Friday, August 4, 2017

Jot Down Cultural Magazine: In memoriam: Ángel Nieto

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In memoriam: Ángel Nieto
Aug 4th 2017, 10:46, by E. J. Rodríguez

Foto: Begoña Rivas.

España, en 2017, es la primera potencia mundial del motociclismo. Una fábrica, por el momento inagotable, de pilotos dotados con talento y mentalidad de campeón. La culpa, claro, es de Ángel Nieto, aunque él decía, en un arranque de modestia, que «esto lo hemos hecho entre todos». Y es verdad, pero no es menos cierto que jamás hubiera sucedido sin él. Pero hablar de motos se queda corto. Nieto, como Seve Ballesteros o Manolo Santana, demostró que un español podía llegar a lo más alto en disciplinas deportivas que, sobre todo en aquella época, parecían marcianas. Tuvo que ganar su primer campeonato mundial para que los medios nacionales entendieran que el país tenía un nuevo héroe. Labró su leyenda durante una época en la que cualquier hazaña de un deportista español tenía aureola de gesta épica, por no decir que parecía un milagro. Pero hizo algo distinto, algo que ni siquiera Santa o Ballesteros habían conseguido: nos convenció de que el triunfo no era un accidente caprichoso provocado por los dioses, sino que era un verdadero oficio.

Nuestro país, hecho pedazos por una guerra y atenazado por una dictadura, pobre y atrasado, tenía poco de lo que presumir. El fútbol, mimado por las autoridades, era el deporte más popular con mucha diferencia, pero el éxito a nivel de clubes tenía un serio matiz: las estrellas se compraban en el extranjero a golpe de talonario, porque nuestra liga era la única institución rica. España importaba futbolistas y, salvo casos contados como el de Luis Suárez, nuestro único Balón de Oro, no exportaba talento. La Eurocopa de 1964 quedó durante varias décadas como único título internacional de una selección condenada a provocar la frustración de varias generaciones de forofos. Los triunfos en deportes individuales eran raros y, en sentido literal, precisamente eso: individuales. Los campeones emergían desde la nada como individuos excepcionales. El deporte de base español era, como dirían en Argentina, «una lágrima». Apenas existían escuelas o infraestructuras dignas de ser comparadas con lo que tenían en otros países. Hoy, por ejemplo, España es una Meca de las academias de tenis. La liga de baloncesto es la mejor del mundo, después de la inalcanzable NBA. Existen programas de alto nivel que producen grandes resultados en muchos otros deportes. Pero esto resultaba impensable, pura ciencia ficción, durante el franquismo.

Los grandes nombres aparecían con cuentagotas y eran siempre el producto de la exaltación milagrosa de talentos individuales que habían florecido, a base de voluntad, en mitad de un erial deportivo. Habas contadas. En 1944, un Arturito Pomar de trece años empató una larga y disputada partida con el campeón mundial de ajedrez, Alexander Alekhine. En 1959, cuando los ciclistas españoles todavía comían raciones de paella para reponer fuerzas a mitad de etapa, Federico Martín Bahamontes ganó el Tour de Francia con tres minutos sobre el gran Jacques Anquetil, que aquel año quedó tercero. Manolo Santana ganó dos ediciones de Roland Garros a principios de los sesenta, y también un abierto de los Estados Unidos, aunque su consagración definitiva llegó en 1966, cuando levantó su primera y única ensaladera en Wimbledon (por entonces, en realidad, el trofeo tenía forma de copa convencional). En los setenta, algunos boxeadores españoles se ciñeron el cinturón de campeón en diversas categorías: Perico Fernández, Pedro Carrasco, José Durán, Miguel Velázquez, «Uco» Lastra o el cubano nacionalizado Pepe Legrá. En 1973, Luis Ocaña ganó el Tour de Francia, repitiendo la hazaña que catorce años antes había conseguido Bahamontes; es verdad que el temible Eddy Merckx había decidido no correr la ronda francesa aquel año, pero Ocaña certificó su entrada en la historia con una actuación épica, metiéndole un cuarto de hora en la clasificación final al segundo (todo un Bernard Thévenet, precisamente el hombre que terminaría con el inclemente reinado de la bestia belga). Orantes, «Manuelito», le ganó el US Open al espartano Jimmy Connors en 1975. Severiano Ballesteros ganó el Open británico de golf en 1979 y su primer Masters en 1980.

Estos triunfos eran recibidos con euforia y asombro, como si fuesen premios Nobel, porque en cierto modo lo eran. El deporte no es lo más importante que tiene un país —están la sanidad, la educación, la justicia, etc.—, pero sí es una gran herramienta para construir la autoestima colectiva. A nadie se le escapa que muchos triunfos deportivos provienen de países que son lo bastante avanzados como para poder dedicar parte de sus recursos a la creación de escuelas y programas de formación. Holanda, un país pequeño que pocas veces triunfa en otras disciplinas, revolucionó el fútbol durante los setenta y su selección ya no ha dejado de estar entre los favoritos cada vez que se presenta en una competición. Si no produce más campeones en otros campos es porque Holanda, hoy, no llega a los siete millones de habitantes. España, a finales del franquismo, tenía potencial, por habitantes y por talento en bruto. Pero no tenía la mentalidad, ni la autoestima, ni la confianza en que podía codearse con los países más avanzados. Y sin mentalidad de ganador no se gana, en deporte ni en ninguna otra cosa. Para construir hay que creer. Y fue Ángel Nieto quien nos hizo creer. Abandonó Vallecas para intentar abrirse camino en la industria de las motos de Cataluña. En aquella España recién salida del tercermundismo, existía, al menos, esa industria. Mucha gente ni soñaba con permitirse un automóvil, y la motocicleta era el vehículo del pueblo, aunque la fama se la llevase el entrañable Seat 600. La moto era poco más que la versión moderna de la bicicleta y el burro; algo con lo que ir a trabajar. Y Nieto, que formaba parte de ese pueblo, demostró a todo un país lo que puede hacerse con tesón, determinación y la firma creencia en uno mismo. Y con una simple motocicleta.

Hoy, muchos españoles, los que tienen ya cierta edad, habrán recordado momentos que quedaron grabados en sus memorias. Quizá no sabrían decir en qué año fue, ni qué carrera se corría, pero saben que vieron a Ángel Nieto arrancando su moto a trompicones para después progresar en el pelotón, acechar al que iba en cabeza y, como colofón, terminar adelantándolo con una fascinante mezcla de valentía, técnica y astucia. La mayor parte de nosotros no vimos a Santana jugando aquella final de Wimbledon, ni a Seve Ballesteros transitando hoyos en el Masters, pero sí vimos a Ángel Nieto serpenteando por los circuitos, acumulando sus famosos «doce más uno» (aunque se haya ido, no diré aquí la dichosa palabra cuya sola mención, signo de ominosos presagios, parecía enfadarle). Es un recuerdo imborrable porque, para toda una generación, no había nada parecido a él. Para un pueblo que se dejaba sangre, sudor y lágrimas en el intento de vivir en democracia, que asistía a golpes de Estado y atentados terroristas, la visión de Ángel Nieto solo significaba una cosa: puede hacerse. Las motos, al menos a ojos del público, no eran como el ciclismo o el boxeo, que parecían basarse en la excepción portentosa de heroicas voluntades individuales, tan admirables como, en realidad, incomprensibles. El motociclismo era un oficio moderno, con mucha tecnología de por medio, y en parte de la gloriosa carrera de Nieto, esa tecnología fue además española. Esto tocaba la fibra de un país acomplejado por su atraso, en el que aún existían amplias capas de la población que eran analfabetas, y donde aquello de «que inventen ellos» seguía siendo utilizado como melancólica excusa para justificar un fracaso histórico que parecía insuperable.

Antes de Nieto la moto era la alternativa barata al coche, algo con lo que ir a trabajar. Y antes de Nieto, el campeón Español se antojaba un Quijote poco sofisticado que, a fuerza de redaños, se abría camino, a veces, en competiciones marcadas por un «que gane el más valiente». Pero él cambió esa percepción. Casi nadie podía jugar al tenis como Santana y mucho menos al golf como Ballesteros, ni comprender demasiado bien esos deportes, que no eran televisados con la frecuencia de hoy, y cuyos misterios parecían incognoscibles. Pero las motos estaban ahí, en la calle, no eran algo ajeno a la vida común de la gente, y una carrera parecía más fácil de entender. Después aparecieron los Ricardo Tormo, Carlos Cardús, Jorge Martínez «Aspar», Alex Crivillé, Champi Herreros, Sito Pons, Sete Gibernau, Emilio Alzamora, y toda una lista que continúa hasta esos pilotos actuales que, estoy seguro, usted puede nombrar de carrerilla. El mensaje subyacente, y el importante, era este: el oficio de las motos podía ser dominado y perfeccionado aquí, en nuestro país. Éramos capaces de crear una escuela, una fábrica de exitosos practicantes de un oficio puntero. Ángel Nieto fue el pionero de nuestra escuela del motor, la primera de nuestras industrias deportivas que demostró que un campeón español ya no tenía por qué ser un milagro excepcional, sino el producto de una planificación sistemática.

Decía Leontxo García en la entrevista que nos concedió que los países que son potencias en cada momento histórico suelen producir a los mejores jugadores de ajedrez: España en el siglo XVI, Francia en el XVIII, Reino Unido y Alemania en el XIX, la Unión Soviética y Estados Unidos en el XX. En tiempos recientes, la India y China han visto aparecer grandes jugadores. De igual manera, Ángel Nieto fue el símbolo del resurgimiento de nuestro país, y como tal se incrustó en nuestra memoria colectiva. Su influencia no solo fue más allá de las motos, sino que trascendió el propio deporte. Fue un pionero de la modernidad. Antes de Barcelona 92, antes de Pau Gasol y antes de Rafa Nadal, antes de la Masía y de los C.E.A.R., estuvo él. No lo hizo solo; hubo fabricantes, hubo mecánicos, hubo equipos. Que los había, incluso en aquella España. Pero sin Ángel Nieto, quizá no hubiésemos descubierto tan pronto ese potencial. El deporte es simbólico porque demuestra lo que un ciudadano cualquiera puede llegar a conseguir incluso cuando proviene de una nación que pugna por salir adelante. No se trata de agitar banderas o de entonar soflamas patrióticas, sino de mostrarle a la gente de a pie que la persecución de metas elevadas no era una locura. Él mismo decía que no todos podemos ser campeones, pero que, si para algo podían servirnos sus títulos, era para darnos cuenta de que luchar tiene su recompensa. Ángel Nieto empezaba algunas de sus carreras a trompicones, pero después ganaba, y esto es algo que, en nuestro país, cada nueva generación ha ido incorporando a su ADN. La frase, un tanto teatral pero muy ilustrativa, «soy español, ¿a qué quieres que te gane?», que el propio Nieto pronunció en alguna ocasión, hubiese sido impensable sin él. La importancia histórica de su figura, pues, no se mide solamente en trofeos. Siempre será un símbolo de muchas más cosas, porque marcó un antes y un después en la manera de vernos a nosotros mismos. Un accidente se lo ha llevado de manera trágica, pero lo que él hizo por este país, quizá incluso sin pretenderlo, perdurará durante generaciones. Ángel Nieto no es un campeón español, es EL campeón español. Descansa en paz y gracias por todo, de parte de un país que ha crecido contigo.

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