Foto: Cordon.
El nombre de su amigo era August Kubizek. En la única obra que nos legó el propio Kubizek, Hitler, mi amigo de juventud (1956) el autor relata dos episodios en los que ambos se cogen de las manos como una muestra de afecto efusivo. Nerin E. Gun advirtió de que estas memorias son pura fantasía. Pero en la actualidad, Heike B. Görtemaker, autora de Eva Braun, una vida con Hitler (2012) ha denunciado que Nerin E. Gun estaba involucrado en actos de espionaje, falsificación de documentos y lo que es más pecado aún en Alemania: era comunista. Sea como fuere, Gun manejó fuentes primarias en su día. Y Kubizek, por su parte, aunque añadiera cosecha propia a sus memorias, como hace todo el mundo, aportó información sobre Hitler desde su adolescencia. De algún modo, es el testimonio de la edad del pavo del Führer.
August, renombrado Gustav o Gustl por Hitler, que en plan simpático le cambió el nombre, era un crío con problemas. Quería ser músico, pero su padre le obligaba a trabajar de tapicero, el negocio familiar. No obstante, August acudía siempre que le era posible a la ópera él solo. Un día vio que había otro joven que también iba sin compañía alguna y se fijó en él, naturalmente. Le llamó incluso «competidor», suponemos que en soledad. Así nos lo describe:
Era un joven curiosamente pálido, delgado, de la misma edad aproximadamente que yo, que seguía con ojos resplandecientes la representación. No cabía duda de que era de una casa acomodada, pues iba siempre pulcramente vestido y se mostraba sumamente reservado.
La versión de Nerin E. Gun confirma que el joven Hitler vestía con nivel, aunque la descripción que hace recuerda más a Vlad Tepes seduciendo chavalas en su encarnación de fucker por las calles de Londres:
Cierto es que las muchachas le miraban, pues atraía la atención cuando con su traje a cuadros, su gran sombrero de fieltro negro con el ala caída sobre los ojos y un pequeño bastón con puño de marfil, se paseaba en compañía de Gustl por la calle principal de Linz, con aquel aire inquietante y con la ardiente mirada que parecía desnudar a las mujeres en las que fijaba los ojos.
De las chicas no da cuenta Kubizek, pero sí de los rasgos de la personalidad de su nuevo y único colega. Cuenta que si un día habían quedado y August llegaba tarde, Hitler se personaba a buscarlo en el curro, en el taller. Dice que una vez le preguntó si es que acaso él no trabajaba, a lo que el futuro Führer contestó que «de ninguna manera». Despreciaba el trabajo manual para ganarse la vida.
Tenía todas las horas del día para sí, por eso no faltaba a una obra de teatro u ópera que, si se daba el caso de que le aburriese, se excitaba tanto poniéndola a parir que el ejercicio de la crítica le devolvía a la más plena actividad. Así lo cuenta el autor.
Aficiones al margen del espectáculo señala algunas. Coleccionaba minerales y mariposas. Cuando se iba de caminata por el campo a buscar sus tesoritos, iba también muy guapo: llevaba un bastón y una camisa de colores con un pañuelo de seda anudado al cuello.
Más datos: Hitler odiaba la escuela y a sus compañeros, también a los profesores. Nunca hablaba de su familia, aunque al único adulto que tenía en estima era a su madre. Antes de nacer él, su madre, Klara, había dado a luz a tres hijos más, Gustavo, Ida y Otto, que habían muerto todos. Incluso Edmundo, que nació después, también falleció. Normal que estuviera tan unido a ella, pues esta siempre temió que corriera la misma suerte que sus difuntos hermanos.
No así su padre, Alois, que ya había tenido varios matrimonios anteriores e hijos y lo que hacía con Adolf era discutir, intentar que fuera funcionario como él y propinarle alguna somanta de palos.
Pese a los golpes, Hitler conservaba la sensibilidad, escribía poesías y dibujaba. De hecho, dejó la escuela para dedicarse enteramente al arte, algo para lo que juzgaba que no se necesitaban estudios. Como artista, era de los que no tenía un sentido del humor apreciable, sostiene Kubizek. «Podía amar y admirar, odiar y despreciar, pero siempre con la máxima seriedad». Como mucho, podía hacer algunas bromas privadas. A su amigo le decía que cuando tocaba la trompeta, tenía las mejillas de un ángel de Rubens. Debía de ser toda una juerga compartir vida con el Hitler adolescente.
Y por supuesto, el otro rasgo ineludible de Adolf señalado era su afición por la política. Desde muy joven, recuerda su amigo, tenía una solución para todo: el Reich. Palabra que se encontraba siempre al final de sus largas reflexiones.
Si sus ideas políticas le llevaban a un callejón sin salida, y no sabía cómo seguir adelante, la solución era: «Este problema lo resolverá el Reich». Y si yo le preguntaba quién financiaría todas estas construcciones gigantescas que él proyectaba sobre su tablero de dibujo, la respuesta era: «el Reich». Pero también los detalles intrascendentes eran proyectados sobre el Reich.
El momento en el que tomó las manos de su amigo, lo que le tomó por sorpresa, no fue debido a la amistad entre ambos, sino a la música. Resulta que un día fueron a ver Rienzi, de Richard Wagner, y Adolf se emocionó más de la cuenta. Le dio un arrebato y subió hasta la cumbre de un pequeño monte cercano. Ahí, alumbrados solo por el lucero, ocurrió este momento de epifanía que Kubizek relata de manera vibrante:
Sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas. Adolfo estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era este un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas. En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia. Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolfo Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo en esta hora.
Nerin E. Gun estaba convencido de que Hitler era heterosexual y lo que sospecha es lo contrario, que Adolf en algún momento pudo rechazar las intenciones de August, de ahí todas estas indirectas y detallitos que suelta este. Sus vidas continuaron, no obstante. Kubizek se casó dos veces y tuvo tres hijos y de Adolf sabemos, como recordaba Eva Braun, los juegos sexuales en el sofá donde Chamberlain estuvo sentado cuando firmaron el chiste del siglo; incluso por el médico del Führer, Morell, nos ha llegado posteriormente que Hitler se inyectaba testosterona para aumentar su potencia sexual.
Eva Braun. Foto: Cordon.
Tiempo después, compartieron habitación en Viena. Ahí se van definiendo mejor los odios de Hitler en el relato de su amigo. El chaval se quejaba de la separación de clases, odiaba ir al comedor de la universidad porque estaba lleno de judíos y pasaba bastante hambre. Al menos no se sabe dónde pasaba la mitad del día. Kubizek lo que sospechó es que se iba a comedores sociales.
Durante semanas le veía que solo comía pan y leche. «Hitler era un verdadero artista en pasar hambre», dice. Aunque los locales no llegaban a comprender, relata, la contradicción entre su aspecto tan cuidado, su lenguaje tan culto y la vida tan, vaya, mísera que llevaba. Eso sí, su atuendo siempre estaba impoluto, revela, porque colocaba la ropa debajo del colchón cada noche para que no tuviera arrugas. Pero, subrayan estas memorias: «prefería pasar hambre que renunciar a su independencia». Vale.
En cuanto a la relación de ambos, dice este hombre que Hitler no hubiera permitido que otro amigo hubiese entrado en sus vidas. Una vez que Kubizek metió una mujer en la habitación para explicarle unas partituras, según el relato, Adolf montó en cólera. Se quejó de que «ese monstruo» había «estropeado» su habitación con su presencia que, por otra parte, de lo que siempre estaba llena era de chinches.
Muy a menudo, después de haberme dormido, él se dedicaba a la caza de chinches, me mostraba a la mañana siguiente algunos ejemplares cuidadosamente ensartados en una aguja.
De lo que de verdad no se privaba nunca, por lo visto, era de la ópera. Hacían cola durante horas para hacerse con entradas de precio reducido. Una vez dentro, compartían espacio, separados por unos barrotes, con los militares, que también tenían una entrada más barata. Sin embargo, los soldados iban por ir, para ser vistos o para ligar. Durante la representación, bostezaban. Y Adolf, que había pagado veinte veces más que ellos, se ponía histérico. Se sentía discriminado.
Aquí aparece su único conato de violencia física, es con los claques, el público profesional que vendía sus aplausos a los cantantes que quisieran abonarlos para que los jalearan tras sus intervenciones. Estos le tocaron la fibra y pagaron el pato:
Cuando uno de ellos, a pesar de que la orquesta seguía tocando, vociferó un fuerte «¡Bravo!», Adolfo le hundió el puño en las costillas. Cuando salimos del teatro, el jefe de la claque le esperaba a la entrada acompañado de un policía. Adolfo fue interrogado allí mismo, y se defendió de manera tan brillante que el policía le dejó ir. Adolfo tuvo aún tiempo para perseguir por la calle al claquista en cuestión, y propinarle una sonora bofetada.
El mal humor de Hitler, que no solo se manifestaba en la ópera por su exquisita sensibilidad al apreciar la representación, iba dirigido hacia todo lo que le rodeaba entonces. En realidad, esa irascibilidad venía dada por el típico shock del llegado a la gran ciudad. Algo muy prototípico. Todo le resultaba poco apegado al terruño. Al suyo, particularmente. Odiaba el «acento melodioso» de los vieneses y prefería «el tosco alemán» de los agrestes machotes del norte.
Le ponía de los nervios la mezcla cultural propia del Imperio austrohúngaro con croatas, húngaros o rumanos por ahí danzando en la capital. Sobre todo en un momento en que los eslavos católicos del imperio disputaban la hegemonía política. Aquello era un cachondeo para su ideales forjados con tiempos pretéritos. No cuesta mucho trabajo imaginarse a un chaval que se había puesto la cabeza como un bombo de leyendas mitológicas germanas en su pueblo o su localidad de provincias y que llegado a la gran capital lo encuentra todo corrompido por la asquerosa diversidad.
«Odiaba esta babel de pueblos en las calles», detalla Kubizek. Hitler describía el ambiente como un «incesto descarnado». Ese Estado, el imperial, «arruinaba todo lo alemán». La descripción que da Ian Kershaw, uno de sus últimos biógrafos más aclamados, de esa ciudad bien vale para muchas capitales actuales:
Por detrás de los regios palacios resplandecientes, de los imponentes edificios cívicos, los elegantes cafés, los parques espaciosos y los bulevares espléndidos, por detrás de la pompa y el oropel, había también la pobreza más atroz y la miseria humana más espantosa de Europa.
En ese contexto, el chico que se describe no es más que otro acomplejado que sueña con la restauración de un pasado edénico. Para encontrar a alguien así hoy en día no tienen más que salir de casa en esta Europa nuestra. Este perfil histórico de la personalidad de Hitler no tiene nada de particular. La salvedad como mucho es que este se presentaba voluntario a testificar en los juicios por mendicidad contra judíos llegados del este, un acto de temprana mezquindad y crueldad. Hasta el punto de que un día le anunció a su amigo: «me he inscrito en la liga antisemita», y añadió mostrando maneras «y a ti también».
Luego sí que es verdad que no todo era tan corriente ni equiparable a lo que nos rodea, sí que tenía un toque Sheldon Cooper. Rehuía el contacto físico, no quería darle la mano a nadie al saludar.
Menos extraño era que rechazaba el alcohol con toda su alma, lo mismo que el tabaco. A falta de un filmaffinity.com, la simbiosis con August se daba en que Hitler lo que necesitaba era a alguien con quien comentar el contenido de los libros que se leía; una persona que no le llevase la contraria ni tan siquiera opinase, un simple oyente.
En lo único en que participaba su amigo era en una rivalidad musical estúpida, como son todo este tipo de disputas, entre Verdi y Wagner. El italiano a Adolf le parecía demasiado pretencioso y orientado en exclusiva a la melodía. Estas conversaciones con su amigo sí que pueden ser fácilmente equiparadas a las manías de las gentes contemporáneas.
Oímos en la Wienzeile a un organillero tocando en su carrito «La donna è mobile», dijo Adolfo:
—¡Ahí tienes a tu Verdi!
Cuando yo le objeté que ningún compositor podía estar libre de la profanación de su obra, me increpó indignado:
—¿Acaso puedes imaginarte la «Consagración del Santo Grial» de Lohengrin tocada al organillo?
Aunque había más. En Wagner aparecía un tipo de protagonistas con unas características muy definidas que luchaban contra el viejo orden. Había dioses, héroes y terribles batallas basadas en el esquema de sacrificio, redención y muerte heroica. Kubizek, que tenía una sensibilidad que hoy describiríamos como más pop, chocaba con las firmes posiciones de su amigo:
Mi tesis de que la música debía dirigirse a todos los pueblos y naciones era rotundamente rechazada por Adolfo. Para él solo valía la manera alemana, la naturaleza alemana, el sentido alemán. Solo los maestros alemanes tenían valor para él. ¡Cuántas veces me dijo que estaba orgulloso de pertenecer a un pueblo capaz de producir tales maestros! Qué le importaban a él los demás! Porque no quería darles importancia, se persuadía a sí mismo de que su música no le gustaba.
Foto: Cordon.
Un día le dio a Hitler por componer su propia obra. Confiesa August que aquello fue una locura de ideas torrenciales e inconexas, que costaba mantenerse despierto y seguirle mientras se ponía a de que crear y de que crear cada noche. Wieland el herrero, era el título. No pasó de un fragmento. Se le fue la energía con la misma fuerza con la que vino.
Y entonces llegamos a un punto crítico. Cuando August se tiene que ir a al servicio militar, ante las risas de Hitler, que no estaba dispuesto a servir nunca a tan decadente imperio, en una especie de despedida, se fueron un día de excursión.
Este paseo campestre ha sido utilizado hace pocos años por Lothar Matchan en su libro El secreto de Hitler: la doble vida del dictador (2001) para demostrar que Adolf era homosexual. Aunque es una vivencia que hace de gota de agua en el mar en su investigación, ya que el método de este autor consiste en orientar de forma inmisericorde absolutamente toda la información disponible para confirmar su hipótesis. Un trabajo inductivo de los que están de moda en los superventas de historia.
Si nos ceñimos a Kubizek, lo que describió es que en aquella excursión empezó a llover y a los dos amigos no les quedó otra que refugiarse en una cabaña abandonada. Dentro tuvieron que secarse y demás y decidieron hacer noche allí. Matchan, en un artículo en el «Crónica» de El Mundo, traduce así a Kubizek:
Extendí uno de aquellos grandes trozos de tela sobre el heno y le dije que debía quitarse la camiseta y los calzoncillos. Se tumbó desnudo sobre el paño […]. Le divertía enormemente aquel acontecimiento, cuyo final romántico le complacía gratamente. Ahora ya no sentíamos frío.
Mola, pero el relato creo que fue en verdad más prosaico que eso. Lo que se olvida de traducir Matchan es que Kubizek antes explica:
No estábamos demasiado lejos de una vivienda humana, idea que me tranquilizó grandemente, pero que, cuando así se lo dije, dejó a Adolfo completamente indiferente. La gente le era completamente inútil en esta situación. Todo esto le divertía grandemente, y deseaba una salida romántica. Ahora sentíamos ya un grato calorcillo. En esta obscura choza nos hubiéramos sentido casi cómodamente, de no habernos torturado tanto el hambre.
El «final romántico», si uno se ciñe al sentido literal del texto que aquí manejamos, era que nadie les ayudase en el desenlace de su aventura, sobrevivir por sus propios medios. Pero qué pasa, que si luego uno profundiza en la lectura sí que le da la sensación de que igual Kubizek quiere contarnos algo, pero no se atreve a escribirlo.
Adolfo me inspiraba lástima, mientras estaba junto a la puerta, con su ropa interior calada, temblando de frío, y retorciendo las mangas de su chaqueta. ¡Cuán fácil sería que contrajera una pulmonía, con su predisposición para toda suerte de enfriamientos! Así, tomé yo uno de los grandes lienzos, lo extendí sobre el heno e indiqué a Adolfo que se quitara también la calada camisa y los calzoncillos y que se envolviera en el paño seco. Así lo hizo. Adolfo se tendió, desnudo, sobre el enorme lienzo. Yo uní los extremos y le envolví fuertemente en él. Después tomé un segundo lienzo y le cubrí con él. Luego estrujé su ropa interior y la mía, y la tendí, así como nuestros trajes, en mitad de la cabaña, me envolví, asimismo, en uno de los lienzos y me acosté. Para no pasar frío durante la noche eché algo de heno en el lío en que se envolvía Adolfo, y me coloqué encima otro montón. Como no disponíamos de reloj, no sabíamos la hora que era.
¿Quería decirnos algo más? Pues no lo sabemos, aunque lo disimuló muy mal cuando pasadas las páginas nos encontramos con que Hitler se lo llevaba a ver las zonas de prostitución de Viena.
Siempre llevado por un profundo sentimiento contra la injusticia social, esgrime, Adolfo le enseñó los lupanares y sus mecanismos de funcionamiento. Los clientes se asomaban a las ventanas de cierta calle que tenían la luz encendida y si tal, pasaban. Era mero interés antropológico lo de su amigo, pero Kubizek deja caer que Hitler conocía también cómo iban estos rollos en la prostitución masculina o, como poco, en un simple flirteo entre hombres.
Cierta noche, en la esquina Mariahilfer Strasse Neubaugasse se dirigió a nosotros un hombre bien vestido, de aspecto muy burgués, quien nos preguntó por nuestra condición. Cuando le dijimos que éramos estudiantes, «mi amigo estudia música» —declaró Adolfo—; «yo arquitectura», nos invitó el hombre a cenar en el hotel Kummer. Nos dejó pedir lo que deseáramos. Por una vez pudo saciar Adolfo su hambre de sopas de harina y tortas, el hombre nos explicó que era fabricante de Vöcklabruck, que rechazaba la amistad de las mujeres porque estas no pensaban más que en dinero. A mí me agradó particularmente lo que contó acerca de la música de aficionados, para la que era muy sensible. Le dimos las gracias, nos acompañó incluso hasta la calle, y después regresamos a casa (…). En efecto, sin que yo me hubiera dado cuenta, el hombre le había entregado una tarjeta a Adolfo, en la que había consignado la invitación para que le visitara en el hotel Kummer. «Se trata de un homosexual» —aclaró Adolfo concisamente—.
Ahí quedó la relación. A la vuelta de la mili de August, Hitler había desaparecido sin dejar rastro. Su amigo no pudo dar con él de ninguna manera y confiesa que entonces entendió que el plantón sería por la vergüenza que sentía Adolf de ser pobre de solemnidad, lo que Kubizek deducía de sus ausencias y rutinas.
En su búsqueda desesperada de Adolf, pues no tenía más amigos, su antigua casera se quejó de que nunca encontraría huéspedes como ellos, que pagaban con puntualidad y «no llevaban a sus amistades femeninas a la habitación».
En estos años de Hitler en Viena nadie supo a ciencia cierta lo que hizo. Matchan sugiere que pudo ejercer la prostitución. Se apoya en otro amigo suyo posterior, Ernst Hanfstaengl «Putzi», que le dio a los servicios secretos estadounidenses esta información sobre su siguiente hogar: «La residencia de Hitler tenía fama de ser un lugar al que acudían hombres mayores en busca de jóvenes con el propósito de mantener relaciones homosexuales».
En estos años nebulosos, cada biógrafo echa a volar su imaginación. Para Matchan basta con calcular que no le llegaba el dinero para vivir —renunció a la pensión de orfandad en favor de su hermana— y que por fuerza debía conseguirlo de alguna parte como por ejemplo… ¡las chapas!
Y que en la Noche de los cuchillos largos, la purga a los líderes de las SA se extendió a personajes que no estaban metidos en política, pero que habrían resultado testigos incómodos de lo que se supone que hiciera Hitler en este ambiente.
Adolf Hitler y el jefe de las Juventudes Hitlerianas durante un desfile,1933. Foto: Cordon.
Lo cierto es que, al final, la hagiografía de Hitler por Kubizek, de lo que está cargada es de la plomiza descripción pormenorizada de los planes que tenía Adolf para embellecer el mundo con sus obras de arquitectura, su verdadera y profunda vocación. De todas ellas, solo hay una que llame la atención a día de hoy, a quien no sea de Linz o austriaco o alemán. Pese a los esfuerzos de su amigo por recalcar su carácter de visionario: Hitler inventó el puto IKEA.
Adolfo propuso instalar fábricas de muebles estatales, para que los jóvenes matrimonios pudieran adquirir muebles en ventajosas condiciones. Yo me opuse decididamente a esta idea de fabricar muebles en serie. Al fin y al cabo, yo entendía algo de muebles. Estos muebles debían ser de un buen y cómodo trabajo de artesanía, no de confección en serie.
Pese a todo, en la edición de las memorias de Kubizek empleadas para este artículo hay un post scriptum que le da una vuelta de tuerca más a los posibles dobles sentidos que imperan por toda la obra. En los últimos pasajes, el autor cuenta que cuando Hitler se convirtió en el líder de Alemania terminaron encontrándose y volvieron a intercambiar pareceres sobre proyectos arquitectónicos de gran envergadura como habían hecho antes siempre que estaban juntos. Hitler, incluso, vuelve a coger sus manos, en una de estas pajas mentales, con viva emoción.
Pero el detalle reseñable es que, al final, los editores creyeron conveniente añadir que en 1938 a Kubizek se le había abierto un expediente disciplinario donde era funcionario. Un subordinado, un tal Neuburger, tesorero local del NSDAP, le había acusado de algo en un restaurante; algo lo bastante gordo como para volverse contra su jefe, que no militaba en el partido. Este sujeto lo hizo con mucha determinación, pero al poco acabó retractándose y Kubizek le perdonó. Y ahí los editores ven algo más en el affaire.
Neuburger le había dicho a Wanivenhaus: «Destruiré a Kubizek (…) profesional, socialmente y en cualquier otro terreno». Neuburger debía pues de tener algo en sus manos para poder pronunciar palabras tan duras. (…) Wanivenhaus aludía a «circunstancias por todos conocidas y que generan rumores», que sin embargo prefería no explicitar «aquí». En cualquier caso, Kubizek se veía presionado por Neuburger desde hacía ya dos años.
Ian Kershaw, en el primer tomo de su biografía sobre el Führer, Hitler, 1889-1936 (1998) explica que las palabras de Kubizek hay que tomarlas con cautela porque el primer encargo de reunir sus recuerdos se lo propuso el partido nazi. Además, hay momentos, dice este historiador, en los que recurre a la fantasía y la exageración, se deja guiar por el plagio o recurre a Mein Kampf como fuente. Sin embargo, «pese a sus defectos, contienen aspectos importantes de la personalidad del joven Hitler, muestran en embrión rasgos que han de ser muy prominentes en años posteriores».
¿Qué podemos deducir de todo aquello a raíz de esta amistad en la edad del pavo? Tomando las ideas expuestas en la biografía de Kershaw como guía, lo menos importante, sinceramente, es si follaron.
Kershaw lo que subraya es que entre los burgueses austriacos de la época había una profunda conciencia de clase que les llevaba a marcar las distancias con la clase obrera de forma obsesiva. Cualquier marcador de clase era válido, la música que se escuchaba, la forma de vestir. Todo valía con tal de no parecerse a esos pobres infelices de toscos modales de la clase obrera.
Parece que Hitler, después de la partida de su amigo a la mili, se vio en verdadero riesgo de descender de clase social. No tenía un duro. No sabemos qué hizo, pero sí que ese momento marcó un punto de inflexión en su vida y a la postre su carrera como político. Pero no olvidemos una verdad axiomática: los líderes políticos tienen tanto de guías del pueblo como de surferos sobre los sentimientos latentes de ese pueblo.
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