociedad. Por supuesto, también en el fútbol.
Argentina está lejos de ser México o Colombia en cuanto a institucionalización de bandas criminales o violencia extrema, pero el caso de Rosario ha llamado la atención sobre lo fácil que es caer en una espiral de sangre (más de quinientos muertos en tres años, cifras desconocidas en el país) y lo sencillo que es conectar fútbol y narcotráfico. Según estimaciones de la prensa local, los Monos llegaron a generar medio millón de dólares al mes en sus «búnkeres», puntos de venta de drogas. De ahí que «montasen una estructura que incluía la compra de bienes registrables, inmuebles, vehículos y derechos económicos sobre jugadores de fútbol a nombres de terceros». Así lo explicó la Unidad de Investigación Financiera argentina, que demandó a los hermanos detenidos y a otras veinte personas. Hoy esperan aún la fase oral del juicio. Entre ellos está Francisco Lapiana, un autodenominado «cazatalentos» que puso en el mercado, sí, a Banega y Correa. Lapiana, según el juez, era el encargado de «incorporar al circuito legal el dinero de los Monos». Lo que llamamos lavar dinero, vaya, siguiendo la lógica de la rueda del narco, que necesita meter dinero en negocios de alto flujo de caja para disimular sus ganancias.
O sea: hola, fútbol; adiós, fútbol.
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