Fotografía: Alan Weir (CC).
No podían robar al cadáver, pero sí el cadáver. Bueno, permitido no estaba nada, pero solo lo primero acarreaba pena de cárcel. Y contaban con la excusa de hacerlo en nombre de la ciencia. Mentira, claro, era en el suyo propio; el desarrollo de la floreciente escuela de medicina era un efecto colateral. La cantidad de cuerpos que estudiantes y profesores universitarios precisaban no se satisfacía solo con los condenados a muerte. Y donde hay demanda, hay negocio, sin importar momento histórico ni tipo de mercancía.
Las bandas de ladrones de cuerpos proliferaban. Era una forma rápida y poco perseguida de superar ampliamente los ingresos de un obrero, sin otra aptitud requerida que andar escaso de escrúpulos. Pronto surgieron medidas defensivas, como las mortsafe. También, obviamente, de pago. Las celdas de hierro emergían del suelo del cementerio para proteger a los difuntos, que quedaban cercados a la intemperie hasta que la putrefacción los inutilizaba para la disección. El problema es que Edimburgo siempre ha sido igual de gélida, y algunos cadáveres se conservaban en las jaulas durante meses, con el consiguiente dispendio para sus parientes. El coste de preservar a hombres adultos era elevado, pero niños y mujeres (no digamos ya embarazadas), como piezas preciadas que eran en las aulas, incrementaban la tarifa. La alternativa era un mausoleo, igual o más gravoso que las celdas. Como resultado, las familias menos pudientes soportaban doble carga: luto y guardias nocturnas para que nadie se llevase a sus muertos.
Los profanadores sofisticaron sus métodos extractivos y, al igual que en tantos otros mercados posteriores, la competencia se tornó en salvajismo. Para qué esperar a que la gente se muera si podemos matarlos nosotros, pensaron. Acelerar la producción. I+D. No fue el único, pero el caso más famoso de asesinatos anatómicos llevó la firma de Burke y Hare, dos inmigrantes irlandeses que vendieron dieciséis cadáveres al reputado doctor Knox. De hecho, aún se conoce como burking acabar con la vida de alguien sin dejar rastro, generalmente por asfixia. Además del término, Burke legó un último cadáver a la ciencia: el suyo propio. Fue ahorcado públicamente y, en una ironía insuperable, puesto sobre la mesa de disección de la escuela. Faltaron pruebas para condenar a Knox como cómplice de los crímenes, pero tuvo que huir de la ciudad ante el acoso de la turba, que no entendía de exoneraciones. Tras el escándalo, la ley de acceso a cadáveres con fines médicos cambió en 1832.
El rito celta no reviste de tabú lo funerario. Al revés, integra la muerte en la vida. En el Edimburgo actual, los cementerios abundan y son lugares de paso. Parques públicos que no cierran ni de noche, y hasta acogen reuniones que dejan residuos varios al amanecer (envases y botellas, por lo general, pero los más intrépidos cubren de látex ciertas partes de su anatomía en la fría madrugada escocesa). Así, las lápidas se reparten por toda la capital. A veces aparecen de improviso, clandestinas y con caracteres hebreos. Ocurre en Sciennes House, una angosta calle alejada del recorrido turístico, y casi de cualquier otro. Allí, entre dos edificios y frente a unas humildes oficinas, tras la apariencia de insignificante jardín descuidado, se esconde un minúsculo cementerio judío conformado por un árbol y una quincena escasa de tumbas.
Pero no es necesaria tanta exploración. Ya en el mismísimo corazón de la ciudad, en la Royal Mile, hay un cementerio. Suena extraño, pero en Edimburgo estas cosas pasan. Igual que los edificios de cuatro plantas por una cara y siete por la otra. O que si excedes la unidad de medida estipulada, pues inventas la milla escocesa para tu avenida principal y te quedas tan pancho. Desde sus alturas vigilan las estatuas de Robert the Bruce y William Wallace, que franquean el acceso al imponente castillo, erigido sobre un volcán extinto y regado con sangre de batallas. En ningún otro punto de la ciudad murieron tantos. Fue fortaleza y prisión, pero en su explanada también se cometieron asesinatos de naturaleza muy diferente: la quema de brujas. Se calcula que más de doscientas mujeres fueron estranguladas y luego pasadas por la hoguera en Castlehill con la brujería como excusa. En el otro extremo de la avenida se levantó el Parlamento escocés, concluido en 2004. Si de muerte hablamos, a Enric Miralles le sobrevino la suya antes de ver terminada una obra que, dicho sea de paso, tuvo un coste final muy superior a lo presupuestado y no goza de excesivo predicamento entre los oriundos. En el paseo de punta a punta de la milla real, además de incontables closes (en escocés, callejones que conducen a viviendas), gaiteros con kilt pasando la gorra, tiendas de souvenirs y locales de restauración, aparece la estatua del desconocido poeta Robert Fergusson. Es el punto de referencia para acceder a Canongate, uno de los cementerios más antiguos de la ciudad. El homenaje corrió a cargo de otro Robert, nada menos que Burns, sorprendido por el escaso reconocimiento a un escritor que tanto le inspiró. Allí también está, entre otros, muerto y enterrado Adam Smith.
Fotografía: Mr. Evil Cheese Scientist (CC).
Basta alejarse dos minutos a pie de la Royal Mile para encontrar otro kirkyard (el patio de una kirk, como se llama en Escocia a las iglesias presbiterianas), probablemente el más famoso. Camino de Greyfriars hay otra estatua, aunque esta vez de un skye terrier. Bobby, adorado por permanecer durante años a la vera de la tumba de su dueño. Tanto, que en la entrada se recuerda su título de mejor amigo de Edimburgo, y la gente aún deja ramas y juguetes, a pesar de que fue enterrado muy lejos de allí por estar prohibido que un animal yaciese en suelo sagrado. De las posibilidades de que un perro sobreviviese dieciséis años con las condiciones de vida del siglo XIX, mejor hablamos otro día. Si la historia fue un imán turístico y alegraba el ánimo de los vecinos, qué más da si el Ayuntamiento entrenó a varios y rentables Bobbys. Aquello no era el Oeste, pero print the legend. Novelas y películas de Disney perpetúan el mito.
En Greyfriars se encuentra, aunque clausurado, el mausoleo de George Mackenzie. Reputado abogado, culto y con inquietudes literarias que le llevaron a publicar ensayos legales y políticos. De hecho, se le considera autor de la primera novela escocesa. También fue parlamentario y ministro, fundó el germen de la Librería Nacional de Escocia y, aunque recibió el título de sir, es recordado por un apelativo menos honroso. Con semejante currículum, qué canalladas tienen que perseguirte por la historia para ser conocido como Bloody Mackenzie. Fue máxima autoridad legal bajo el reinado de Carlos II, y el encargado de reprimir a los covenanters, un movimiento que allá por el siglo XVII defendía que el país debía permanecer presbiteriano. Esa idea no acabó de entusiasmar a Mackenzie que, además de sofocar por la fuerza insurrecciones donde cayeron por millares, apresó a mil doscientos en un descampado cercano a Greyfriars, ahora anexionado y también cerrado al público. Se sucedieron las ejecuciones públicas, pero también las torturas inhumanas. Paulatinamente, todos murieron, hasta el punto de que aquel periodo histórico se conoce hoy como The Killing Time. En cuanto a Mackenzie, su mausoleo es considerado uno de los lugares con mayor presencia paranormal del mundo por la alegre gente que cree en esas cosas. Las historias arrancan en 1999, cuando un vagabundo cayó por un hueco del monumento funerario y juró y perjuró que el espíritu era el culpable de sus heridas. En 2003, dos adolescentes fueron detenidos por robar su calavera y jugar con ella en extrañas circunstancias. El Ayuntamiento encargó inútiles exorcismos, así que cortaron de raíz y cerraron el mausoleo. Los testimonios de ataques fantasmales se contaban por centenares. Casualmente, todo a quince metros del acceso a la improvisada prisión donde los covenanters, en el mejor de los casos, morían de frío y de hambre.
No muerta de hambre ni de miedo, pero sí en paro y con una ayuda social de trescientos euros y escapando de malos tratos, llegó a Edimburgo la madre soltera de una hija recién nacida. Allí vivía su hermana. El siglo XX agonizaba. Recurrió al viejo truco de los que escriben ficción: consultar un listado de nombres cuando la inspiración para bautizar personajes escasea. Ella optó por la necrológica del cementerio donde paseaba, y de una lápida sacó el apellido para una profesora que aparecería en su novela. Hoy, aquella madre soltera es la autora más conocida del mundo, y amasa una fortuna que supera ampliamente los mil millones de euros, y subiendo. Pero J. K. Rowling no solo extrajo de sus caminatas por Greyfriars a McGonagall, también observaba tras el alambrado los torreones del colegio George Heriot que, curiosamente, divide a sus alumnos en cuatro casas, para las que han de sumar puntos durante todo el curso escolar. Y hay más. Del mismo cementerio sacó nada menos que la tumba de Voldemort, que, aunque recóndita, aún puede contemplarse (caminas desde la entrada hasta pasar por la puerta del muro de piedra, y todo recto a la derecha, casi al final). La escritora inglesa no se limitó al recinto funerario, sino que recopiló material en toda la capital. Tanto que se organizan visitas guiadas por los lugares que terminaron incorporándose al universo de Harry Potter y, por añadidura, al acervo cultural contemporáneo.
La muerte ronda hasta el Edimburgo que escapa a la vista. Bajo la Royal Mile se extiende Mary King's Close, una red subterránea que otrora fuera barrio comercial habitado por vendedores y artesanos. Durante la plaga de peste que asoló la ciudad, los médicos apenas podían apilar cadáveres. Se decidió sepultar toda la zona. Sin miramientos. Quedó intacta, casi congelada en el tiempo, cubierta de una capa sobre la que se construyeron los edificios que ahora cimientan la capital y un buen puñado de leyendas fantasmagóricas. Cómo no, hoy es posible visitar las entrañas enterradas de la ciudad pagando un módico precio, y un guía intentará meterse en el papel para contarte que allí mora el alma de la pequeña Annie, que aún busca su muñeca.
A la vista, por todo el país, se levantaron los monumentos a los caídos. A veces se sitúan muy próximos, en la misma plaza o parque, paneles con los soldados escoceses que perdieron la vida en la Gran Guerra y en la Segunda Guerra Mundial. Tras ellos, como dolorosa posdata, una breve lista de los fallecidos en Kosovo, Irak o Afganistán. Y un estremecedor espacio en blanco para los nombres y apellidos de los muertos en las guerras que vendrán, aunque sus responsables ya ni siquiera se atrevan a llamarlas así, con todas las letras. En Edimburgo, en los majestuosos jardines que separan la parte vieja y nueva de la ciudad, a los pies de la National Gallery, una placa recuerda a los jóvenes locales que perdieron la vida luchando en nuestra Guerra Civil. Además, en la zona más elevada del castillo hay cuatro edificios. El de mayor altura es el monumento nacional a los caídos. Un lugar quedo, sombrío, sufragado con donaciones, donde los turistas curiosean y los compatriotas honran a sus muertos en combate, a los que todos llaman héroes.
Fotografía: Kim Traynor (CC).
También dentro de los límites del castillo se encuentra un cementerio peculiar, el de los perros de los soldados que allí vivieron. El de sus mascotas, se entiende. Durante las largas etapas de aislamiento, ante la imposibilidad de traslado, se reservó un terreno para que los animales recibieran sepultura. Actualmente no se permiten visitas, pero el puñado de lápidas puede verse desde la entrada de la escueta capilla de St. Margaret, donde aún se siguen oficiando bodas exclusivas, tanto por el precio como por el espacio, ya que en su interior apenas caben, apretándose hasta lo incómodo, una docena de invitados. Eso sí, pequeña pero resistente; la iglesia románica ha sabido esquivar su muerte desde el siglo XII, convirtiéndose en el edificio más antiguo que permanece en pie en toda Escocia.
En 1440, el reinado de Jacobo II (que apenas contaba diez años) se veía amenazado por el clan de los Douglas, por lo que fueron invitados a un banquete de reconciliación en el castillo de Edimburgo. En el Great Hall, para ser exactos. Acudió el conde de Douglas, de dieciséis años, y su hermano menor. Parecía una amistosa reunión de chiquillos organizada por los mayores. Diversión inocente en estado puro. Risas, comida y juegos. Tras la cena, la amenazante cadencia de un tambor. Y una última bandeja servida en la mesa. Sobre ella, una cabeza de toro zaino. La muerte misma. Tras la señal, los dos muchachos fueron arrastrados al exterior y asesinados. Sir Walter Scott resumiría el suceso en un verso: la cena negra. Pasaron los siglos y el gran salón siguió acogiendo actos, y una abertura permanecería oculta en su pared para que los gobernantes espiaran a los súbditos tras retirarse a sus aposentos. El agujero se disimulaba con telas o cuadros. Pero en 1984, la KGB (a la cárcel iban a ir a robar) pidió inutilizarlo antes de una visita de Gorbachov. Por si acaso. La anécdota soviética fue durante años el recurso más pop para adornar el relato de los guías turísticos en el Great Hall, hasta que George R. R. Martin utilizó la muerte de los Douglas como inspiración para una de las escenas más famosas de Juego de tronos. Cena negra, boda roja.
Pero en ningún lugar como en Grassmarket se amaron tanto Edimburgo y la muerte. Situada en una hondonada de la parte vieja de la ciudad, era el escenario idóneo para las ejecuciones públicas. El castillo al fondo y algún pobre desgraciado en el patíbulo. La multitud se encendía, salivaba antes de su ración de sangre. Las defunciones como espectáculo de masas. Hubo muchas, muchísimas. Tantos covenanters murieron que se les recuerda con una placa. Pero no solo ellos desfilaron por una plaza que también conoció linchamientos y asesinatos. Sin ir más lejos, Burke y Hare merodeaban la zona. Hasta anteayer, muchos la consideraban un lugar peligroso, ya que ponía rostro al alcoholismo y era frecuentada por vagabundos, que disponían de refugios para pasar la noche. Pero la gentrificación llegó para quedarse. Hoy, esos edificios son hostales para turistas y pisos de estudiantes. Si alguien busca un ejemplo cristalino de ese proceso urbano, que repase la mutación de Grassmarket en los últimos veinticinco años.
Todo ha cambiado, sí. Pero las historias permanecen. Algunas, en el rótulo de los pubs que ofrece la plaza para tomarse una pinta visualizando el patíbulo. Allí subieron a Maggie Dickson. Hay quien dice que por ocultar un embarazo (algo prohibido en la época) no deseado, pero los periódicos hablaron de un recién nacido muerto tras fugarse de un matrimonio impuesto. Sea como fuere, aquel día todo estaba preparado. La víctima, el verdugo, la gente, la saliva, el castillo en lo alto. Y ahorcaron a Maggie. Todo iba bien hasta que en el cortejo fúnebre sucedió algo insólito. Se escucharon gritos femeninos, pero todas las bocas habían callado del susto. Tuvieron que detenerse para descartar lo imposible, solo que no pudieron descartarlo. Abrieron el ataúd. La muerta estaba viva.
La primera idea fue regresar a la plaza para enmendar el fallo, pero alguien dio la voz de alarma. La condena era ir a la horca, y la señorita Dickson ya había pasado por ese trance. No se le podía aplicar dos veces la misma pena, así que tuvieron que liberarla. Siguió con su vida, aunque a partir de entonces y para siempre fue conocida por su sobrenombre: la medio ahorcada. Y las historias, claro. Los más románticos defienden que se casó con el abogado que surgió desde la muchedumbre para salvarla.
Nadie como Maggie representa la dualidad eterna de Edimburgo, la de la vida y la muerte. Un pie en cada mundo, a cada lado de la frontera. Por eso el paso del tiempo agigantó su leyenda. Incluso se dice que, tras su monumental burla al destino, decidió mudarse a Grassmarket. Y que, cada vez que la plaza acogía un ahorcamiento, abría la ventaba para gritarle al condenado. «Tranquilo, ¡no es para tanto!». Ojalá sea cierto. Tras su ejecución interrumpida, la redacción de las condenas cambió para siempre. A la horca, sí. Pero hasta la muerte.
Fotografía: Kirsty Topping (CC).
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