Imagen: American Zoetrope.
—If you could have anything in the world, what would it be?
—To be taken far away from here.
(La seducción, Sofia Coppola)
Cualquiera querría echarse a dormir en esa cama. La blancura de los cojines y de las sábanas hace juego con las cortinas y hasta con la luz que entra por la ventana. Hay una luz entreverada, hay una atmósfera de ensueño que lo envuelve todo y que nos hace sentir un poco confusos ante tanta quietud estudiada.
Todas las conversaciones importantes ocurren entre esas cuatro paredes, a la luz de esa ventana y sobre esas mismas sábanas. A veces no hay palabras, sino caricias y silencios.
Hay otra habitación, un comedor, donde la luz es mucho más tenue. Los candelabros iluminan ambos lados de la mesa donde, a la hora de la cena, ningún gesto pasa desapercibido: ni que la joven Amy lleva esa noche un vestido que le sienta especialmente bien, ni la frialdad con la que Martha recuerda que todas las alumnas deberán medir la compasión y evitar el deseo. En la escuela para mujeres jóvenes de la señorita Farnsworth la educación se mide por las buenas maneras.
La inocencia con la que Sofia Coppola nos introduce en La seducción, una historia de mujeres que viven aisladas del mundo soñando huir, se convierte pronto en una pesadilla. La luz y la suavidad de los colores a los que la hija de Francis Ford Coppola nos tiene acostumbrados se manchan pronto de sangre, pero siempre bajo un férreo control. A la acción la sustituye el silencio.
Ya sabíamos que los cuentos de niñas caminando solas por el bosque pocas veces terminan bien. Coppola saca a recoger setas a la más pequeña de la escuela, que vuelve a casa acompañada de un soldado herido que encuentra entre los árboles. Pero este inicio onírico tan Caperucita Roja y el Lobo se oscurece enseguida como si el cuervo de Edgar Allan Poe sobrevolara la primera escena. Un hombre en la casa de la corrección. Un hombre solo, junto a varias mujeres solas. Un hombre herido que produce compasión y desata la locura. Un hombre, Colin Farrell, un outsider de lujo para un sistema anclado en el pasado que se resquebraja ante el ardiente despertar del deseo y del miedo a la vez.
«Creo que las mujeres se expresan especialmente a través de gestos y miradas», decía en una entrevista con The Independent la directora, a quien el gusto por el cine de autor —y no solo por el cine—, le viene de familia. El coraje y la fe en el cine como expresión artística y ese ritmo narrativo a caballo entre la acción y la reflexión son sellos de la familia Coppola, que siempre supo lo que era el riesgo, y siempre hizo lo que le dio la gana, que es la única manera de entender el fracaso y el éxito. Puede que el autor de El Padrino derrochara fortunas en superproducciones, pero siempre se empeñó en perseguir sus sueños: plasmar su propia visión. Y ese es el camino que tomó su hija, que cambió Hollywood por París y comenzó a trazar su propio estilo —de ensueño, luminoso, pop— con el que contar sus propias historias.
Imagen: American Zoetrope.
La seducción es una apuesta desde el principio, donde el soldado John McBurney es el instrumento de deseo y el héroe a la vez. Probablemente esta lucha de fuerzas sea una de las mayores proezas de la película, plagada de dobles sentidos y que se mueve entre varios niveles de interpretación.
Aquí, de nuevo, el concepto acción es inseparable de la subjetividad. La directora de Las vírgenes suicidas sabe bien adentrarse en la vida interior de las mujeres, especialmente si no han cumplido la mayoría de edad. Pero como haría con Bill Murray en Lost in traslation o Stehpen Dorff en Somewhere, son los personajes masculinos los que tiran del hilo narrativo que va deshilachando la compleja vida de ellas. En La seducción el hombre es marioneta y héroe a la vez.
Todo lo que interesa está dentro de la mansión. Quizá por eso no hay flashbacks al pasado, ni hay imágenes de guerra. No hay archivo, no hay esclavos negros ni clichés de la vida sureña más allá de lo que se atisba en el trato de unos personajes con otros. La visión de la sociedad de la Virginia de 1864 se ve a través de los visillos de esas ventanas y es entonces cuando nos damos cuenta de que sí, Sofía Coppola lo ha vuelto hacer. Lo mismo que hizo en Las vírgenes suicidas o en Maria Antonieta: mujeres viviendo en soledad. Mujeres que sueñan. Mujeres impasibles y rebeldes a la vez. Mujeres que desean a un hombre. Mujeres explicadas desde la incomprensión y la fascinación de un hombre. «El cine de mujeres es de todos», dijo Coppola antes de recibir el premio a mejor directora este año en el Festival de Cannes. Una mujer prácticamente sola en un universo de hombres.
Puede que por eso quisiera separarse tanto de la obra de Don Siegel, hasta el punto de que resulte anecdótico llamar a la película remake. En las manos de Coppola, el universo es otro.
Porque si a la acción la sustituye el silencio, las sensaciones sustituyen al contexto. Coppola hace una película sobre la guerra de secesión y la vida en el Sur simplemente ignorándolo y obviando también otros posibles puntos de vista de esas circunstancias. Nos recuerda que su cine es freudiano por el simbolismo casi obsesivo más que por la acción dramática. Igual que Alicia en el País de las Maravillas. Igual que Alfred Hitchcock. Igual que La conversación, una de las mejores películas de su padre. Una película sobre lo que no se dice; sobre la represión y la claustrofobia; sobre la opacidad del deseo sexual, la frustración y el anhelo de una vida diferente.
Un contexto onírico, donde la guerra se convierte en batalla sexual y juego de dominación, en una tensión narrativa ascendente, leve y sudorosa, una secuencia de intrigas y tareas del hogar a ritmo de Phoenix y diálogos sibilinos.
Esa vaguedad en el drama es su principio estético. La percepción y las apariencias se vuelven fundamentales para las sensaciones, y así capta una intimidad y una sensualidad a las que solo es posible llegar invadiendo el espacio propio de cada personaje. Proximidad macrofotográfica, largas tomas y lentos zoom bañados por el sol, esa luz un poco nítida y destelleante, tan Instagram, que contrasta con el trasfondo sombrío y nostálgico de sus protagonistas. Aun en el largo viaje en tren de Charlotte en Lost in traslation, reflexiva y desorientada; aun ante el vértigo de saber lo que está mal y lo que está bien y aun así escoger el primer camino, durante ese trayecto, y ahora otra vez, el deseo gana siempre al miedo.
Imagen: American Zoetrope.
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